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Diario de la Feria del Libro 2025

Daniella Glitin, Mariana Graciano y Gabriela Borrelli conversan sobre traducción colaborativa.

Las mañanas después de la Feria del Libro son extrañas. Nos contaba Giuseppe Caputo –que alguna vez estuvo a cargo de la FILBO en Bogotá– que después de muchos días de organización y de eventos, el cansancio del día siguiente a la clausura se mezclaba con los restos de la adrenalina. Eso debe de ser, pienso, esta mañana en que vuelvo a mi rutina de los lunes, yendo hacia Lehman College, con la radio del auto a todo volumen por la Saw Mill, escuchando a Juan Gabriel en Bellas Artes.

Pongo esa música porque Brenda Navarro, conversando con Yuri Herrera acerca de la influencia de la música en la literatura, nos habló de aquel disco (el único que se llevaría a una isla desierta, dijo, si bien aclaró que Palabra de honor de Luis Miguel era la obra maestra). Y cada vez que a mí me mencionan a Juan Gabriel se me va la nostalgia rumbo a Lima, hacia alguna tarde soleada cuando una muchacha encendió la radio y escuché por primera vez Querida.

La vida esta hecho de esos momentos, pienso.

Y por eso, mientras manejo hacia el Bronx y el divo de México sigue cantando se me olvidaba que habiamos teerminado se me ocurre que tengo que escribir el diario de la Feria (como el 2023). Para dejar un registro, hoy que la FILNYC 2025 es una colección de momentos frescos, como los de la noche del miércoles en John Jay, cuando Christina Rosenvinge nos cantó unos versos del Romancero gitano, los mismos que había cantado –dijo ella– frente a la tumba fresca de su padre. Este es el diario:

Martes 21 de octubre.

Mato el tiempo parado frente al edificio de la New York Public Library, al lado de los leones Paciencia y Fortaleza, pensando en que los días se están poniendo frescos, observando como el sol empieza a perderse entre los rascacielos de la 43. Recuerdo lo que he aprendido sobre esta central del sistema de bibliotecas públicas de la Quinta Avenida, una construcción imponente al lado de Bryant Park: fue un reservorio de agua, ahora es una obra maestra de la ingeniería con sótanos climatizados donde se guardan algunos tesoros de la literatura.  Por ejemplo: la Biblia de Gutenberg o los manuscritos de cuentos de Borges. Confirmo en el teléfono que el evento en el que Cristina Rivera Garza y Mónica Ojeda conversarán abriendo el programa de la Feria ha sido movido una hora más tarde. Me siento en una silla plegable de metal al lado de unos malabaristas que lanzan al aire palitroques y pelotas, las hacen bailar y las reciben con gracia. Viéndolos me pregunto si es que alguna vez se me ocurrió ser malabarista y me respondo que no. Lo más extremo que se me ha ocurrido hacer con mi vida es ser dibujante de historietas.

Presiento que me voy a resfriar si me quedo al aire libre así que ingreso a curiosear. Subo al tercer piso y me entretengo en la exposición por los 100 años de The New Yorker. Hay admiradores de la revista que le toman fotos a las portadas, que leen las explicaciones al lado de los cuadros. Estoy en eso cuando Silvia Lunardi me manda un texto avisándome que va a empezar la conferencia. Entro al auditorio bastante lleno, consigo asientos por el centro.

Adoré leer El invencible verano de Liliana. Lo que me molesta hoy es no haber leído muchos de los libros de Rivera Garza. Mónica Ojeda es una revelación. La vi hace mucho tiempo en Madrid cuando presentaba Mandíbula con Editorial Candaya. Mañana ella me dirá que eran sus primeros meses en Madrid y que le costaba acostumbrarse. El trabajo de la moderadora, María Julia Rossi, es muy bueno. Ella es una escritora prolífica a quien conoceré mejor durante los siguientes días. Terminada la conferencia grabo en un video de fan a Isabel Dominguez luego de que  Rivera Garza le firmara su ejemplar de Terrestre. Al salir de la biblioteca, agradeciendo a la vigilante que nos mira con ojos de odio porque nos hemos pasado de la hora del cierre, con mi Chamanes eléctricos autografiado por Ojeda metido en la maleta, acompaño a la Lunardi a embarcarse en el N hacia Astoria. Vuelvo a paso lento por la 42 hacia Grand Central Terminal para tomar el 4 hacia el Bronx donde está mi auto estacionado. Es una noche hermosa para caminar por Manhattan.

Miércoles 22 de octubre

Sara Cordón y Christina Rosenvinge en la FILNYC 2025

«¡Ulises!» me dice Pedro Mairal al reconocerme en el auditorio de John Jay, y eso me emociona. Me he acercado con timidez, pensando que tal vez, entre los muchos lectores que lo admiramos, le sería difícil reconocer al peruano que se metió a algunos de sus talleres por Zoom durante la pandemia. Me firma mi ejemplar de (esa extraordinaria novela que sigue de cerca a The Catcher in the Rye) Los nuevos: «¡Qué bueno vernos en NY!» escribe en su dedicatoria. Pedro Mairal ha sido importante para mí no sólo por sus libros. Durante los días del confinamiento del Covid, cuando los eventos literarios estaban congelados, Fernanda Trías recomendó sus ensayos reunidos y editados por Leila Guerriero: Maniobras de evasión. Después también leí algunos libros que Mairal recomendaba desde Tachame el Nobel, un programa de la radio de Buenos Aires que yo escuchaba en el teléfono durante la pandemia, con SoundCloud. En su programa hablaba de libros y canciones de poetas y narradores como Fabián Casas, Selva Almada, Julián López o Tamara Tenembaum; cantantes como Lola Cobach, Gabo Ferro y Liliana Herrera; y extraordinarios cineastas como Andrés DiTella.

