Julio Ramón Ribeyro en Miraflores. Foto de Jorge Deustua.
¿Qué cosa es vivir? Hoy releía Solo para fumadores y encontraba esta frase genial de Ribeyro (que se la tiene que haber leído a algún francés): «ese simulacro de la felicidad que es la rutina»
Conversaba a la hora de almuerzo sobre las enseñanzas de Josei Toda, líder budista quien en algún momento fue acusado de blasfemo y apartado de su iglesia por reclamar que «Buda estaba en cada uno de nosotros»; que no era necesario pedirle permiso a ningún monje para encontrar el sendero iluminador del budismo.
Ayer leía en el New York Times la historia de la creadora de la página Brain Pickings, Maria Popova, que había desertado de la vida académica para dedicarse a crear una especie de enciclopedia de «datos inspiradores». «No vivo tan bien, pero sólo hago esto, que me gusta y me alcanza para vivir con comodidad», declaraba al NYT esta búlgara, residente de Brooklyn.
Hoy volvía a ver, con mis estudiantes, el primer video de Fabián C. Barrio antes de salir a dar una vuelta por el mundo en su moto; parafraseando un texto llamado «Instantes» (falsamente atribuído a Borges); y una entrevista donde declaraba que «lo único valioso que tenemos es el tiempo. Depende de nosotros hacer algo con él.»
Ayer miraba conmovido la entrevista a los fallecidos chefs del restaurante limeño Nanka y veía como Lorena Valdivia lloraba al recordar con gratitud la bondad de su padre para invertir en un restaurante al que ella y su pareja le iban a dedicar su vida.
Esta mañana encontré un cuento que me publicaron en Lima hace ya 6 años y recordaba la intensa pasión con que lo reescribía, cuando en aquel momento no podía salir de los Estados Unidos y la nostalgia me quemaba.
Con mi padre, en el teléfono, recordé un instante en Curitiba en que vi pasar la muerte; y él me recordó otro momento allá por los 80s, cuando mi madre se salvó de ser arrollada por un auto frente a la Clínica San Felipe.
Leo a Julio Ramón Ribeyro, escucho a Fabián Barrio, a Lorena Valdivia, leo a Maria Popova, hablo con mi padre y con mis alumnos. Toco el rostro de mi esposa, salto la verja que impide que el conejo suba a nuestro dormitorio, me siento en una silla y les escribo.
Creo que mi destino, amables lectores, consiste en escribirles–al menos esta noche–sobre mi búsqueda de la vida y la felicidad.
De joven nunca tuve problemas escogiendo dónde me gustaría pasar el verano. Mi familia tiene acceso, desde hace más de un siglo, a una playa casi privada. Las familias de los veraneantes vienen del mismo pueblo, y todos ellos están emparentados de uno u otro modo.
La playa se llama Silaca y queda a poco más de 590 kilómetros de Lima.
De Silaca guardo muchas memorias. Casi todas maravillosas. Muchas de ellas están condensadas en este cuentito llamado «Visitando la playa» que he revisado y reescrito varias veces desde el año 2005. Es un cuento escrito en un estilo muy clásico, sin más pretensiones que rendirle un homenaje a un paisaje y a la familia de mi madre, que siempre me recibió con los brazos abiertos, que me alimentó, que me cuidó y que aguantó los errores que cometía este limeñito sin conocimiento de los códigos del pueblo, que llegaba…
El documental Choleando, iluminador reportaje, es una entrada feliz y necesaria para quien esté interesado en la identidad peruana.
«En el Perú hay mucho racismo» concluye una reportera, tras sus entrevistas en la calle. A quienes nos toca el tema, nos ha bastado la observación empírica (reforzada por el testimonio de una reportera de Media Networks para quien sus órdenes siempre eran: «que no salgan marrones») para decir lo mismo.
Sin embargo, uno de los entrevistados reclama: «No hay racismo porque las razas no existen».
En ese momento, Choleando investiga–en la sociología, la lingüística, la psicología–para explicar el «racismo» desde la razón. Porque el «choleo» es tal vez un problema más grande que el de las supuestas razas.
Las razas no existen. Son construcciones mentales, basadas en apariencias, con el objetivo de incluirnos en un grupo y excluirnos de otro. La belleza no tiene que ver con los fenotipos: nos lo dice un cirujano plástico, que nos explica las milenarias fórmulas de la estética griega o renacentista; y nos lo confirma un brichero y una brichera que atestiguan que a los hombres y mujeres blancas que llegan en manadas al Cuzco les aloca el color de piel cholo, el olor cholo, el cabello cholo.
Una italiana sufre porque la piropean «como si fuera un perro» en las calles limeñas; una peruana negra nos dice que está cansada de que la crean jamaiquina o cubana; una congresista puneña nos explica que nadie le hace caso en la cola de los hospitales, que la ningunean mientras dejan pasar a otras mujeres que lucen occidentales.
Si bien reconocernos parte de un grupo y ponerle a otro grupo características negativas basadas en sus rasgos físicos, es una tendencia humana; las leyes tienen que evitar que se discrimine y se ofenda con impunidad.
