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The New York Street

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Perú

Choleando, choleándonos

Discutiendo la "raza" peruana.
Discutiendo la «raza» peruana.

El documental Choleando, iluminador reportaje, es una entrada feliz y necesaria para quien esté interesado en la identidad peruana.

«En el Perú hay mucho racismo» concluye una reportera, tras sus entrevistas en la calle. A quienes nos toca el tema, nos ha bastado la observación empírica (reforzada por el testimonio de una reportera de Media Networks para quien sus órdenes siempre eran: «que no salgan marrones») para decir lo mismo.

Sin embargo, uno de los entrevistados reclama: «No hay racismo porque las razas no existen».

En ese momento, Choleando investiga–en la sociología, la lingüística, la psicología–para explicar el «racismo» desde la razón. Porque el «choleo» es tal vez un problema más grande que el de las supuestas razas.

Las razas no existen. Son construcciones mentales, basadas en apariencias, con el objetivo de incluirnos en un grupo y excluirnos de otro. La belleza no tiene que ver con los fenotipos: nos lo dice un cirujano plástico, que nos explica las milenarias fórmulas de la estética griega o renacentista; y nos lo confirma un brichero y una brichera que atestiguan que a los hombres y mujeres blancas que llegan en manadas al Cuzco les aloca el color de piel cholo, el olor cholo, el cabello cholo.

Una italiana sufre porque la piropean «como si fuera un perro» en las calles limeñas; una peruana negra nos dice que está cansada de que la crean jamaiquina o cubana; una congresista puneña nos explica que nadie le hace caso en la cola de los hospitales, que la ningunean mientras dejan pasar a otras mujeres que lucen occidentales.

Si bien reconocernos parte de un grupo y ponerle a otro grupo características negativas basadas en sus rasgos físicos, es una tendencia humana; las leyes tienen que evitar que se discrimine y se ofenda con impunidad.

Choleando conversa con un ejecutivo del INDECOPI (del área de protección al consumidor) Enseña los videos difundidos por el programa Panorama, a la entrada de la discoteca Café del Mar, de propiedad del jugador del Bayern Munich Claudio Pizarro; donde los porteros niegan el ingreso a una pareja de resgos mestizos; mientras dejan ingresar a otra de rasgos caucásicos. Café del Mar fue clausurada por seis meses y multada–por ser reincidente–por 241,500 soles (US$93,000).

El racismo es una forma de discriminación asentada en sociedades estamentales. El racismo es ignorancia; y es también un esfuerzo desesperado por impedir la movilidad social.

Choleando concluye que el racismo está en retirada en el Perú. Poco a poco, el éxito de individuos de raza mestiza hace que las voces «racistas» se apaguen. Hoy, por fin, quienes sufren la discriminación sienten que la justicia está de su lado.

Se podría acelerar el proceso de eliminación de esta torpe herramienta de control social: denunciándolo. También invirtiendo en infraestructura educativa y luchando contra conductas racistas que llevamos incorporadas en nuestra personalidad.

Los desastrosos videos de Alan García, usando en sus discursos la variada gama de sus estereotipos sobre los seres humanos de los Andes, de Europa y del África; es una muestra perfecta del racismo manifestado sin ningún autocontrol.

Profundidades de Arguedas

Bellísima portada de la edición conmemorativa.
Bellísima portada de la edición conmemorativa.

Me he metido a Los ríos profundos desde Nueva York, en la bella edición de aniversario de Estruendomudo. Había estado buscando una edición mejor que la que tenía en mi biblioteca, sin embargo las ofertadas en Amazon eran carísimas.

Mi primera sensación es de culpa: he debido leerlo antes.

Leí El Sexto, en el colegio; y El Zorro de arriba, el zorro de abajo en la universidad. De la novela sobre la cárcel limeña sólo recuerdo cierto asco causado por la preocupación descriptiva de las bajezas y humillaciones de los presos. Si bien a los televidentes peruanos,  el motín con «Mosca Loca» quemando vivo a otro prisionero, ya nos había preparado para el zoológico dantesco que retrataba Arguedas en El Sexto.

Los zorros me impactó más. Me estremecieron las cartas redactadas antes del suicidio y me agradó la prosa limpia; y las ideas bien elaboradas dentro de la ficción, sobre la violencia del proceso migratorio, y la vida precaria y mafiosa de Chimbote.

Que Arguedas se matara fue un error que los peruanos pagamos caro: él era el elegido. Tanto para escribir sobre los traumas  del traslado del mundo de los Andes a la Costa; como de la llegada del occidente a los Andes. Muy difícil alcanzar su intensidad. Claro que los demonios que lo mataron pueden haber sido los mismos que lo obligaron a escribir con esa fuerza.

No esperaba encontrarme con tanto de Joyce en un libro limpio, poético, fácil de leer, repleto de intensas descripciones; que tal vez mi primera lectura apenas si ha «olido». Porque éste es uno de los libros que reclaman–igual que El retrato del artista adolescente–una segunda lectura.

