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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Nueva York

Malditos vecinos

suburbios y arboles

Aquello de que las buenas cercas aseguran los buenos vecinos se debe aplicar solamente a quienes no tienen un árbol.

Hoy, a pesar de buenas intenciones y de constante cuidado , los vecinos que colindan con mi propiedad han invocado al infierno por culpa de una rama y dos arbolitos.

Desde que vivo aquí, la vegetación ha impedido que preste mucha atención al desorden que es la apariencia de las casas vecinas. Mis árboles, que los antiguos dueños colocaron en puntos estratégicos, si bien en invierno parecen simples adiciones (bellas) al paisaje de la casa, en el verano, cuando las hojas los cubren, nos brindan privacidad: uno de ellos impide que la ventana del baño se luzca frente a la ventana de nuestros vecinos, otro árbol impide que el interior de la sala se vea desde la calle.

Privacidad. Una palabra que nunca pensé encontrar asociada a la palabra árbol, acostumbrado como estaba a los cuadrados angostos de mi barrio de Lima, a los cercos de concreto con rejas, clavos, púas, trozos de botella y cables eléctricos entre los cuales crecimos.

Sin embargo, a principios de julio, un hombre de rasgos orientales que dice llamarse Hai (tal vez Hi) se mudó a la casa detrás de la mía y tuvo la brillante idea de reducir sus costos de mantenimiento deshaciéndose de los árboles de su jardín. Cuatro viejos pinos gigantes fueron derribados en el lapso de algunas horas. El espectáculo que dejaron fue macabro: raíces que se extendían por el jardín sin vida, sosteniendo muñones de troncos.  Además, la masacre había dejado al descubierto una casa cuya apariencia exterior es lamentable: paredes sucias y descascaradas, puertas roídas por el uso, techos que requieren reparación.

Ahora, en vez de los árboles que recreaban un paisaje campestre – en este barrio donde la ciudad empieza a convertirse en bosque– podemos ver, desde las ventanas de nuestra casa, una estructura sucia, un jardín de tierra y los residuos dejados por el arboricidio.

Además, los jardineros contratados por Mr. Hai nos donaron una rama quebrada: nuestro árbol, cuyas hojas crecían allá en la altura enredadas con los pinos, de algún modo fueron jaladas o golpeadas al momento de la masacre. Tres días después una de ellas cayó sobre el cerco que divide a Hai de sus vecinos, los G___.

Los G___. Recién esta semana he conocido el apellido de los vecinos, porque llegó una carta, en realidad una fotocopia de una carta certificada, con sello de recibo del municipio. En esa carta, la señora, el señor y los niños Glazier –pues The G____ Family figura como el remitente– dicen que la rama se cayó porque nuestros árboles están enfermos. Solicitan eliminarlos porque presentan signos de deterioro, en especial las dos hermosas ramas que cruzan el cerco y cuelgan sobre su territorio.

Debo decir, que la casa de la familia G___ es tan fea como la del Sr. Hai. Su techo está tapado por una lona de plástico y su cerco de madera hace años que luce descuidado y a punto de colapsar. La señora G____, casada con un baterista cincuentón y dueño de un negocio musical venido a menos (lo digo basado únicamente en la apariencia de su casa, podría estar muy equivocado) es una mujer de raza negra nacida en la Provincia Constitucional del Callao. Sí, en este pueblo a 40 minutos de Manhattan, como probándome que las malas costumbres te siguen alrededor del mundo, la bruja G___ es peruana.

Lo supe hace tres años cuando vino a tocar la puerta para quejarse de otra rama que había semi colapsado y amenazaba la integridad de su jardín (los G__no tienen árboles, ni siquiera arbustos. Su patio trasero podría estar ubicado en un barrio sin lluvia de Lima) Teníamos tres meses viviendo en la casa, pero doña G__ nos torturó hasta que nosotros pagamos para que la rama sea removida, si bien nuestros abogados nos previnieron que el costo de remover ramas tenía  que ser cubierto por los G__ . Entonces nosotros queríamos ser buenos vecinos. Hoy la llamo bruja y me parece un término bastante conservador.