Choleando conversa con un ejecutivo del INDECOPI (del área de protección al consumidor) Enseña los videos difundidos por el programa Panorama, a la entrada de la discoteca Café del Mar, de propiedad del jugador del Bayern Munich Claudio Pizarro; donde los porteros niegan el ingreso a una pareja de resgos mestizos; mientras dejan ingresar a otra de rasgos caucásicos. Café del Mar fue clausurada por seis meses y multada–por ser reincidente–por 241,500 soles (US$93,000).
El racismo es una forma de discriminación asentada en sociedades estamentales. El racismo es ignorancia; y es también un esfuerzo desesperado por impedir la movilidad social.
Choleando concluye que el racismo está en retirada en el Perú. Poco a poco, el éxito de individuos de raza mestiza hace que las voces «racistas» se apaguen. Hoy, por fin, quienes sufren la discriminación sienten que la justicia está de su lado.
Se podría acelerar el proceso de eliminación de esta torpe herramienta de control social: denunciándolo. También invirtiendo en infraestructura educativa y luchando contra conductas racistas que llevamos incorporadas en nuestra personalidad.
Los desastrosos videos de Alan García, usando en sus discursos la variada gama de sus estereotipos sobre los seres humanos de los Andes, de Europa y del África; es una muestra perfecta del racismo manifestado sin ningún autocontrol.
Me he metido a Los ríos profundos desde Nueva York, en la bella edición de aniversario de Estruendomudo. Había estado buscando una edición mejor que la que tenía en mi biblioteca, sin embargo las ofertadas en Amazon eran carísimas.
Mi primera sensación es de culpa: he debido leerlo antes.
Leí El Sexto, en el colegio; y El Zorro de arriba, el zorro de abajo en la universidad. De la novela sobre la cárcel limeña sólo recuerdo cierto asco causado por la preocupación descriptiva de las bajezas y humillaciones de los presos. Si bien a los televidentes peruanos, el motín con «Mosca Loca» quemando vivo a otro prisionero, ya nos había preparado para el zoológico dantesco que retrataba Arguedas en El Sexto.
Los zorros me impactó más. Me estremecieron las cartas redactadas antes del suicidio y me agradó la prosa limpia; y las ideas bien elaboradas dentro de la ficción, sobre la violencia del proceso migratorio, y la vida precaria y mafiosa de Chimbote.
Que Arguedas se matara fue un error que los peruanos pagamos caro: él era el elegido. Tanto para escribir sobre los traumas del traslado del mundo de los Andes a la Costa; como de la llegada del occidente a los Andes. Muy difícil alcanzar su intensidad. Claro que los demonios que lo mataron pueden haber sido los mismos que lo obligaron a escribir con esa fuerza.
No esperaba encontrarme con tanto de Joyce en un libro limpio, poético, fácil de leer, repleto de intensas descripciones; que tal vez mi primera lectura apenas si ha «olido». Porque éste es uno de los libros que reclaman–igual que El retrato del artista adolescente–una segunda lectura.
Un crítico de Joyce decía que al leer El retrato pensó que alguien le había contado a Joyce los pormenores de su propia adolescencia. Mi experiencia en el colegio, si bien es geográficamente más cercana a la de Ernesto, es mucho más parecida a la de Stephen Dedalus. A mí–animal de ciudad, limeño– me es difícil identificarme con un joven en cuya mente cohabitan, con tal intensidad, el catolicismo y el animismo andino.
En el momento en que Ernesto se da cuenta del abismo que lo separa del Markask’a ( a quien él había considerado durante gran parte de la novela como un amigo muy cercano); supe que sólo Ántero podría haber sido Stephen Dedalus. Ántero (Markask’a) se pudo haber convertido en el joven escritor que vivía en la torre de Martello o marchaba dubitativo sobre la arena de la bahía de Dublin.
Ernesto no. Al enterrar en el patio de la escuela su zumbayllu, tras notar que la mente de su amigo Markask’a también había sido penetrada por la cochinada del mundo; que él también veía las relaciones con las mujeres con la misma perturbadora «suciedad» que el limeño Gerardo; Ernesto escoge otro camino: el que lo regresa hacia el mundo andino (tal vez de vuelta al padre); y lo separa para siempre de la «occidentalizada» ciudad de Abancay.
Arguedas usa a Joyce, y se aleja de Joyce. «He leído y entendido a Shakespeare–dice el escritor en sus cartas póstumas–; y hasta al Ulises de Joyce.» Lo ha entendido y lo ha convertido en otro personaje, para que se mezcle con los demás estudiantes en ese colegio católico de los Andes; mientras nos pinta con intensos colores sus ríos, sus chicheras rebeldes, sus pongos, sus huayruros borrachos, sus arpistas trovadores y viajeros.
Gran parte de la magia del libro es la mirada de Ernesto sobre los hechos de Abancay. Su interpretación del universo, su concepción original del mundo.
Tal vez es la única mirada de un escritor con proyección universal que ha llegado al corazón de ese universo. Aquel mundo que todavía permanece allí en los Andes, paralelo al de nuestras ciudades y nuestros Dedalus.