Un crítico de Joyce decía que al leer El retrato pensó que  alguien le había contado a Joyce los pormenores de su propia adolescencia. Mi experiencia en el colegio,  si bien es geográficamente más cercana a la de Ernesto,  es mucho más parecida a la de Stephen Dedalus. A mí–animal de ciudad, limeño– me es difícil identificarme con un joven en cuya mente cohabitan, con tal intensidad, el catolicismo y el animismo andino.

En el momento en que Ernesto se da cuenta del abismo que lo separa del Markask’a ( a quien él había considerado durante gran parte de la novela como un amigo muy cercano); supe que sólo Ántero podría haber sido Stephen Dedalus. Ántero (Markask’a) se pudo haber convertido en el joven escritor que vivía en la torre de Martello o marchaba dubitativo sobre la arena de la bahía de Dublin.

Ernesto no. Al enterrar en el patio de la escuela su zumbayllu, tras notar que la mente de su amigo Markask’a también había sido penetrada por la cochinada del mundo; que él también veía las relaciones con las mujeres con la misma perturbadora «suciedad» que el limeño Gerardo; Ernesto escoge otro camino: el que lo regresa hacia el mundo andino (tal vez de vuelta al padre);  y lo separa para siempre de la «occidentalizada» ciudad de Abancay.

Arguedas usa a Joyce, y se aleja de Joyce. «He leído y  entendido a Shakespeare–dice el escritor en sus cartas póstumas–; y hasta al Ulises de Joyce.» Lo ha entendido y lo ha convertido en otro personaje, para que se mezcle con los demás estudiantes en ese colegio católico de los Andes; mientras nos pinta con intensos colores sus ríos, sus chicheras rebeldes, sus pongos, sus huayruros borrachos, sus arpistas trovadores y viajeros.

Gran parte de la magia del libro es la mirada de Ernesto sobre los hechos de Abancay. Su interpretación del universo, su concepción original del mundo.

Tal vez  es la única mirada de un escritor con proyección universal que ha llegado al corazón de ese universo. Aquel mundo que todavía permanece allí en los Andes, paralelo al de nuestras ciudades y nuestros Dedalus.

Las estrellas y las olas

silaca

Nos sentamos frente al mar. El cielo era una franja blanca separada de la franja azulísima del mar. La franja azul era como de tela arrugada, con muchas marcas, una al lado de la otra. Por aquella franja blanca iba descendiendo un disco brillante. El reflejo del disco caía sobre el agua y pronto ese disco estaba reflejado por completo en el agua y las olas lo cortaban, avanzando incontenibles hacia la orilla.

Era una tarde fresca y yo acababa de descubrir tus ojos claros, enormes. ¿De qué hablábamos? Quisiera saberlo, pero mis recuerdos son mudos. Nos veo a los dos intercambiando miradas, nos veo descalzos y disforzados, apretados sobre un asiento de concreto, junto a los otros. Por un rato éramos parte del grupo, prestábamos atención a los otros. Ellos también se portaban disforzados, pasando la botella de cerveza y el único vaso; alimentando las horas con conversación banal, esperando a que cayera el sol; que la noche inundara las casas pues el generador no funcionaba y la playa sin él volvía a ser como antes: cuando tú y yo éramos niños y marchábamos por aquí y por allá, entre las piedras; correteando a las lagartijas; esquivando las piedras calientes camino a las pozas, saltando y haciendo equilibrio; sumergiéndonos uno detrás del otro en las pozas de agua helada.

Veo eso en mis recuerdos, pero no escucho nada. Sé que miraba el sol porque lo hacíamos tantas veces, a la misma hora, siempre el mismo grupo de chiquillos, verano tras verano, tarde tras tarde. Sé que era la primera vez que te veía tan grande, porque a esa edad todos solemos dispararnos de pronto hacia la madurez.

Veo ese universo en mis recuerdos y veo la llegada de la noche. Entonces ya éramos sólo tú y yo; y sólo le prestábamos atención a nuestros detalles y a nuestros olores; ésos que aparecen cuando dos cuerpos adolescentes están más cerca el uno del otro, cuando las manos comienzan a tocarse y de repente nuestros labios.

Yo estaba entrando a la plaza y llegaba la camioneta con ella. Era de día. Julián, Ramiro y yo regresábamos del mar, yo cargaba dos costalillos de lapas. Mi tía Cecilia estaba de copilota y el tío Alejandro manejaba. Ella iba en el asiento de atrás, pegada a la ventanilla, con el cabello largo y rubio.

Todos me conocen. Saben que yo estoy solo en la playa porque mis padres… Bueno, a mis padres todos los conocen y saben de mis hermanos también. Y si bien a mí no me importa, también saben que uno de ellos está en la cárcel por romperle la cabeza a un jaquino en una pelea. Tal vez también me pongan otros apodos porque saben, o empiezan a darse cuenta, que yo no hago lo mismo que sus hijos hacen. No me extrañaría si a mis espaldas mis tíos me llaman «fumón»; o les piden a sus hijas que presten más atención cuando estén conmigo. Me siguen tratando igual, hasta donde yo puedo percibir.

