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The New York Street

Un blog lleno de historias

mes

octubre 2008

El plomero que surgió de Ohio

Parece que las elecciones de Estados Unidos las decidirá un plomero de Ohio. Un plomero republicano que ha declarado después del debate que Barack Obama «no lo ha convencido». Horas antes, a través del teléfono, en la cadena Fox News y luego en el programa del conservador Rush Limbaugh, Joe Wurzelbacher, el plomero, un pequeño empresario que aspira a comprar la compañía de plomería para la cual trabaja, decía que la propuesta de Obama de «repartir la riqueza» le asustaba porque le parecía socialismo.

John McCain ha utilizado el mismo argumento del plomero de Ohio para desprestigiar en el debate al candidato demócrata. Ha dicho que Obama va a ponerle a Joe una multa por ganar más dinero que el promedio de sus conciudadandos y que esa multa va a frenar sus planes de crecimiento. Obama ha tenido que ajustarse a las reglas de McCain y dirigirse a la cámara, mirando fijamente a Joe el plomero de Ohio, para repetirle que su propuesta de seguro de salud universal no le va a costar un centavo y que, más aún, por ser dueño de una pequeña empresa, el estado le va a otorgar un crédito para que pueda atender los pagos del seguro de salud de sus empleados.

A pesar de todo, el plomero de Ohio ya ha dicho después del debate que la propuesta de Obama no lo convence. Los republicanos lo han invitado para que se sume a sus mítines de cierre de campaña.

Joe es un empresario de una pequeña ciudad de Estados Unidos que representa a esa gran mayoría de independientes que cree en la mínima intervención del estado, en la fuerza de la libre empresa y en las virtudes del capitalismo. Joe el plomero representa a los mini empresarios asustados de que el poco dinero que producen se vaya en pagar impuestos, para luego ser repartidos en programas sociales para los muchos estadounidenses que no son capaces, como él, de alcanzar un ingreso anual de más de 250,000 dólares. Joe el plomero es el típico estadounidense al cual no le interesa que el estado intente favorecer a un 83% de sus conciudadadanos que no ganan más de $250,000. Joe el plomero representa la sabiduría del corazón de América.

Para Joe, la peor amenaza de Estados Unidos es el socialismo. El senador de Arizona, veterano de Vietnam, dueño de siete casas, atrae más al ambicioso pequeño empresario de Ohio, que la retórica izquierdista de Obama. «Redistribuir la riqueza» no forma parte de ningún «sueño americano», Joe explica en el programa de Limbaugh.

Es una lástima que la didáctica explicación de Obama de su propuesta de seguro de salud universal no haya transformado a Joe en uno de sus votantes. Porque Joe, como decía Limbaugh en su programa de esta tarde, es «un ciudadano de la clase trabajadora que los demócratas creen que automáticamente va a votar por ellos».

Es también muy probable que Joe tenga razón. Sí señor. Nadie quiere que Estados Unidos sea un país socialista. Es preferible que el plan del senador McCain siga recortando impuestos a las ganancias de Joe, para que éste pueda comprar la compañía para la cual trabaja y producir más riqueza, que lógicamente «chorreará» hacia los sectores de la población menos privilegiados (incluídos el 32% de estadounidenses que paga cero impuestos porque no gana lo suficiente para pagarlos).

Por eso es que McCain también apoya fervientemente el nuevo plan de rescate económico. El plan que consiste en comprar por la fuerza las acciones de los bancos más grandes de Estados Unidos para obligarlos a repartir dinero a una economía asustada y al borde de la recesión. Un plan diseñado específicamente para no confundir a Joe con propuestas socialistas y para que este siga viviendo por cuatro años más la maravillosa magia del capitalismo.

Actualización: Los medios han descubierto que Joe en realidad se llama Samuel. Se sabe que nunca ha tenido licencia de plomero y está en problemas por no haber pagado sus impuestos. Samuel ha declarado que se levanta a las cuatro de la mañana para ir al gimnasio.

Paul Krugman y la dulzura de la revancha


Una tarde de otoño de 2003, en la sala de conferencias del cuarto piso de la librería Barnes and Noble de Union Square, Paul Krugman me firmó el libro que su casa editorial acababa de publicar. The Great Unraveling se llamaba esta recopilación de sus columnas escritas para el New York Times, que yo había leído semana a semana desde el 2001, mientras el presidente George W. Bush se declaraba enemigo del buen gobierno.

Paul Krugman era famoso antes de alinearse como feroz crítico de Bush. Sus acertadas predicciones sobre la crisis en Asia y sus teorias sobre el libre comercio lo convirtieron antes de cumplir los 40 años en una de las promesas de las ciencias económicas.

Fue una pena que sus análisis de la economía lo cruzaran en el camino de un presidente que en aquél entonces estaba protegido por la bandera y por Dios en su venganza contra los talibanes, Saddam, la ONU, la vieja Europa, los liberales, los ecologistas y los pacifistas. Fue lamentable que sus columnas lo conviertieran -–a los ojos de los periodistas de los medios conservadores– en un apestado liberal, extremista y enemigo de los Estados Unidos.