Un inspector de la ciudad nos visitó para verificar el reclamo. Constató que nuestros árboles lucen mejor que la casa de los G__: frondosos y saludables. Desde la cerca que nos divide, debajo de las ramas en conflicto, miramos juntos la descuidada propiedad de los G___ y decidimos que nuestros vecinos no tenían sentido de lo que lucía bien y mal. Lo de Hai le provocaba al inspector el mismo disgusto que a nosotros. Nos contó su propia historia con vecinos insoportables: uno de ellos asesinó su cerco vivo rociándole químicos a las raíces. El vecino vendió la propiedad y se mudó a Miami dejándolo con una rabia atracada en la garganta que después de muchos años aún no se le pasa.

En estas semanas, dos expertos han revisado nuestros árboles y han declarado por escrito que crecen en buen estado y que merecen larga vida. Se podarán –como lo hemos hecho antes– las ramas muertas, las que podría llevarse el viento. El resto seguirá creciendo, dándonos sombra, protegiendo nuestro derecho a ignorar un tantito la vida privada de nuestros vecinos. Se les ha protegido con un líquido que bloquerá el impacto de las bacterias; la semana próxima un hombre araña se colgará entre sus ramas para colocar un cable que impida que las ramas en algún momento se abran demasiado y colapsen.

Me gustan mis árboles. Me preocupa que mis vecinos se levanten por las mañanas, los vean y encuentren en ellos enemigos. El inspector dice estar de nuestro lado. Nos ha pedido tomar fotos que documenten la desgracia,  que serán incluídas en el expediente para promover una ordenanza municipal que impondrá penas severas para quienes quieran imitar a Hai.

El día en que sea delito atentar contra los árboles, caminaré hasta la puerta de Hai y de G___ cargando una maceta con una pequeña mata. Tendrá una tarjeta y en ella una inscripción breve y cariñosa: Planten más árboles, malditos vecinos.

The End of the Island

montauk
Montauk lighthouse, Long Island, NY. Photo by Oldsamovar@ Flicker.

I have seen a Jitney bus parked in a narrow street in Portland, Maine. I didn’t know what it was doing there. From that trip to Portland I only remember a bar close to the port, the lighthouse, an ice cream store, the story of a blue lobster told by a tour guide on a tour bus, the front of the house of Longfellow and that Jitney bus parked on one of its streets.

Why? Because the Jitney is one of the symbols of my first wanderings at The End of Long Island. It is the magical word that connected me to a land I barely knew when I first came here, in the winter of 2007.

While I was a student in Manhattan I read a lot about New York. I lived in Brooklyn and did not have a car, but somehow, perhaps through the newspapers I understood that the word «Hampton» represented a certain mix of the words summer, comfort and high class. Once I asked my roommate in Brooklyn about the way to get to East Hampton and she told me that there was a bus that would charge me a lot of money for a trip that could last up to 3 hours. She touched her forehead in a gesture that summarized the craziness of even thinking about paying so much, in order to go to a beach so far away.

Every area in New York State worthy to be known, I visited for the first time with my wife, who showed me places where she did her own wanderings when she was a kid or a teenager.

For example: Cold Spring, the town by the river where we traveled together on a weekend, by train from the Bronx, was a place where she has been before on a hiking trip. The FDR Home and the Vanderbilt Mansion in Hyde Park, another short getaway, were places where she had been before, as a kid. We went to New Paltz and the Ashokan Reservoir, and she had vague memories of a trip she made with her parents when she was a little brat.

To me, the rivers, lakes, castles and farms on our way to those places were a revelation: an unknown world of views I never imagined were so close to the city where I had been living for almost 6 years.

Of course, the biggest discovery was on Long Island, the towns all the way to the east. I had read some stories about East Hampton and Montauk: New Yorkers had been visiting the area for many decades, and have transformed the region in their favorite spot for the Summer.

There is a lot of money in the Hamptons (Bridgehampton, Southampton, Amagansett, East Hampton). More than anything a stupid Peruvian with no real knowledge of money –like me– could have imagined. However, the area is much more than big houses. Its beaches are surrounded by vegetation and dunes, and the local communities have fought hard to keep the area free of the big hotels and huge resorts, protecting their wildlife and a certain vibe of primitive beauty.

This region was –it is not anymore– a collection of fishermen villas and a farmer’s region. Most of the farms became mansions and gardens, and the fisherman left because of the high cost of living. However, a bunch of anglers still leave Montauk every day to get lobster, fish and sea food. And between those big mansions, the beaches and the golf courses you will find farmers selling their produce at the side of the street, in a kiosk next to their farm.