La tía Cecilia me vio con los costalillos. Acababan de llegar de Lima. Ella dijo que me acercara y nos dimos un gran abrazo; salió mi prima de la camioneta, a ella sí no la veía hace unos tres años. El tío saludó pero sin ser tan efusivo. Siempre ha sido así el tío, lacónico y poco expresivo; pero nadie me puede culpar por sospechar de él. Creo que se portó así, medio distante, porque le han contado. De todos modos, nos dimos un abrazo y les dije que podía sacar más lapas la mañana siguiente, si querían, porque mis costalillos ya tenían dueña.

La tía Amparo iba a hacerme un picante de lapas, porque la tía Amparo está con la cadera mala, se cayó de la yegua en el cerco. Cocina rico y si yo le llevo lapas, mi tía me prepara un picante y sopa y al día siguiente puedo ir a tomar desayuno y la tía no me mira de ningún modo diferente, creo que es porque sabe que su nieto también…que los dos somos muy amigos. En fin. Mi tía Amparo ha tirado un colchón en el asiento de cemento, frente al mar. Allí puedo dormir, al fresco. Allí puedo sentarme a jugar cartas. La he invitado a mi primita para que vaya más tarde, cuando termine de instalarse en la casa: Carmen.

Carmen. Carmen. Carmen. Tengo que memorizarme su nombre porque me ha gustado cómo me miró. Allá en Lima ella sigue de novia con Juanillo, pero Juanillo nunca viene a la playa (a veces, tal vez para la yunza).  Carmen podría ir conmigo a la yunza este verano. Y esta tarde, cuando baje el sol, nos sentamos todos los primos afuera de la casa de la tía Amparo a conversar, a jugar cartas. No dije «a tomar» porque el tío estaba demasiado cerca, pero ya lo saben igual. Allá te espero, dije.  Y Carmencita sonrió y la tía Cecilia dijo «yo la mando».

Me gusta venir a pescar. No me importa la manejada: 7 horas. Lo hago sin pensar. Salgo de la oficina el viernes, meto ropa para el fin de semana, mis cosas de pescar; en la noche –solo, con mi hermano, o con algunos de  mis primos, si quieren ir–manejo de corrido hasta la playa.

Sólo paro un poco antes de Ica. Hay un quiosco donde se detienen todos los camioneros. Me tomo un buen caldo de gallina y llego a la playa al amanecer. Me gusta llegar bien de mañana porque el olor del mar entra en mis poros. El camino de bajada a la playa no es bueno; si estoy solo, prefiero bajar a mirar. A veces está lleno de grietas, sobre todo al principio de la temporada; después le pasan la cuchilla y para febrero está mucho mejor y puedo bajar sin pararme; a veces incluso a velocidad.

A mi novia no le gusta venir. Ella casi no toma y le molesta verme tomando. También le gusta pescar; y yo le he dicho que así siempre ha sido y que nunca me ha visto borracho. No entiende. Ella ha crecido en Lima pero también tiene familia en Paramonga y dice que allá chupan pero no tanto como acá. Se van a la playa, tampoco hay electricidad, tienen casitas al lado del mar; pero que cuando se apaga la luz no se quedan tomando hasta el día siguiente.

Su papá es un borracho y ella tiene miedo que yo sea igual que él. Las peores bombas han sido con su padre. Las únicas veces en que he regresado a casa a vomitar bilis han sido con él. Mi suegro es un fuera de serie pero toma demasiado. «No tomo como él, mi amor», yo le digo. Ella no puede distinguir las cantidades ni entender la diferencia entre esas borracheras y esta manera tan ligera de tomar: acá en la playa compartimos la botella y el vaso; mis primos casi no tienen dinero y siempre soy yo el que pone la cajita el sábado en la noche. «Es el único día que tomo mi amor. Ese es todo mi vacilón», le digo; pero ella no entiende.

Yo voy el fin de semana a la playa, sólo a pescar. El sábado duermo un rato en la casa de la tía Mirabel, a veces toda la mañana; almuerzo algo ligero y me voy de pesca. Eso me aloca: la pesca trepado en las peñas, lanzando el cordel a las olas, viendo el mar que revienta contra las rocas; el mar azul que me calma, que me hace sentir que la vida vale la pena.

Espero morir después de haber vivido todos mis veranos entre estas rocas. Quiero, si es posible, pescar hasta el último día de mi vida. Morir regresando de pescar, con mi cuerpo todavía oliendo a mar.

Esta noche no ha sido distinta de las otras. Mis primos son muy divertidos, son todos menores que yo, ninguno carga mucha plata y todos me gorrean. A mí me gusta invitarles la caja de cerveza. Me hace sentir muy bien. Al Peto que tiene sus padres pero como si no los tuviera; al primo Carlos que viene desde Lima y que casi nunca veo porque va muy poco al pueblo y éste es el primer verano en que viene todos los fines de semana; al primo Ramiro, siempre tan calladito.

Hoy lo he visto a Ramiro un poco alterado porque se apareció la primita, la hija de la tía Cecilia que está muy linda. Tiene los mismos ojos de la tía y su cabello es rubio, medio rojo como son muchas de las primas Guardia; y la chiquilla es muy coqueta. El pobre Ramiro no sabe ni cómo conversarle. Le temblaba la mano cuando tenía que pasarle el vaso y la botella, porque él estaba parado al final del asiento y ella estaba al otro lado y Ramiro tenía que darse toda la vuelta para llegar hasta ella; y yo podía ver cómo se ponía nervioso Ramiro cuando ella le coqueteaba al recibir la botella y el vaso.

