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The New York Street

Un blog lleno de historias

mes

febrero 2013

25 de febrero, al lado del Hudson.

Tarantino

No podríamos haber escogido una mejor vista para esta ruta que es, para muchos de nosotros, la más despiadada: el viaje de todos los días al trabajo. Viajamos al borde de un río placentero. No sólo lo es su cauce, sino también las colinas que limitan sus márgenes. Como otros paisajes de esta región, también éste cambia bruscamente con las estaciones, haciendo aún más difícil que nos cansemos de verlo. Y ciertos años (como este 2013), la nieve cae con lentitud sobre el río y los bloques de hielo navegan sin apuro sobre el agua, haciendo de las distintas vistas del invierno un espectáculo inagotable.

A veces me da pena concentrarme en las tareas, porque pareciera que no ver el paisaje significara sacrificar uno de los momentos más agradables del día. Sigo manteniendo que conducir 40 minutos hacia Nueva York, pudiendo subirse a este magnífico ferrocarril que trota por el margen del Hudson, es un desperdicio. ¿Por qué someterse voluntariamente al tráfico sin solución que corre hacia la ciudad?

Hoy, sin embargo, he desperdiciado otra vez mi viaje metiendo las narices en un libro. La novela se llama Changing Places y la escribió David Lodge. Es una comedia que hace escarnio de los intelectuales que cambian la vida por la enseñanza (¿seré yo señor?). En ella, dos catedráticos marchan de intercambio hacia dos universidades distintas del planeta: un norteamericano vuela a Inglaterra y un británico viaja a los Estados Unidos.

Así que tal vez por eso (creo yo), mal influenciado por la lectura,  esta mañana he sentido una cierta pesadez al caminar por los pasillos desiertos de Lehman. ¿Qué hago acá? Miro al espejo y encuentro una cana: el tiempo.

Uno quisiera creer que el tiempo no pasa, que tal vez uno es como ese río que circula frente a nuestro tren de todas las mañanas, que uno jamás se va a cansar de estar vivo. De vez en cuando –como hoy– me queda valor para mirarme, tratar de entender el tiempo y burlarme de la minúscula seriedad de nuestros objetivos privados.

Anoche, mientras disfrutaba la ceremonia del Oscar, pensaba en la sonrisa amplia de Jack Nicholson: quien todo lo ha vivido. Todo el auditorio no es sino un circo lleno de actores. Nicholson también actúa: es un hombre viejo que ha visto todo ¿Eso es la felicidad?¿En eso no consiste llegar a viejo? Quisiera creer –la ignorancia me lo va a permitir– que mientras Ben Affleck dedicó la mitad del 2012 a trabajar para que lo respeten como director, Nicholson no trabajó; consiguiendo que lo respeten por ser quien ya no está interesado en nada.

Creo que hay un engaño terrible en aquella ceremonia. Tal vez la temperatura de las luces y la cordialidad de los invitados nos hace creer que los conocemos hasta el punto de saber en lo que piensan. Y de pronto se aparecen allí sobre el podio, balbuceando un agradecimiento (como Ben Affleck),  gastando una broma (como Daniel Day Lewis), invocando al Dios de las películas (como Ang Lee) o gozando como perro por la victoria (como Quentin Tarantino); y nos damos cuenta de la distancia que nos separa de ellos.

Parecería que se tratara sólo de una distancia lógica y natural entre los famosos y los desconocidos. Sin embargo, ésa es la misma distancia que nos separa –cuando estamos solos metidos en nuestros pensamientos, mirándonos al espejo, leyendo sobre otros mundos u otros profesores de ficción que hace 30 años cruzaban el Atlántico–de todos los seres humanos.

Para su desconsideración

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Para mí, Jessica Chastain y Zero Dark Thirty deberían llevarse el Oscar. Ella es la mejor actriz y ésa es la mejor película de 2012.