There is wildlife everywhere. The deer can show up at any road around the town, the rabbits will stand still, their ears up while the cars pass next to the lawns where they rest; the wild turkeys will run to hide behind trees and bushes, and once in a while there will be a line of cars on Three Mile Harbor, waiting to let a turtle get to the other side of the road.

During the summer, the fishermen standing on the rocks next to the inlets, by the piers and hills, next to the water, are part of the landscape. There are also the tourists, everywhere, the campers, the surfers and the local people who do their best to smile and not be bothered.

Also, once in a while, roaming through these streets, there are people like me: strangers who belong to a different world, taken by their daydreaming to the first morning they stepped on a corner in Manhattan, to take a Jitney bus, all the way to The End.

Mañana vienen los Madmen

Poster de la sexta temporada del drama televisivo MadMen, que comienza mañana.
Poster de la sexta temporada del drama televisivo MadMen, que comienza mañana.

Recuerdo la primera vez que ví un capítulo de Los años maravillosos. Era la representación de una época, vista en conjunto con las transformaciones sociales a que se enfrentaban las familias –padres e hijos. Las aventuras del pequeño Kevin eran fascinantes por sus aproximaciones a temas universales (el amor, la amistad, la hermandad, la paternidad). Yo, que pertenecía a una clase media parecida a la de la familia Arnold, sentía que él estaba experimentando las inseguridades juveniles por las cuales yo había pasado de adolescente. Sin embargo, los traumas de Kevin estaban amortiguados por una familia, siempre cercana a lo que le sucedía a sus hijos, una relación parecida a la de mis padres conmigo y con mis hermanos.

MadMen también retrata una era. Sin embargo,  en el universo –disfuncional– de Don Draper, la familia es sacrificada. El personaje principal, con una enorme carga emocional sobre su cuello (por un pasado de violencia que lo marca en sus relaciones con jefes, empleados, amantes y clientes), es quien despliega ante nosotros la crueldad y el glamour del mercado de la publicidad: Madison Avenue, en Manhattan, epicentro del negocio publicitario, le pone el nombre a la serie.

Junto a Draper, a sus jefes y a los empleados de la agencia, entramos al Nueva York de mitad del siglo XX y al gran negocio que mueve la rueda del capitalismo y el progreso.

El dinero y todo lo que se puede consegir en esa sociedad con él, es lo que vemos desde los ojos Draper, quien ha trepado  hasta donde está pisando a más de uno, sosteniéndose sobre su personalidad arrolladora, inspirado por el único deseo de tener más.

Draper tiene la esposa y la familia que desea, en los suburbios de Westchester. Tiene una casa con todas las comodidades que se le permiten a quien pertenece al segmento más alto de una sociedad capitalista. Lo ha conseguido mintiendo sobre su origen, al igual que muchos de los empleados y jefes con quienes convive a diario. En el mundo de Draper todo se puede sacrificar. Hay sólo un amo al que hay que obedecer y ése se llama «productividad». Su esposa y sus hijos serán los primeros en sufrir por la ambición de Draper.

Como en Los años maravillos, los eventos que transformaron la sociedad norteamericana, también se cruzan en MadMen con cierta violencia: la cotidianeidad del divorcio, la llegada de las drogas, la guerra, el violencia política, las batallas por los derechos de las minorías, la libertad sexual y el aborto, etc. Sin embargo, en este universo donde Draper vive, es difícil sentir empatía. Es muy fácil percibir lo endeble que resulta este universo de pantallas, carteles y eslogans que la aristocracia de la publicidad contribuye a crear.

MadMen, si tuviéramos que resumirlo en una sola frase, sería: un drama de diálogos y situaciones brillantes, un mundo con personajes muy interesantes, llenos de dudas, que sólo reciben respuestas bastante vagas.

El vicio y la conquista del mundo

Las portadas de Vice nunca se han caracterizado por su buen gusto. Tienden a ser chocantes y ofensivas.
Las portadas de Vice nunca se han caracterizado por su buen gusto. Tienden a ser chocantes y ofensivas.

Williamsburg siempre me ha parecido un lugar frío. Al menos, mucho más helado que el Downtown de Brooklyn o el Woodlawn del Bronx. Sospecho que así es porque mis recuerdos son de invierno, de mañanas o tardes en que me sentaba en sus hospitalarios cafés  a renegar del tiempo, o de noches en las que caminaba abrigándome, sobre la nieve, hacia algún club oscuro entre las paredes adornadas de grafitti.

