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The New York Street

Un blog lleno de historias

fecha

26 septiembre, 2008

Misterios

El vaso de agua se ha desvanecido. Treinta muchachos y muchachos y nadie sabe a donde fueron a parar las llaves de la única cama.
Rodrigo le dice a Jimena que la desea y ella no sabe que hacer porque la habitación está cerrada. Hay trece casos similiares alrededor suyo. Alguien se ha encerrado en el baño y entre el ruido ligero de la música se siente que algo sucede.

El vaso de agua descansa vacío sobre el aparador. Alguien respira satisfecho entre las cubrecamas amarillas, sin intención de abrir, con ganas de quedarse allí hasta la mañana. Otra pareja entra apurada al baño, los demás empiezan a formar su cola.

Alegría

Necesita conversar, decir algo. Por eso marca con desesperación el teléfono y abruma a sus amigos, que ya ni se molestan en contestarle. Antes le abrían las puertas de su casa, la invitaban a cenar. Algunos de ellos la acompañaban a la biblioteca y al cine. Iban de compras, salían a pasear y compartían risas al mediodía y a la medianoche.
Pero de repente ya no quieren contestarle. ¿Se han cansado de verla? se pregunta Miranda. O se han cansado de escucharla, que no es lo mismo. Ella prefiere pensar que simplemente es algo pasajero, que no tiene por qué llorar

Carne

A Teresa le gusta hacer el amor en la habitación de las visitas. Hay algo que hace vibrar su piel en ese cuarto semi oscuro donde nadie duerme desde hace tantos años. ¿Qué es lo que mueve a Teresa a regresar una y otra vez a la penumbra de la habitación encerrada con sus amantes? Allí ha estado la cama desde siempre, abandonada. Las pocas veces que se mueven sus resortes son cuando Teresa aparece con la novedad de una pareja y se los lleva por el callejoncito del patio, entre las buganvillas. ¿Tal vez le excite el sonido de la cerradura oxidada? ¿Tal vez le despierte algún instinto dormido el aroma de las sábanas guardadas, el fuerte aroma de humedad? No lo sabemos. Todo parece perfectamente claro en la vida de Teresa, que ha ascendido con prisa en la compañía francesa de empaquetados y comestibles. Aún no tiene treinta años y ya sus amigas le pronostican un futuro brillante. La ven de presidenta de la sucursal de la empresa. Teresa es de modales antiguos, de lenguaje directo y muy bien educada. Es educada incluso cuando guia a sus parejas temporales debajo de las matas entre el patio, hacia el cuartito oscuro y cuando los fuerza a desnudarla de determinada manera, mostrándoles la guapa grupa, arrodillada sobre el colchón de la cama de visitas. Teresa exige que le hagan el amor terriblemente incómodos –los amantes–en ese cuarto donde se le debe haber perdido algo. Fuera de eso, todo es muy normal en la vida de Teresa. Incluso sus orgasmos en aquella cama no se diferencian de los que planifica en los mejores hoteles de la capital, después de las estresantes reuniones de directorio o en las visitas de los presidentes de las sucursales extranjeras. Uno de ellos la ha descubierto mirándolo entre las mociones de uno y otro ejecutivo y la ha seguido hacia los sevicios. Se ha besado con ella como un animal, ha apretado los puntas endurecidas de sus pechos y se ha regodeado en la entrepierna húmeda mientras levantaba a Teresa contra la pared del lavabo. Pero ella no lo ha dejado ir más allá, se ha contenido y le ha pedido entre suspiros muy agitados que se detenga, se ha despegado de su abrazo de saliva y de sus dedos inquietos y engreidos entre los labios, porque necesita llevarlo primero a que conozca un cuarto determinado, el cuarto de visitas de la casa de sus padres.

Asesinato de Sócrates

Con un giro violento le reventó la cabeza con el palo de golf. ¿Por qué? Es lo que todavía se preguntan sus amigos, acostumbrados a sus amables respuestas y a sus aburridas conversaciones literarias. El detective, hombre de cafecito y lengua pausada, el que lo llevó a juicio y le consiguió la pena de muerte fue quien les dijo «a veces pasa», como si se tratase de casualidades con las que debe lidiar todos los días. ¿Y quién sabe? Tal vez. Nadie estaba en la cabeza de Sócrates Gimenez para decirnos lo que le acosó, molestó, lo que lo hizo temblar de furia y decidir estampar el tiro fijo al cráneo con la punta helada de titanio en la sien de su ¿enemigo? Ni siquiera eso, el finadito y Sócrates eran excelentes compañeros.

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