En enero leí una mala crítica en el diario La República contra Argo. Una reseña de un filme muy mal visto. Pensé en escribirles –decirles que el reseñista no había leído bien la historia– pero jamás lo hice. Argo no tapa la intromisión de los Estados Unidos en la política iraní. Por el contrario, desde el principio de la cinta se nos revela que la actitud de EEUU fue torpe y ofensiva para la dignidad de los iraníes. Baste con recordar las imágenes, humillantes, de los oficiales de la embajada en Teherán destruyendo las evidencias al tiempo que la turba trata de ingresar. Argo es una muy buena película.

Sin embargo, Zero Dark Thirty es mejor.

Kathryn Bigelow ha conseguido resolver, otra vez, la difícil tarea de asombrarnos con una historia de la que ya conocemos la trama y el final. Sin concesiones a la política –falsamente acusada de hacerle publicidad a Obama, o de defender la tortura como herramienta antiterrorista–, con un guión que incide más en el drama del personaje principal que en los eventos históricos; y con una limpia recreación del momento culminante: el asalto a la casa de Abbottabad y la eliminación física del líder de Al Qaeda. Bigelow está entre los mejores directores de EEUU y Mark Boal (el periodista de 39 años que también le escribió la contundente The Hurt Locker) en la primera línea de los guionistas que trabajan para Hollywood.

Me gustó Lincoln, pero no tiene la contundencia narrativa de Argo ni de Zero Dark Thirty. Me gustó Life of Pi pero los mayores méritos de la película vienen del libro de Yann Martel. Me gustó Beasts of the Southern Wild pero no puede competir con el impacto y la ambición de ninguna de las cuatro películas anteriores (sin menospreciar la belleza de su realización).

Me gustaría que la película No consiguiera el Oscar a mejor película extranjera, pero no creo que la actuación reposada de Gael García ni el simpático retrato de la campaña plebiscitaria chilena le dé el aliento suficiente. Es muy probable que Amour se quede con esa estatuilla.

Eso sí: Daniel Day Lewis se llevará un tercer Oscar.

Yo también creía que Affleck era poco más que su facha. Sin embargo, ya tiene un par de buenos filmes y la pretensión de la Academia de ningunearlo como director ha convertido a su criatura (apadrinada por George Clooney) en una de las mejores candidatas.

Si los votantes se olvidaron que el simpático amigo de Matt Damon fue amante y pelele de Jeniffer López, tal vez premiarán al carisma de este director y no a la logradísima película de Bigelow ni a la maquinaria publicitaria de Spielberg. Tal vez mañana en la noche Argo y Affleck nos den la sorpresa.

Casi un final digno de la ciencia ficción.

Imitación de José Watanabe (que imitaba tan bien a Basho)

Veo tus pies apoyados contra una carpeta fría y en desorden/ Veo mucho más pero nada que merezca mencionarse cuando piense en ti.

En algún lado vencieron al silencio tus palabras y de tus labios/ brotó una llamarada.

De tus piernas lisas flojeó una zapatilla/ y caminé con tu sonrisa

Me apuraba en contestar y tú te demoraste/ como si nos quedara tiempo

El viento llegaba desde las esquinas y en la noche/ tus dedos danzaron

Mi memoria siempre pierde batallas como ésta. Se afana con recuerdos amplios y sólo graba lo esencial/ Yo soy esa sensación de verte, no soy las sombras que nunca recordaré.

Desde Bella Aurora

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Los pocos animales que tenían los siguieron por la quebrada silenciosa mientras el fuego les quemaba la cara y la policía apuntaba los rifles hacia los campesinos, parados como postes contra el cielo enrojecido.

Haberse deshecho de los invasores lo llenaba de júbilo. No importaba si la tarde se había impregnado con el aroma profundo, manchado de kerosene, de los trastos quemados que inundaron el cielo de la quebrada. Tampoco si había visto mujeres y hombres –macizos, manos encallosadas– llorando. Ésos eran los invasores que por años se habían beneficiado de sus campos, de su fértil tierra bordeando el río.

La justicia estaba hecha. Augurto podría empezar esa misma noche a planificar el destino de su propiedad. Llevaría vacas y caballos desde sus haciendas, sembraría olivos y algodón, papas, camotes y caña para destilar cañazo. Augurto, sereno, escuchaba con atención el informe del capitán:

Él y treinta hombres habían enfrentado la violenta resistencia de los campesinos. Habían respondido con perdigones a las pedradas y, sin causar ninguna muerte, se habían abierto camino entre las mujeres y los niños que entorpecieron el desalojo.