Mala suerte para Ramiro. Ahí estaban los otros dos pegados a Carmen como lapas. El primo Carlos que la vio desde que se acercaba y de frente se sentó al lado de ella y empezó a conversarle; y eso le gustó a la chiquilla. El Peto se fregó porque él también estaba dando vueltas y conversándole; pero desde que Carlos se sentó a su lado, Carmen sólo le hablaba a él. A Ramiro eso lo tenía medio celoso, pero qué vamos a hacer. Lástima que sea la única chiquilla de su edad en la playa, porque también están las hijas del potón Carmelo pero ésas vienen recién en febrero para la yunza.

Y poco a poco se fue toda la luz y nosotros seguimos tomando hasta que se acabó la caja. Y no sé si fue mi idea, yo creo que escuché que pasaba algo entre ellos, pero es imposible ver nada cuando se va la luz en la playa. Es imposible. De todos modos ya estaba pensando en irme a dormir; para ir a pescar temprano, que es lo que me gusta hacer los domingos, antes de empezar, otra vez, la manejada para Lima.

De noche todo se inunda de estrellas. Carmen nunca había tenido 16 años en la playa y yo nunca había estado con una chica de ojos tan claros como los de Carmen.

Nos besamos. Estábamos aún pegados uno al otro y a mi lado estaba el primo Julián y al lado de ella estaba parado el Peto que seguía hablando de la fiesta de la yunza. De vez en cuando escuchaba que el primo Ramiro se paraba y venía por el otro lado y le alcanzaba a ella el vaso. Mientras se lo terminaba, ella me besaba.

No puedo escuchar nada, mis memorias siguen siendo mudas. Puedo ver a Carmen, que en la oscuridad dirigía mis manos hacia su cuerpo y, levantándose la blusa, me ofrecía que la bese y yo la besaba. Mi lengua estaba caliente pero más caliente era la piel de Carmen. Ramiro se fue primero y Julián siguió. También se fueron los dos chiquillos García y al final se fue Peto, que hablaba hasta por las orejas. También se despidió y me alcanzó su mano de dedos nudosos en la oscuridad; se la apreté y me dijo «Adiós primo».

Ofrecí acompañarla a su casa y, en el silencio de la playa, ella me dijo que estaba con Juanillo; que también era nuestro primo; pero como su madre se había casado en Lima con un piurano ya no eran tan primos como ella y yo.

¿Nosotros somos primos? Bueno, tu mamá y mi mamá son primas en segundo grado. En realidad el parentesco venía por el lado de los abuelos. En la época de los abuelos, el mundo de la playa era mucho más limitado que hoy. Eran sólo cuatro familias las que venían a pasar la temporada, desde la Navidad hasta marzo. Las cuatro familias tendían a mezclarse entre ellas. «Nosotros vivimos en Lima. Somos distintos».

Las estrellas estaban salpicadas en la oscuridad, como granos de sol. No alumbraban; sus destellos alcanzaban apenas para darnos ánimos o para enseñarnos que cada momento que vivíamos era como ellas. Eran estrellas íntimas, pequeñas.

Esos momentos siguen allí en nuestra memoria.  Miramos al pasado y los vemos: desparramados como estrellas. Siguen vívidos, coloridos y silenciosos; con su pequeña luz propia; aún hermosos.

(Este cuento ha sido publicado en diciembre del año 2012 por la revista SUBURBANO de Miami)

Todo en esta vida se paga

Si el terrorismo saca los dientes, los peruanos tenemos que pisarlos

En 1985 yo tenía 13 años y  vivía en la ciudad de Lima. Recién me enteraba del significado del término «desigualdad social». Sin embargo, como tantos otros muchachitos de mi edad y mi condición social, no sabía cómo enfrentarme con aquel término. Era un sistema injusto y sin embargo–al menos en teoría–; de mantenerse igual yo no tenía nada que perder.

Uno de mis tíos era un líder socialista. Su partido había alcanzado el poder y –según los términos con que era insultado por compañeros de mi colegio que tenían dinero– asumí que se trataba de un buen giro hacia la izquierda. Su líder arengaba para enfrentarse contra el imperialismo de los Estados Unidos, el abuso y la manipulación de la banca internacional y de sus representantes nacionales: la oligarquía peruana.

Mientras tanto, mientras la historia oficial sucedía en la capital; otro fenómeno–más importante para esta nota–se desarrollaba entre las montañas. Un hombre de clase media, como yo, proponia un modelo de gobierno que no pasaba por las urnas sino por el conflicto armado.  Entre los informes de la televisión y los periódicos, aprendí términos relacionados a este movimiento: sendero luminoso, guerra popular, lucha armada, subversión, sinchis, fosas comunes, terrorismo.

Esos años, a la incompetencia de los gobernantes para darle a la población los beneficios que se le había prometido; había que sumarle la paranoia que creaba un movimiento (con escasa simpatía hacia la clase media peruana) que parecía desarrollarse imparable y acercarse cada vez más al objetivo de tomar el poder con las armas.

