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The New York Street

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Color playero

Mi piel es más oscura que la de mis hijos. Sin embargo, este verano uno de ellos se está acercando al mismo tono que el mío. Supongo que mi color tiene que ver esa juventud que pasé tostándome sin crema protectora. Miro a mi hijo que corre sobre la arena, se sumerge en el mar, sale de él, se echa sobre una toalla a mirar a los salvavidas jugando al vóleibol.

Si le pregunto «¿Necesitas una camiseta?», siempre dice que no.

Siento algo de angustia que tal vez tendrá que ver con las campañas de cremas y las decenas de artículos sobre el cáncer de piel. Intento ser un padre que vela por su hijo. Ese que corre y se mete al mar. Ese al que no le importa cómo su piel consigue el color de la melaza.

Qué tiempos los de Lima: esos veranos de los 80s y los 90s en el sur del mundo donde te quemabas y te pelabas con regularidad. La piel que se caía se parecía al concolón que yo escarbaba de la olla de arroz.

Claro que ahí estaba el tono de piel que querías: el playero, el que te asemejaba –o al menos eso creías– a los cuerpos de los comerciales de Pilsen, de Cristal.

¿Habrá algo que conecta lo que piensa tu hijo cuando corre por la arena de una playa en Nueva York con lo que pensaba ese tipo (yo) que se tumbaba sobre una toalla en las playas de Lima ? ¿Habrá un pulso genético que lo empuja a él –como me empujaba a mí– a absorber con persistencia e intensidad la vitamina D?

Un compañero de la Facultad llamaba «el gringo» al sol. Mi hijo, que tiene un lado gringo y solía tener la piel algo más clara que la mía, este verano parece haberse tomado en serio lo de su color playero.

[Humillantes]Escenas de barrio

 

Tómbolas del alma en que, a dedo, dos capitanes te designaban como el malazo. Primero escogían a los que tiraban bola. Después a los más o menos. Al final: el relleno. El grito de victoria cuando te vinieron a buscar, un sábado. Necesitaban uno más, te traían el short y la camiseta rojas. Corrieron hacia la canchita del colegio Lisson. Fue un mal partido, haces lo que puedes. Tu corazón palpita, aceptas: No sirves para el fútbol.

*

Los viejos de Yi eran dueños de la bodega donde comprabas figuritas para el álbum de moda: Érase una vez el hombre, Sankuokai, El porqué de las cosas. Yi, y los que se juntaban contigo en la esquina de Los Mineros con Los Mecánicos, eran tres o cuatro años más grandes. Tú los escuchabas. Se te ocurre decirle a Yi que no diga «mierda», que no diga «putamadre». Tus viejos te han enseñado a no decir malas palabras. La cara con la que te mira. Eres una lorna.

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Al maricón de César no le gustaba perder. Sacaba pa fuera el poto fofo que ya tenía a los ocho años. Su mamá, en asquerosa complicidad, lo llamaba.  «Cesiiiiiitar, a comeeeer», gritaba la vieja desde la casa y el pavo triste se iba corriendo. Y nosotros teníamos que quedarnos con uno menos en el equipo.  A veces era su pelota y se la llevaba. No le gustaba perder al huevón.  Por eso una vez en su casa, me robó mis canicas. Se llevó mis dos cholones y varias ojo de leche. No dije nada. Supuse que a los tramposos les llega la venganza en algún momento. Tal vez hoy.

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«Agárrate uno, si este huevón tiene varios», dice Bolvo. Y tú le crees porque el papá de Edmundo es político y seguro que le sobra la plata. Y después llega Edmundo y dice «¿Quién se ha choreado un casete? Habían seis» y tú tienes que comerte la vergüenza y sacar el casete de la maleta donde lo habías metido. Y Bolvo se caga de la risa.

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Dicen que su papá es gerente de los caramelos Ambrosoli, pero al Loco Güili lo único que le vacila es la droga y la hermana del Tío Chivo. Hace tiempo que no lo ves, pero esa tarde en que estás en la redondela del parque con tu amigo de la universidad, el Loco Güili aparece. Quiere invitarte un preparado en un botellón de Coca Cola, casi vacío. Se ve feo y caliente. Cuando ustedes dicen que pasan, Güili les grita que «si se creen más que él». Se calma y les pide 20 soles para ir a comprar unos quetes a Santa Felicia. No tienes plata pero tu amigo le da un billete de 20. Güili jura por su madrecita que va a regresar, compra al toque y ya viene. Ya viene.

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Javier te cuenta que se corre la paja con el sostén de su mamá. Y te mira preguntándote si tú también. Lo más normal. No sé qué cara habrás puesto. Tú te corrías la paja con las calatas en blanco y negro de Caretas que colocabas en fila sobre la alfombra de tu casa. Y con la última página de la revista Zeta que Rucho escondía bajo el colchón del catre en Jaquí. Además,  la vieja de Javier es muy fea y muy gorda, piensas «¿Cómo va a ser?»

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La pobre Blanca se fue sin decir chau. Quién le manda contarle a la novia de tu hermano que eran enamorados. Que si podían ir al cine los cuatro. Tenías muy presente la historia del primo tuyo al que la empleada acusó de haber embarazado. Blanca te quería quitar el jebe cada vez que te lo ponías. Unos años después volteaste tu cama y encontraste un corazón de lapicero del tamaño del colchón, con tus iniciales y la de ella. Extraño es el amor.

 

 

 

 

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