El fuego había consumido las chozas desparramadas sobre el fundo Bella Aurora. Los invasores jamás quisieron dar marcha atrás. Creyeron que con hondas y machetes podrían combatir al contingente armado que apareció por la tarde en la quebrada, tras un cansado viaje desde la capital de la provincia, para desalojarlos.

No nos quemes nuestras cosas señor policía: recuerda el capitán. La voz llorosa de aquella mujer que lo insultaba en quechua, que se lanzó a cogerlo del pantalón, de la chaqueta, que intentó morderlo, hasta que la desprendieron a las patadas. Mujer de mierda, vete ya, ya perdieron. Las tierras son de Don Augurto.

Sus pocos animales los siguieron por la quebrada silenciosa, mientras el fuego les quemaba la cara y la policía apuntaba los rifles contra los campesinos vencidos, quietos como postes contra el cielo enrojecido. Detrás de ellos estaba la sombra de los cerros yertos: era el paisaje del infierno.

A pesar de la sequía, de la necesidad y de la guerra que taparon con pobreza y con violencia aquella década maldita, esos invasores le habían sacado provecho a la tierra. Habían cosechado hasta en los rincones de piedras donde Bella Aurora sólo alardeaba de su resequedad.

Las tierras, una vez más, son de usted Don Augurto. Hemos cumplido con nuestro trabajo.

Así es, precisamente capitán: con su trabajo.

Ahí, en ese momento, le cambió la cara.

Siempre has sido un mezquino. Las tropas cansadas pero satisfechas, silenciosas, esperaban en la tolva del camión, las veinte horas de regreso hasta Caravelí. Uno de los peones salió por la puerta de la residencia de Augurto y les empezó a repartir los quesos.

–¿Qué clase de broma es ésta?

–Augurtito ¿por qué has hecho eso? Si les ofreciste 30 soles a cada uno y 200 soles al capitán ¿por qué no pagarles? Augurtito, eso no se hace.

–Sobrino, ellos sólo están cumpliendo con su trabajo.

El sombrero de paja sobre el rostro ancho, sonrojado y mofletudo, los ojos de azul tacaño debajo de dos cejas blancas y bien espesas. La pistola en el cinto, erguido, con las piernas como si estuviera a punto de encaramarse sobre su caballo.  Augurto ya tiene 70 años: el hijodeputa de siempre.

–Mire usted Don Juvenal. Don Augurto nos ofreció 30 soles a cada uno y ¿qué nos ha dado?: un queso. Ni siquiera hemos comido en toda la tarde ¿es eso justo?

Así que Juvenal, que sólo cruzaba el pueblo con sus obligaciones de alcalde, miró a la tropa y le ordenó que enfile para la pollería.  Les iba a invitar pollos a la brasa. Pidan nomás.

Así no es, Augurtito, así no es. Ya sé que es su trabajo, pero tú les has ofrecido

–Gracias sobrino. Pero no te metas. Esos cholos de mierda deberían darse por bien pagados.

Y la tropa se terminó los pollos en el restaurante de Trifina, bromeó con Josefa (la hija menor, que estaba agarrando forma y era coqueta como la madre.

Meses después, Josefa se fugará con un camionero y a éste lo mataría el río (si bien antes tendrían tres hijos,  cada cual más hermoso que el otro. No en Jaquí sino frente al mar, en Lomas).

Esta noche el cielo es negro y sin embargo se puede ver la Cruz del Sur sobre las calles en tinieblas de Jaquí, bajo la sombra encorvada de una palmera espectacular, mientras el camión con la tropa sonriente rebota contra el suelo afirmado de la entrada del pueblo, levanta el polvo frente a los olivares y se va para cruzar Malpaso, pegado a la banda, hacia la pampa de Yauca. Augurto se trepó a su camioneta y se fue a dormir para la chacra.