Por aquellos años escuché por primera vez la frase «hay que destruir para volver a construir». No la decía Sendero Luminoso, sino una de las mejores bandas subterráneas limeñas: Narcosis. El tema de arrasar con el sistema para edificar otro, por más que Sendero Luminoso se estuviera adjudicando todo el trabajo de campo, ya tenía en el Perú otros adeptos famosos.

Es ridículo pretender que la violencia de Sendero apareció de la nada. Nuestro sistema aún tiene suficientes deficiencias como para que germinen en su vientre varios movimientos de este mismo tipo.  El sistema neoliberal está diseñado para premiar la agilidad en temas económicos y no para conseguir la igualdad social. Por eso se sugieren parches, se producen debates, se establecen diálogos.

Sin embargo, el modelo de justicia social colectivista que Abimael Guzmán tenía en la cabeza, ese «Pensamiento Gonzalo» que los neo senderistas pretenden resucitar, es el modelo que usaron los chinos (los mismos que ahora producen en alianza con Apple –o cualquier otra multinacional que pague por ver– los iPad, los iPhone y algunos de los automóviles más lujosos del Motor Show ). Los del Movadef, y quienes junto a ellos predican el regreso a la ideología retardada de Sendero Luminoso, los que se refieren con veneración de filósofo al Camarada Gonzalo; bien podrían mudarse a la China, para disfrutar de las consecuencias, del bienestar económico conseguido tras más de medio siglo de maoismo.

Es una patraña querer llamar a lo que sucedió entre 1980 y 1992 una «guerra civil». Como si dos ejércitos se hubieran enfrentado y uno de ellos hubiera sido derrotado en los campos de batalla. El estado peruano –mal preparado, tercermundista en muchos sentidos–se enfrentó como pudo a una organización de delincuentes, inspirados por su cabecilla e ideólogo.

Muchos individuos han encontrado en el desarrollo de sus ideologías, la solución a sus ambiciones de dejar una marca en la historia peruana. Alan García quiso hacerlo enfrentándose con el sistema bancario internacional y estatizando la banca. Fracasó. Abimael lo intentó:  miles de peruanos murieron por cruzarse en el camino de sus ambiciones históricas.

La marca en la historia que Abimael quiso dejar, no escamitaba el número de muertos. Era un modelo donde sólo era posible la eliminación de cualquier adversario.

Muchos criminales van 25 años a la cárcel por un número limitado de homicidios. Las campañas de amedrantamiento de Sendero, sus aniquilamientos selectivos (de autoridades locales: alcaldes, gobernadores; que también amaban a su país con la misma o mayor intensidad que la de Abimael Guzman), sus ejecuciones masivas, sus atentados improvisados y los crímines de chantaje a quienes no se prestaban al juego y los enfrentaban; dejaron un saldo de alrededor de 70,00 muertos (casi la mitad de ellas, bien adjudicadas por la Comisión de la Verdad a la improvisación y desorganización del antiterrorismo). La cadena perpetua para los responsables de estas muertes es una pena ya de por sí pequeña. Pedir que salgan de la cárcel es el descaro, es la burla.

Incluso antes de que Sendero Luminoso fuera detenido, millones de peruanos habían empezado a trabajar en construir otro sendero de progreso económico que, hasta el día de hoy, ha brindado mejores resultados que los años del terror.

Por respeto a quienes murieron y a quienes hoy siguen trabajando para conseguir objetivos ambiciosos de desarrollo, los cabecillas de Sendero Luminoso tienen que seguir tras las rejas a perpetuidad. Cualquier individuo que pretenda equiparar la violencia de Sendero con la valentía (la ridícula insignia de «izquierda macha»); o que insinúe nominarse como el próximo caudillo de la guerra popular, tiene que ser silenciado.

Si Sendero saca los dientes, el estado peruano tiene que dejarlo sin aire. Debe pisotearlo y reventarlo. Por simple respeto a quienes están apostando su vida por el desarrollo del Perú. Nadie puede pretender llamar con otro nombre al cáncer que fue Sendero Luminoso y ser escuchado. Dejar con vida a Abimael Guzmán y a la cúpula de Sendero sólo fue una muestra de generosidad del estado, cuando la mayor parte de peruanos clamaba por su ejecución.

Seguridad ciudadana

La policía peruana debería tener a la ley de su lado para combatir el crimen. No la tiene.

En enero de este año tuve que ir a una comisaría limeña. Alguien estuvo forzando la tapa del medidor de electricidad de la casa y mi padre sospechaba que era algún delincuente con ganas de desactivar la alarma para meterse a robar.

Estando en la comisaría, conversando con uno de los policías, llegó un patrullero con un joven esposado y una muchachita (unos 20 y tantos años) acompañada de su madre. El muchacho la había seguido por una vereda, le había arranchado la cartera y la había empujado hacia la pista. Era de tarde. El asalto había sucedido a plena luz del día. Ella tuvo suerte de que en aquel momento no pasara por la pista ningún automóvil.

El que no tuvo mucha suerte fue el delincuente. Un grupo de transeúntes con cierta idea de la justicia vieron el incidente y lo persiguieron. No sólo recuperaron la cartera, también capturaron al delincuente y le propinaron un par de patadas.