Allí en Williamsburg, encontré Vice por primera vez. Era una revista con carátula de colores chillones, mucha publicidad y unos cuantos artículos casi ininteligibles. Un experimento editorial, gratuito, que yo recogía y consumía con mayor velocidad que el Village Voice.

Esta semana, en un largo artículo en The New Yorker, descubro que aquella publicación ya no es una revistilla sino un conglomerado multimedia con 35 oficinas en el mundo, convenios de distribución y producción con gigantes como YouTube, HBO y Viacom, con reportajes espectaculares, no siempre de muy buen gusto, que van desde la santería y la criminalidad en Caracas o la imposible forma de vida en Corea del Norte , hasta la venta de armas en Florida o las fotos de crímenes violentos publicados por un diario amarillista de la Ciudad de México.

«Una buena noticia es la que puedes contarle a tu mejor amigo, sentado en el bar, mientras se toman un trago», dice Shan Smith, gerente general de Vice y protagonista de muchos de los reportajes. Smith es un ambicioso hijo de puta, en el buen sentido de la palabra.

El artículo nos cuenta sus inicios en Canadá. Vice empezó en 1994 como una publicación gratuita, aprobada como parte de un programa del gobierno para jóvenes desempleados, destinado a ser una revista que informara sobre la vida cultural de Montreal. Smith y sus socios, pronto convirtieron a Vice en la herramienta para cubrir los tres temas que más amaban: las drogas, el rap y el punk. Al parecer Smith tiene un talento muy especial para olfatear notas de interés y para cerrar negocios de publicidad. Por los años en que mudaron la operación a Williamsburg, ya Smith solía llamar de madrugada desde los teléfonos públicos a gritarle a sus amigos «¡Vamos a ser ricos!». En 2013, Vice tiene más de un millón de suscriptores a sus páginas web y canales de YouTube y la ambición de convertirse en una cadena de noticias de 24 horas para jóvenes, al mejor estilo de CNN.

En febrero de 2013, Vice hizo noticia. Smith y su equipo fueron recibidos por el líder supremo de Corea del Norte: Kim Jong Un. Al saber que Jong Un era un fanático de los Chicago Bulls y de la NBA (desde sus años de estudios en un internado suizo), Vice organizó un partido de exhibición de los Globetrotters en la capital norcoreana, con un fantástico invitado: Dennis Rodman, ex estrella de los Bulls. Rodman se convirtió en el primer ciudadano de los Estados Unidos en estrecharle la mano a Jong Un y se sentó a su lado durante el juego. Aquella visita fue parte de los preparativos para el lanzamiento de la próxima serie Vice por HBO, según Smith, una de las tantas jugadas maestras en su objetivo de transformar la televisión y convertirse en líder informativo para el segmento joven.

Hace unas horas terminé de ver un documental de Vice sobre SOFEX,  una gran feria de armamento en Jordania, información que no solemos ver en los canales de los Estados Unidos.  El reportaje es muy bueno. Pienso contárselo a mis amigos la próxima vez que nos tomemos unas cervezas.

Cambiar de lugares

La primera novela de la "Campus Trilogy" del escritor británico David Lodge.
La primera novela de la «Campus Trilogy» del escritor británico David Lodge.

En un lugar de Pound Ridge,

Fetuccines y gnoccis, una mesa semioscura

Cuatro profes reían, sobre

Una novela.

En ella cruzan dos aviones: uno rumbo a EEUU

Otro, camino a Inglaterra.

No se habla de letras, sino de las contradicciones

De quienes viven por ellas y para ellas.

Dos ciudades, dos rumbos:

El intelectual consagrado

El que dicta dando tumbos.

El que planea los ascensos con cuidado

El que enseña sin rumbo

¡Oh se divierten!¡Oh se ríen!

Changing Places de David Lodge

Es el pretexto,

Atrás de la ventana, la nieve cubre nuestro mundo

I want to tell you, once…procede a la anécdota

A esa religión llamada vida literaria

A esas corridas noveladas entre el Cielo, la Tierra y el Infierno

¿Acaso no es la vida, gran inspiradora de la comedia?

Vivir entre notas, entre frases y palabras subrayadas

Transcurre el tiempo como en un drama

Con personajes que se suman en el camino

Y uno –tal vez dos– personajes principales

At that time...dice la oradora, la intelectual que se ha limpiado

La salsa de tomate, delicadamente, con el borde de una servilleta

The game of humiliation, Oh my God!….