No pasaron ni dos meses cuando llegó la noticia: docenas de hombres han vuelto a tomar Bella Aurora. Han sorprendido a los peones. El mayor de los hijos de Augurto, el cojudo de Marquitos Javier, juró que regresaba después de la fiesta de octubre y se perdió durante días, en Ica, con una negra que conoció en la kermese.

Quién sabe, tal vez era una puta pagada, en complicidad con los invasores.

Marquitos Javier que persigue a la única mujer con la que se casó su padre, que detiene su caballo frente a ella, en las chacras, para amenazar con quitarle lo que le corresponde y además matarla. Marquitos Javier que siempre deja la hacienda abandonada y a los peones sin dinero ni comida.

Augurto maneja otra vez hasta Nazca para reiniciar la querella. Ese día le empieza la gastritis que lo matará, porque entre el abogado y el juez –que son compadres– le están sacando todo el dinero.

Se aprovechan porque tengo 500 reses en la sierra y buena parte de la quebrada es mía.

Además, Augurto es mujeriego. Su única señora –la que debería de cuidarle las tierras y las espaldas– lo ha abandonado, y ahora se dedica a la iglesia, a prenderle velas a los santos, a conversar con el cura. Porque Augurto, además de tacaño, le pega a sus hembras.

Otra vez le sacaron todo el dinero, pero ahí entró de nuevo a Jaquí, jubiloso, con la segunda orden de desalojo firmada por el juez. Caminó hasta la oficina del teléfono y le ordenó a la muchacha (Isabela, la telefonista) que lo comunicara inmediatamente con Caravelí.

El capitán responde que con mucho gusto Don Augurto, pero hoy no porque las tropas están ocupadas y a él le falta gente. Esta semana no Don Augurto, me va a disculpar Don Augurto.

Te vas joder viejo de mierda porque ni este año ni el próximo, ni nunca conchatumadre.

Hasta que morirás, Augurto.

Y serás velado en una casita que se llevó a pedazos el terremoto. Estarás rodeado por tus nueve mujeres, a quienes tu única señora les servirá el café, mientras ellas se preguntan si te quedará dinero. Y será tu señora quien te pagará un traje y una corbata nueva (porque ya sabe que no te quedó nada)  para que no luzcas tan mezquino como siempre cuando te vayan a enterrar.

Y Bella Aurora, para siempre, será de nosotros.

Propósito

Una boca dulzona que besa el glande rojo

Ojos que voltean hacia la pared, entre sonidos

Luz de madrugadas que reverbera entre las piernas.

La suavidad de los dedos, el brillo de las mejillas,

La carne tibia: sexo.

 

Si a veces se nos entibia el deseo es por desidia

Si nos cuesta pararnos en tu nombre

Es cuestión de práctica. Cuerpo que dominas.

Todos somos demonio y Dios al mismo tiempo

Fuerza y placer, debilidad y tibieza.

 

Vea la intensidad con que cogemos las riendas

Para no parecer malos. Porque si quisiéramos

Viviríamos de redondeces fortuitas, de palpos eventuales.

 

¿Se puede vivir tranquilo con tan solo recuerdos?

Vivir para recordarlos

Suficientemente tensos para ser sólo uno

Una vez que sea necesario

El respeto a uno mismo y a su pasado

A la necesidad.

 

Necesitamos ¿y qué?

De aquellos deseos también estamos fabricados

De esa bruta paciencia para buscar el placer

Y no convertirnos en cenizas antes de tiempo.

 

Plagar el cielo con la sensualidad, con la contemporánea belleza

Con que surge una y otra vez el sexo

Que repite que quiere brindarnos todo

Que se resiste a ser anulado.

 

De eso se trata.

¿Por qué me gusta Downton Abbey?

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«¿Cómo debemos de llamarnos ahora?» quiere saber Mrs. Crawley
(madre de Matthew, el futuro heredero de Downton Abbey)
al ser presentada en la residencia de los Grantham.
Y Lady Grantham, la condesa, que no puede soportarla,
le responde: «Podríamos comenzar llamándonos Mrs. Crawley
y Lady Grantham ¿no?»