«En unas horas lo vamos a tener que soltar» nos dijo el policía, mientras asistíamos a toda la escena y el ladrón miraba con aire de aburrimiento que la muchacha –aún con rezagos del trauma del asalto–daba su declaración.

«¿Cómo que lo van a soltar?» preguntó mi padre.

«Eso dice la ley. No podemos retenerlo más de cierto tiempo. Y él lo sabe».

Nos dijo que retener a un delincuente más del tiempo permitido es ilegal. Que la policía se arriesgaba a que regresara el delincuente bravucón con un abogado a decir que se habían violado sus derechos. «Esto no pasaba con Fujimori», dijo el policía, ante la complacencia y aprobación de mi padre, simpatizante fujimorista.

Hoy, en la televisión peruana, presentaron el caso de un caballero que mató a dos delincuentes armados que intentaron asaltar la camioneta donde viajaba con su novia. El caso (muy publicitado en Lima) ha desatado una gran controversia porque –tras un año de investigaciones, falsas acusaciones e intentos de chantaje–un fiscal ha decidido que el caballero que mató a los dos delincuentes en defensa propia es culpable y debe ir a prisión.

Su novia se presentó en televisión y dijo que en estos tiempos en que todos estamos hartos del nivel de delincuencia,  este caso ponía a prueba a nuestro sistema judicial. Tiene razón.

No comparto la idea de un gobierno «ideal» de mano dura. Tal vez la justicia contra el crimen organizado funcionara mejor en el decenio fujimorista porque la mafia en el poder tenía un control más directo: siempre es posible ser diligente, rápido, dar órdenes, cuando se puede pisotear los debidos procesos.

Hay que respetar las formas legales. Sin embargo, por el bien de los ciudadanos que aún creemos en ellas, es imprescindible endurecer los castigos para los delincuentes. Si no es así, la policía creerá–con mucha razón–que perseguir a los asaltantes y pirañas de todo tipo, es una pérdida de tiempo.

Un fiscal no puede mandar a prisión a un ciudadano que se defendió y mató a dos criminales. El respeto a la seguridad de todos debe estar por encima de los derechos de un par de maleantes armados.

¡Adelante!

Poster de campaña de Fernando Belaúnde en 1980

En 1980, mis padres y parientes vivían una primavera democrática: los militares dejaban el poder después de 11 años. En ese contexto, un arquitecto que regresaba del exilio pronunciaba la cataclísmica fórmula de su campaña: ¡Adelante Perú! Me causa extrañeza cuando escucho el nombre de Beláunde acompañado de una lista interminable de virtudes.

Muchos familiares eran acciopopulistas y recuerdo haberlos acompañado a pegar con engrudo, en las calles y en las puertas del pueblo de mi madre, los afiches a todo color del sonriente candidato de la lampa.

«No miremos atrás, marchemos hacia el destino brillante que nos espera a los peruanos», parecía decirnos.

Este año, en inglés, la misma palabrita entró en el vocabulario político de los Estados Unidos: Forward. «¡Adelante!», en la dirección de Barack Obama. La otra opción es –en muchos sentidos– una apuesta por las políticas aplicadas por G.W. Bush entre 2001 y 2008.

Un día antes de las elecciones, la discusión en los programas políticos ha girado en torno a los retos para ambos partidos de cara a una realidad donde, sólo en 40 años, las minorías hispanas, negras y asiáticas serán más numerosas que la población blanca.

El reto es mucho más grueso para los republicanos, cuyo discurso–a veces racista y excluyente–ha espantado a los votantes moderados. Forward, tendría también que convertirse en la máxima de un partido cuya retórica ha atraído a extremistas y fanáticos de toda calaña.

Look Forward, Republicans! Sólo de este modo se podrían desenredar algunos «nudos» ideológicos. Sólo así se podría pensar en resolver muchos de los problemas de este país.

El zambo

La gran pareja del criollismo durante la segunda mitad del siglo XX: Oscar Avilés y Arturo «Zambo»Cavero.

No resulta fácil liberarse de los nacionalismos.

Pedro Suárez Vértiz una vez cometió el error de lanzar ciertas arengas desde el escenario contra los ciudadanos del Ecuador. Algunas veces, confundimos amor patrio con competencia.

Ser un gran país no significa «ser mejor que tal país». Compararnos con otras naciones trae–por lo general–más perjuicios que beneficios.

La adjetivización positiva de un país debería venir de terceros. Es «el otro» el que puede decirnos si nuestro país es esto o aquello. El orgullo nacional debería, en todos los casos, evitar las comparaciones. Dejemos éstas para competencias y concursos.

Las comparaciones son nocivas tanto en lo positivo como en lo negativo. En más de una ciudad he escuchado «Estas cosas sólo pasan en este país», una sentencia que sólo demuestra la falta de experiencia de quien la dice.

Quien ha visto algo de mundo sabe que mejor se aplica este otro dicho: «en todos lados se cuecen habas».