Resulta una grata sorpresa leer hoy en la primera página del Times, que cinco años después de aquél autógrafo con plumón negro (muy apurado porque la cola era larga), los jurados del Premio Nobel le otorgaron el premio a Krugman.

Claro que hoy la primera plana del New York Times está saturada con noticias sobre rescates financieros y estatizaciones de bancos y, lo reconozco, me parece bastante repudiable que a pesar de aquello, mi ego se sienta recompensado y feliz. Qué vergüenza. Me imagino que todos los apestados liberales extremistas que tenemos nuestro libro autografiado por Krugman nos sentimos así.

Una ronda más

A Teodosio Moreno, algunas veces, cuando se deja vencer por la necesidad animal de la carne económica de Lima, y desbarata la billetera en polillas de diferentes colores en los prostíbulos y cabaretes de Miraflores, San Isidro y Barranco ( en ese orden), le da por llamar a sus viejos amigos del colegio e invitarlos a perder la noche frente a una botella de wisky.

Se gasta mil quinientos, dos mil dólares en el fin de semana y regresa otra vez a su rutina de académico, a sus reuniones de facultad, a la enojosa tarea de pertenecer (sin quererlo) a esa pequeña mafia de intelectuales latinoamericanos neoyorquinos que decide lo que es y lo que no es literatura en español en los Estados Unidos.

La última vez, sus amigos le preguntaron por qué no se mudaba definitivamente. Saboreando el último sorbo de wisky en su vaso, a Tedosio le salieron estas palabras:

-El Perú es un país tan interesante, que resulta una pena si no lo puedes observar con la perspectiva especial que sólo te da la distancia.

Tanto le gustó su respuesta, que decidió invitarle a sus amigos una ronda más.

Poder

Amo el poder. Desciende desde mi columna y palpita en la punta de los dedos con los que escribo mis órdenes, en la garganta con la que las grito, en mis pies que hacen fuerza contra el suelo mientras hablo. Amo todo el aparato del poder.

Recuerdos Oficiales

Le habla a los paraderos, le conversa a las bermas centrales y tiene largas charlas con los carteles al lado de las avenidas. Los peatones no le prestan demasiada atención, lo ven detenerse por las mañanas en su convertible, bajar la luna y empezar la cháchara de cada mañana.

A veces la policía se acerca, le pide que avance, que no bloquee el tráfico. Sin embargo ya las oficiales de turno lo conocen, le sonrien, tratan de no decirle nada sino es indispensable, saben que si se lo piden, él pedirá disculpas muy cortesmente y seguirá de largo. A algunas les gusta. Tiene la corbatita bien hecha, siempre bien peinado y parece joven. Una edad no muy determinada que lo puede hacer parecer de veintitantos como de treintaytantos.

La guardia Rosa no sabe nada del loco del convertible hasta que le asignan ese cruce un fin de semana y lo ve al muchacho pegarse a la vereda, bajar la luna y empezar una charla de negocios con el paradero. Trata de no distraerse. Ve que las combis se hacen a un lado, lo ignoran y siguen de largo. Diez minutos después, cuando se desocupa, se acerca con la intención de botarlo o de extenderle una multa. El muchacho se distrae un segundo para admirar el uniforme pegadito y curvoso de la guardia Rosa. Se enamora de su nariz pecosa, de su cabello enrulado y su ligero acento norteño. Le mete floro: (de dónde saliste tú muñequita…) y la oficial le zampa una multa en el acto y le pide furiosa que se mueva. Cortesmente el muchacho se retira después de preguntarle su nombre. «Rosa» le dice ella, sin mirarlo, mientras regresa a su caseta sobre el cruce de las dos avenidas.

Esa tarde al llegar a la estación, la espera un enorme ramo de flores con su nombre. Dos compañeras se acercan para decirle que el loquito del convertible había aparecido personalemente y que les dijo que le avisaran «por favor, que la esperaría en la cebichería a la vuelta de la esquina».

Rosa no creía en escenas románticas. Siempre se había esforzado por ser una buena policía. Aún recordaba el mal gusto en la boca-literalmente- de un capitán casado y panzón que con el cuento de haberse enamorado de ella, la acorraló en el baño de mujeres del puesto y luego amenazó con embarrarla si se quejaba o abría la boca. Su primer enamorado la había dejado cuando decidió vestir el uniforme y ella por decisión propia se había distanciado de las polladas y fiestas patronales donde solía ir de enamorada. Una oficial machona se le había acercado muy fresca a interrogarla si era lesbiana.

Pero qué más da pensó Rosa. Fue a la cebichería y conoció al loquito del convertible. Parecía un tipo normal. Escribía. Historias cortas para él, y reportajes en inglés para una revista de deportes de aventura australiana. Hablaba con las cosas. Desde siempre, se lo había recetado un sicólogo para curarse la depresión.

Rosa se enamoró de él. A los siete meses de estar saliendo salió embarazada y ante su sorpresa el loquito del convertible le dijo que se casara con él. Le hablaba todos los días a la barriga de Rosa y manejaba su convertible por la ciudad conversando con los troncos y los matorrales. Una tarde le pidió que dejase la policía y se fuese a vivir con él a su casa en los cerros, tras una cerca enorme, al lado de un piscina y vista privilegiada de la ciudad.

Los tres fueron muy felices.

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