El siguiente orador completa una historia

La del pudor del estudiante y el Doctor (PhD)

Es acerca de Shakespeare.

Llega la medianoche, prenden la luz, aparece la cuenta

Salimos al frío, imaginamos una crónica, tal vez un cuento

¡No!

Fue una noche especial, nos perdimos en el bosque,

El recuerdo es más intenso que el momento, había estrellas:

Es un poema.

Sábado 9 de marzo

Los momentos con buenos amigos siempre son gratos. Lo inusual es recorrer tres estados en un día para verlos.

Rescataré el placer de cruzar una y otra vez los puentes que conectan ambos lados del Hudson. Desde Peekskill en Nueva York hasta Dumont y Hasbrouck Heights en New Jersey y Pound Ridge en Connecticut. Vino aireado en la mañana, cerveza en botella por la tarde con carne recién sacada de la parrilla y champagne en copas de cristal, con panes con queso blando, antes de la medianoche.

Nos desviamos entre autopistas y avanzamos por senderos agotados por las señales que previenen que cruzan los animales. Pasamos entre desaliñadas calles suburbanas y por caminos embellecidos con bosques. Charlamos sobre la indigestión de los bebés,  arneses, cables y el miedo al vacío en museos científicos, cacería de venados –infructuosas– con flechas  en la penumbra, proyectos para importar faisanes por Fedex, estrategias para invadir un pueblo con gallinas que comen garrapatas; y poner a pastar alpacas en el jardín de nuestras casas.

Recibimos el autógrafo de una primera novela, ayudamos a voltear la carne en una parrillada de un sábado cálido y soleado. Nos llenamos la cabeza con imágenes en lagunas de Wisconsin, castillos en Dobbs Ferry y caminatas a solas por Venecia.

Discutimos sobre David Lodge, King Lear, los impuestos, los niños y la recuperación del mercado inmobiliario. Conocimos a tres perros: Fergus, Reagan y Duke. Vimos a dos gatos, ambos inexpresivos y distantes, merodeando por sus territorios sin consultarle a nadie.

La conversación con los amigos expande los límites de un fin de semana, promueve planes e invita a nuevos viajes.

Shop Rite, Croton Harmon

Estragos del huracán en estación de trenes de Croton Harmon
Estragos del huracán en estación de trenes de Croton Harmon

Una anciana se demora la vida en la caja registradora. Tiene dos tarjetas y ninguna tiene fondos («¿Qué hago?» se pregunta Taísha, 16 años, cajera del Shop Rite de Croton-Harmon. Hay un peruano detrás de ella que me mira, que parece no estar desesperado, que pareciera tener tiempo que perder.) «This is not fair» grita la anciana, encorvada, que no puede entender en sus gafas gigantes y su pelo teñido de color rabo de perro, que sus tarjetas se hayan quedado sin fondos y que el líquido para los ojos–con cupón a $1.90–se haya agotado.

Una anciana con más canas pero mucho menos paciencia, pregunta si la atenderán rápido. Mira una y otra vez a la anciana de las tarjetas sin fondo, abre los ojos con exageración.

¿Y el peruano? Este peruano observa. Es bajo, retacón, con una casaca azul medio vieja de su suegro, que lleva el cartel de una empresa de reparación de calefacción y aire acondicionado en todo el pecho. Ha procedido a dejar a su esposa en el tren, ha enrumbado a la sección de alimentos orgánicos con la lista ordenada que le han dejado: pepinillos, toronjas, peras, manzanas, pimientos rojos. Aparte de una vaga idea de ordenar la casa, lijar las patas de una mesa, leer un par de libros y prepararse un filete de pescado; este peruano no tiene nada mejor que hacer que observar. Es una observación comparativa, porque hay en esta displicencia que sucede dentro del supermercado, la prueba fatal de lo que separa a su país de los Estados Unidos: la libertad de tener paciencia.

¿Es que acaso no tenemos paciencia los peruanos? Ya se imagina las quejas y reclamos de sus familiares. Todos pacientes y supersofisticados. Esta pequeña tienda de pueblo no puede explicar nada, no puede ser ejemplo de otra cosa que de un día lento en Croton-Harmon, un jueves tardo y apagado, una mañana con resaca.