Soy un consumidor de televisión tardío. Siempre me ha parecido que las pocas veces en que me sentaba «a ver televisión» terminaba usando la mayor parte de mi tiempo en mirar fragmentos de programas y en jugar con el control remoto. Nunca eran experiencias satisfactorias. Sin embargo, como leo de todo, recibo constante información acerca de series televisivas: buenas reseñas en revistas, periódicos y en medios de información online. Estas reseñas, al parecer, tardan su tiempo en convertirse en decisiones de consumo.

Por ejemplo: durante algunos años leí comentarios elogiosos sobre Lost. Cuando por fin encontré el tiempo para ver el primer capítulo –y de paso engancharme a toda la serie– Lost ya estaba en su cuarta temporada. Lo mismo con MadMen: reseñas y comentarios despertaron mi curiosidad. Sin embargo, recién a fines de 2011, una noche en que no se me antojaba leer, con un iPod a la mano, entré al Netflix y devoré tres episodios de la primera temporada. Y ya no pude parar: la semana pasada, en un lapso de cuatro sentadas, vi completa la quinta temporada.

Lo mismo me ha pasado con Downton Abbey. Las buenas reseñas han dado vueltas por mi escritorio, han compartido espacio con lecturas de buenos perfiles y crónicas en The New Yorker o noticias varias de entretenimiento en Rolling Stone, Esquire o The New York Times. Sin embargo recién fue anoche, con tres temporadas de retraso, cuando entré a la casa del conde Grantham y su familia.

¿Por qué me gusta? Tiene jugosas historias, buenos personajes y mantiene un buen ritmo. Recién he visto los dos primeros episodios de la primera temporada y algo me dice que la historia sólo puede mejorar.

Además, algo imprescindible: al ver los episodios uno tras otro, no siento haber perdido el tiempo jugando con el control remoto.

A fines de enero, The New York Times publicó una nota llamada «New Way to Deliver a Drama: All 13 Episodes in One Sitting«, sobre la nueva serie House of Cards producida por Netflix (con Kevin Spacey en el papel principal); allí se abordaba el asunto de quienes prefieren ver una serie en una o dos sentadas, evitando la pesadísima costumbre de un episodio por semana. House of Cards ha sido grabada como si fuera la primera temporada de una serie; sin embargo,  todos los episodios han sido lanzados a la vez.

Así es como descubro que no sólo soy un vicioso de la televisión tardío, sino que hay muchos otros consumidores como yo, que al engancharse a una serie desean ver dos, tres, cuatro episodios en una sentada.

Había una razón (adicional a los pésimos guiones) que siempre me hizo evitar las telenovelas: la sensación de esclavitud frente a la pantalla; la desagradable experiencia de sentir que necesito ese aparato, en horas y días precisos, para satisfacer un deseo. La nueva forma de grabar los programas de televisión le da la vuelta al problema: la televisión me necesita a mí.

Yo, supremo ser de este universo audiovisual creado para mi satisfacción,  puedo prescindir de ella, hasta que tenga el tiempo para encenderla.

Hoy puedo ver lo que deseo.  Después puedo olvidarla.

Sobre la muerte

La pesca de cientos de animales vivos

La necesidad de estrangularlos

La aleta vieja en el plato. No soy Tolstoi, no soy Whitman

Cada vez que pienso en viejo y en comida pienso en ellos

Como si el hambre me generara memoria

Literaria.

En fin, las cosas que pasan hoy

Las añoraba quien plantaba algodón en el monte

En la tarde cuando bajaba el río y sonaba entre las piedras

Con el alma quieta, mirando el agua.

Niño, joven,

Hombre que no sabe a dónde va

Tal vez la paz es demasiada prueba para el poeta:

Se suele pensar mejor

En la turbulencia y el mercado del desorden.

Añoro las voces de la infancia

la tranquilidad con que organizaban otros mi vida

El deseo que se marcaba transparente en la trusa

El globo de oro inquieto, la sangre

Turbia y negra vertiéndose bajo la piel fresca

¿Vejez? Aquí empiezas

Cuando el futuro es una marca de ceniza en el suelo

Una cruz cargada por otros, el peso de tu cuerpo

Temblando por el escaso equilibrio

Porque quienes te entierran

Son tus viejos.