Mi reflexión sobre el nacionalismo nace del homenaje que le hicieron esta mañana en la televisión al Zambo Cavero. En una entrevista del año 2006, Cavero decía querer ser recordado como quien «amó profundamente a su patria». La entrevista iba intercalada con imágenes de un concierto de Cavero y Avilés durante una reunión de la OEA en 1987, donde ellos se desgañitan cantando Contigo Perú.

Zambo Cavero amó a su país. Explotó su talento para darle al Perú una voz única; para cantar con esas espléndidas cuerdas vocales un texto que al ser leído podría verse banal y hasta simplón: Unida la costa, unida la sierra, unida la selva contigo Perú. Gracias a su fervor, quienes lo escuchamos somos capaces de abarcar aquella difícil abstracción: el amor a la patria.

Un hombre que ama a su patria hace lo mejor que puede. Si es trabajador, trabaja; y si es artista, crea.

Algunos peruanos han tenido el talento de encontrar en nuestra riqueza –cultural, geográfica, gastronómica–la materia prima para su vocación: Juan Acevedo: historietista cuya materia prima es la sociedad peruana con sus tantos matices; Gastón Acurio, cocinero y difusor de la cocina peruana;  Zambo Cavero, Oscar Avilés, Augusto Polo Campos. Lo que hace importantes a estos nombres no es la nacionalidad, sino la pasión por lo que hacen.

Así que a crear, así que a trabajar.

Hoja de vida

Celebrando un cumpleaños en Lima con mis amigos

Hace muchos años, ante la indecisión de estudiar lo que me gustaba o hacerle caso a mi padre y meterme a la carrera de derecho, mi madre me aconsejó seguir lo que mi corazón decía. No le hice caso. Bueno: a medias. La carrera de comunicaciones le dejaba cierto margen de movimiento a mi lado creativo y no me hacía parecer un vago sin intenciones ante mi padre, a quien sí le hubiera desilusionado que desde un principio me metiera a estudiar lo que mi corazón quería: literatura.

«Puedes estudiar derecho y escribir en tus ratos libres», decía él.

Era una preocupación económica. Las universidades deberían de proveer un conjunto de herramientas para ganarse la vida sin sufrir demasiado. Un abogado egresado de una universidad tiene muchas más opciones de llevar una vida sin angustias económicas que un escritor salido de una universidad prestigiosa. Además, la escritura tiene que ver con el talento. Ninguna universidad garantiza el éxito económico para un escritor y la calidad de escritura de un universitario depende de factores que poco tienen que ver con el pago de la matrícula y la superación de exámenes.

Así que siempre fui un comunicador de medio pelo. El título–cartón que debe de estar en algún lugar debajo de la ruma de papeles al lado de mi escritorio–sirve para muchas cosas útiles, mas no para cambiarnos la vocación. Mis experiencias con las cámaras y otros equipos de la universidad fueron penosas, los guiones que escribí para programas de radio y experimentos televisivos fueron apenas más excitantes que los preparativos escolares para los examenes de la quinta nota. Mis bocetos publicitarios fueron salidas al paso, tal vez ingeniosas. Mis fotografías no transmitieron nada que no comunicara cualquier fotógrafo calichín. Al parecer–según las confidencias posteriores de algunos de los excelentes maestros que tuve en la universidad–donde yo destacaba era en mis examenes escritos. Ciertas basuras teóricas eran bien explicadas y perfectamente analizadas en mis largos párrafos de correcta gramática y casi perfecta ortografía. Tenía facilidad para enlazar oraciones y hacerlas decir algo.

Mis realizaciones personales durante mis primeros años de egresado, consistieron en la creación de algunos personajes de historieta–mediocre, si lo comparamos con la obra de maestros del género como Juan Acevedo–; y la constancia con que me aferré a mis amistades. Cierta facilidad en el trato me ha llevado por la vida llenándome de conocidos a quienes estimo y que, sin exagerar, considero mis amigos.

Muchos años despúes, desempañándome en oficios alejados de la profesión, haciendo mi vida tal vez un poco más complicada de lo que debió ser, he llegado hasta el 2012 seguro de que mi vocación por la escritura es la que me permite trascender, la que me llena y me permite soñar en cosas más grandes. Y he llegado rodeado de amigos, que me soportan y de vez en cuando me leen.

Por mí, porque cualquier mejora en la forma y en el contenido del texto dependerá del sacrificio de otras actividades para darle más tiempo a la lectura y a la escritura; y para ellos–mis amigos, viejos y futuros–es que sigo escribiendo.

Lima parada

En esta toma de la pantalla del CanalN, un caballo de la policía montada limeña, –con una pierna destrozada–intenta abrirse paso entre la turba de delincuentes del barrio de La Parada.

Ella, que desde la oscuridad me acusaba de ser un ocioso, de inventar excusas para no presentarme a clase, me llamó una tarde sólo para decirme que había estado leyendo la novela y le había chocado mucho uno de los párrafos.

«Yo no puedo ir al Perú hace años, pero cuando llegué a esa línea…era como si tú estuvieras describiendo la imagen que yo tenía de Lima en mi cabeza.»

Yo temo sus llamadas porque con bastante frecuencia las usa para lanzarme críticas o decir alguna estupidez que–por motivos extraños–siempre me afecta. Así que le dije que siguiera leyendo, que me comentara cuando acabara de leerla. En unos meses ella iba a regresar a Lima después de vivir 10 años en Nueva York y yo sabía que le iba a chocar.