Filete de lenguado atrapado en alta mar. Un poco de aceite de oliva. Ya está salivando. Mientras tanto la anciana sin paciencia ha preguntado si la pueden atender en la caja de al costado. Claro que sí, como no. El peruano la ayuda a regresar sus cosas desde la banda móvil hasta el carrito, lo empuja con gentileza hasta la caja de al lado. Él puede esperar.

Taísha está un poco sofocada. La gerente de la tienda aparece y entonces viene la jugada maestra: la anciana saca un billete de la cartera, un billete de 20 dólares y reclama que ya le ha explicado varias veces a la muchacha que quiere pagar en efectivo. («¿Sonrío?» piensa Taísha)  La señora de las dos tarjetas hasta ha sugerido que la sofocante cajera de pestañas largas y moño coqueto en la nuca no habla bien el inglés. Le ha pedido perdón al peruano por hacerlo esperar. («Si escuchara mi madre, la pone en vereda» piensa Taísha) «Le voy a cobrar 16.20 ¿ok? Acá está su vuelto: $3.80 ¿ok?» Dice la mujer gerenta, con las cejas levantadas y las gafas colgándole sobre la gruesa nariz colorada.

Así es la mañana. Nada de aquello prometía la niebla camino al tren, apenas un susto con los patrulleros en el centro de la pista, esperando una pequeña distracción y una levantada de velocidad.

Miramos el río. Hemos descubierto una isla casi tocando el puerto: una isla que permanecía invisible los tres últimos años de idas y vueltas hacia el tren. Por allá se escucha a un halcón que levanta vuelo entre la neblina (Más neblina que en Lima, ¡Válgame Dios!) El peruano ha querido imitar sus aires navideños escuchando unas canciones en inglés recién bajadas al iPod, pero ellas no se sostienen, le dan dolor de cabeza. Solo piensa en su filete de lenguado, en el final de la mañana, en la tarde que ya viene.

Un Dios con sentido del humor

Esta novela de David Lodge se llamó originalmente «How Far Can You Go?» en Gran Bretaña.

Cuando vino por primera vez a Nueva York, en invierno, a mi padre le extrañó mucho el sol. El sol que no calienta. «Explícame ¿cómo es posible que haga ese solazo y tremendo frío?»

Nuestros inviernos cuentan con muchos días oscuros y depresivos; y de pronto, una mañana se aparece un sol que no calienta nada pero colorea el ánimo.

Hoy fue un día de aquellos. Un sábado reposado de lectura. Le comenté a Tommy McGirr sobre lo que decía mi padre y me dijo:

«En invierno el sol está más cerca ¿sabías o no?»

Claro que no. En la Recoleta teníamos un profesor de ciencias naturales que era una bestia. Además, nunca le presté suficiente atención a la ciencia. «En verano está más lejos pero el sol cae directo y eso crea el calor. En invierno la posición del sol hace que los rayos caigan con un ángulo, por eso no calienta». Terminó su clase y se fue despacito por la calle, apretando su carrito solar. Qué bella tarde.

Hoy tuve una conversación con República Checa. Horas y horas de interminables comentarios estúpidos. Supongo que la intención era entretenernos los unos a los otros. De eso se trata la vida ¿no? Entretenernos mientras nos queda tiempo.

«Seize tomorrow» leo en un anuncio sobre un nuevo libro: El arte de perder el tiempo (The Art of Procrastination). Al parecer un filósofo se dio cuenta de que era un gran vago pero, por alguna extraña razón, tenía fama de ser muy productivo. Tres años después de la idea: BUM. Ahí está el libro. «¿Qué espera para correr a comprarlo?»

Y sigo leyendo: Souls and Bodies de David Lodge. Otro autor recomendado desde Dresde.

Fíjense en esta reflexión que hace–citado dentro del libro– un personaje de Graham Green, el gran literato del dolor católico en el siglo XX: «When I was a boy I had faith in the Christian God. Life under his shadow was a very serious affair…Now that I approached the end of life it was only my sense of humour that enable me sometimes to believe in Him».

Tengo fe ¿Pero en qué? Tendrán que entender que el sol optimista de Nueva York ya se ha ido a estas horas (8 de la noche) así que la reflexión seguirá allí girando, dando vueltas y esperando. ¿Esperando qué? ¿Sólo Dios dirá?

«Edith ha mejorado todas mis novelas»

Breve video de la conversación entre Mario Vargas Llosa y Edith Grossman, sobre la edición en inglés de «El sueño del celta»

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