Los discursos de Gabo

ImageLos textos de Gabriel García Márquez siempre me han parecido dotados de una música especial. Es un sonido que trae a la experiencia de la lectura una belleza adicional, que se suma al placer de la aventura, la ficción o la anécdota.

Mi experiencia con Cien años de soledad fue tan diferente a la de otras experiencias de lectura (tuve la sensación de haber presenciado un milagro al terminar la última página) que siempre adjudiqué mi asombro de lector a mi ignorancia y a mi juventud. No podía creer que mis memorias hubieran sido otra cosa que la inocencia de quien nunca había visto antes aquellos trucos de magia.

Hasta que –15 años después, con estudios de literatura de por medio– cogí una tarde Cien años de soledad de un librero, en mi departamentito de Brooklyn, empecé a leerlo y no pude soltarlo. La música del libro era demasiado buena.

Algo similar me ha pasado con el libro de discursos de Gabriel García Márquez. Lo he tomado de un librero en un Barnes and Noble sin esperar nada (una reciente lectura de algunas páginas de Vivir para contarla me hizo saber que a veces Gabo también escribe muy mal), lo he empezado a hojear, algo curado de mi admiración, y he terminado leyéndolo feliz, gozando con el talento de GGM para crear aquella poesía (esa música feliz) incluso en líneas que están pensandas para decirse en público. El escritor tiene una destreza poco común para escoger las palabras correctas y una dedicación de artesano para combinarlas y decir algo bello, de un modo bello.

Disfruté mucho con aquellos textos en que ventila su admiración por Faulkner y aquél pequeño discurso improvisado en la fiesta posterior al Nobel, en Estocolmo, donde reclama, citando a otro, que la capacidad poética es lo que nos convierte en seres humanos.

Además, ahora que el Alzheimer ya lo ha reclamado; su imagen pública, que ha sido tan deformada por su acercamiento sin condiciones a la dictadura cubana, podría mejorar –al menos un poco– si los lectores leyeran estos discursos donde García Márquez establece sus credos sociales, su compromiso, y marca distancia de modelos económicos que no considera –errado o no– útiles para la realidad latinoamericana.

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Don Draper, dibujo de Amani Zhang

Un grupo de indecentes encorbatados. Se trata de subirse de un momento a otro al pupitre y decir: basta, de llenar el ambiente con insultos, de gritar lo que uno quiere ¿no es cierto? Se trata de hacer ruido: mucho ruido.

En vez del ruido intentar hacer el silencio (que no se pude hacer porque ya está allí). Sólo se requiere el no hacer. Como el amor. Nos creemos tan capaces de fabricarlo, mas ya está allí. De lo único que somos capaces es de no hacerlo, de quebrarlo, mutilarlo, etc.

Cada quien a su propio terruño. Y éste podría ser limitado, como el de aquella hormiga que trabaja de 9 a 5. Que se despierta, trabaja y muere. O como el de ese zángano que decide que va a viajar, que a ver el mundo, que va a esperar… Entonces, un buen día, alguien les toca la puerta a los dos y les dice: Ya tienen cuarenta.

La hormiga se pavonea porque tiene una buena casa, un buen carro, una familia que crece, un gran plan de retiro. El zángano no tiene nada, sino sus memorias ¿Y díganme quién duerme mejor aquella noche?¡Cómo se aferra el zángano a sus memorias! Será que le han costado caro. Que no le llegaron tan fácil como la hormiga cree.

Y a los cuarenta vemos la muerte. En forma de un tumor lejano o una pasión lenta.Casi deseamos que nos agarre una pulmonía fulminante antes que el cáncer.

Ahí están las grandes preguntas celestes mon amie. Las cosas que importan. Si te asomas al final del abismo es mejor que te las suelte.

¿Vas sintiéndote mejor? Ese pisco ya llegó a la tutuma young man? Te sientes un hombre. Y mejor aún: un hombre realizado. Y te acurrucas, como todos, en tu cama al final del día, y te duermes con las pestañas pesadas y te levantas sin haber descubierto la pólvora, sin saber si el hoy será mejor o peor que el mañana. Respiras. Y de eso se trata.

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