«¿Cómo es?¿Cómo se siente volver a ver todo lo que has dejado atrás?» me preguntó.

Me hubiera gustado tener, en aquel momento, la paciencia para describirle la angustia previa. Pero con ella nunca tengo paciencia, o temo que entienda mi paciencia como debilidad y la utilice para burlarse de mis defectos. Así que sólo le dije «No pasa nada».

Durante ocho años, mi pesadilla recurrente era la de volver al Perú y descubrir que ya no podía regresar. Había terminado mi novela apresurado, con la convicción de que si volvía a ver Lima se iba a arruinar la fotografía que yo tenía de ella. Las imágenes que yo guardaba de mi ciudad–me convencí–no iban a coincidir con ese monstruo en permanente transformación que era la Lima del siglo 21.

Tenía razón–en parte–pues el camino desde el aeropuerto hasta mi casa había sido recuperado al polvo y al descuido. Sin embargo, bastaba salirse algunas cuadras de ese «callejón imaginario de progreso» para encontrarse con la misma ciudad de antes.

La ciudad a la que me refiero, no tiene que ver con las tiendas y los túneles nuevos, si no con algunas actitudes limeñas. Ciertas maneras que tiene el misio para pararse en una esquina, ciertas actitudes que mantiene el achorado para caminar al borde de la calzada, cierta forma de mirar del choro, el delincuente–atento, pero como si lo que hicieran los demás no le interesara.

Vi en Lima una sensación de orden endeble. Como si se le hubiera aplicado al caos una primera mano de pintura, pero aquella primera capa solo sirviera para disfrazar la precariedad. En los viajes siguientes esta sensación se ha ido debilitando. Al parecer ya vamos por la tercera o cuarta capa de orden. Conforme pasen los años es posible que de la Lima de 1999 ya no quede nada.

Los desmanes de La Parada son el recuerdo de lo que sigue mal.

Cuesta creer que esas pandillas de delincuentes vayan a desaparecer de un día para otro. La violencia que vi en la televisión, me hizo recordar la energía negativa de la que yo mismo participaba cuando me metía en el estadio: el ritual delincuencial de la tribuna (del que yo formaba parte por unas cuantas horas) que para muchos barristas significa una forma de vida.

Esa gente del barrio de San Pablo y esos jóvenes que crecen en el cerro El Pino, deben tener una imagen bastante distorsionada de «nuestro» futuro limeño. ¿Son en realidad una minoría? Porque el discurso formal–y la opinión pública–parecen apuntar a que el comercio formal y el modelo económico Gamarra es lo que ambiciona un pequeño negociante. La Parada sería «el pasado». No sé que tan cierto sea este diagnóstico.

La precaria Lima sin reglas parece estar cediendo el paso a una comunidad integrada alrededor de leyes parecidas a las que sostienen modelos urbanos civilizados. Para que se redondee la ecuación, tal vez también tendrían que desaparecer los negocios que hacen dinero violando la propiedad intelectual (Conseguí 300 canciones de rock en español, en dos CDs, por 2 dólares ) pero dado que la piratería se realiza de modo similar en ciudades del primer mundo–si bien no tan abiertamente como en Lima– ese podría ser un problema no tan estrechamente relacionado con la precariedad limeña.

La cutura es el siguiente paso. Ahí también hay avances.

Fui al teatro después de muchos años. Las caras en el escenario y en la tribuna son multiraciales. Y basta con encender la televisión para comprobar que desde el canal nacional público hasta los privados del cable, la oferta televisiva es mayoritariamente local, las producciones nacionales–sean copias de programas extranjeros o proyectos peruanos originales–van en el camino de crear una identidad nacional reflejada en la oferta televisiva. Es decir: el limeño ve al limeño. El limeño juzga al limeño, se ríe del limeño, odia e idolatra al limeño.

No sólo los artistas locales se están beneficiando de mayores oportunidades de ingresos. Es de esperar que los guionistas se alejen poco a poco de los clichés importados. Así discrepemos con los productores sobre el valor de estupideces mediáticas como Combate o Esto es guerra; el peruano está viendo a peruanos en su pantalla, se está enamorando de las piernas y de los muslos de personas con las que podría cruzarse en la calle. No están muy lejos los tiempos en que lo más inteligente y lo más estúpido de la televisión venía enlatado o que todas las caras en la televisión nacional tenían rostro blanco y ojos claros.

A ella la voy a ver mañana. Estoy seguro que me va a preguntar lo que pienso acerca de La Parada.

Me dijo que le habían robado la cartera (y con ella mi novela) así que no espero ningún comentario constructivo sobre mi escritura. Con suerte habrá leído esta entrada, y antes de hacerme una pregunta, conocerá la dirección y el tono de mis reflexiones.

Le recordaré el párrafo que me mencionó hace algunos años. Creo que será inútil:  ella ya estuvo en Lima dos veces, y después de verla, las fotos del pasado tienden a evaporarse.

Quiero pensar que este fenómeno es bueno: que el tiempo borrará–también–el dolor asociado con aquella ciudad.

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