Mairal me mostró un mundo cultural argentino pero descentrado de Buenos Aires. Él le daba espacio a lo porteño pero también al litoral, a los Andes, al folklore, a la poesía de Juan L., a la guitarra de Fandermole (¡Qué canción extraordinaria La oración del remanso!) y también a lo que pasaba cruzando el Río de la Plata, en el Uruguay, con Fernando Cabrera,  Natalia Mardero, Alfredo Zitarrosa o Jorge Drexler.

Ortuño, Guerriero y Mairal.

Esa noche de Feria, terminada la mesa en la que Christina Rosenvinge nos regaló los versos de Lorca a capella, marchamos con Sara y Silvia por la vereda de la 59 hacia el área de Lincoln Center, al restaurante Rosa Mexicana y una reunión celebratoria organizada por el CUNY Mexican Studies Institute, entre guacamole, canapés y margaritas de distintos colores. Ahí me encontré con Oswaldo Zavala (mi asesor de tesis), emocionado por su próxima participación en la Maratón de Nueva York; y con la poeta y traductora María José Zubieta (que me convenció de jugar el sábado con su esposo, mi amigo Mario Michelena). Después llegó Guillermo Severiche, y apoyándos sobre una mesa, conversamos sobre su próxima novela, la que Sara y Laura están editando para Chatos Inhumanos.

En las veredas de la noche de Manhattan, ya camino al tren D para volver al Bronx, ilusionado por el comienzo de la FILNYC, recuerdo la imagen de Gabriela Cabezón con porte de diva y anteojos oscuros, llegando en un taxi amarillo al restaurante y dándonos un abrazo. También la emoción de Sara Cordón para quien moderar a Rosenvinge equivalía a pisar la luna. Le digo a Sara que ya está a esa altura. Que cuando se publique su próxima novela el mundo se enterará quién es ella. No sé si me creyó.

Jueves 23 de octubre

Los editores Chatos vendiendo libros en la FILNYC

¿Cómo se llevan un montón de libros a la Feria del libro de la Ciudad de Nueva York? Pues en dos maletas más tres cajas y sufriendo. Porque es difícil estacionar en la 59 y está el riesgo de dejar el auto en doble fila y que te claven una multa de 150 dólares. Tenía que encargarme de los libros de Chatos, los que había dejado desde la feria de 2024 el editor de HUM/Estuario, de Los Bárbaros, Las Furias y los ejemplares de mis ensayos La vida papaya publicados por Suburbano de Miami. La solución fue dejar maletas y cajas dentro del edificio, a una lado de la puerta, y confiar en las vendedoras, Paola y Ángela, contratadas desde Uruguay por Martín Fernández de HUM. Vuelvo hasta el Bronx para estacionar en Lehman y tomo el tren D de vuelta a la 59. La mesa de Chatos está montada y andando por la tarde.

Después de escuchar a Sabina Urraca con Xita Rubert y Mónica Ojeda, y de aprender un poco más sobre cómo ellas leyeron de niñas El diario de Ana Frank (Rubert dijo que a los 9 años su madré le recomendó el Diario y después de leerlo su padre le dio a leer Mein kampf de Hitler); poco antes de las 7 p.m. empiezo a cruzar Manhattan, caminando desde la 59 y la Décima Avenida hasta la 49 y la Segunda Avenida para llegar a la Velada Lorca. Hago lo que mi prima Patty Durán recomendaba cuando empezó a trabajar en Nueva York en el año 2001: caminar en zigzag, cruzar y doblar según el ritmo de los semáforos. Al entrar al patio del Cervantes, la Lunardi me llama la antención por estar tarde y me señala las escaleras que van al evento. En la puerta encuentro a Rosalía Reyes que me saluda emocionada porque le da vergüenza entrar tarde y sola frente a la sala llena. Caminamos entre las butacas y encontramos los dos últimos asientos pegados a la pared del fondo. Es una conversación adorable. Valió la pena cruzar la isla. Aprendo mucho sobre Lorca (detalles de sus estudios en la Universidad de Columbia, de las cartas a sus padres y su vida sexual y religiosa, su españolidad entre la calle 14 y Harlem). Me emociona escuchar a Ray Loriga, con una voz –tal vez por su enfermedad, me aclara Sara–parecida a la de mi tío Pancho, el hermano de mi madre: ronca como de fumador, demorándose para pronunciar cada sílaba. Me uno después de la conversación a la fiesta de cumpleaños de Lorca (que no nació en octubre, me dice Lunardi, pero a nadie parece molestarle ese detalle) con vinos, quesos, torta, y con amigas de años como Carmen Saen-de-Casas (a quien vi animada, si bien todavía estremecida por la repentina desaparición de su pareja en la primavera neoyorquina). Pienso en lo complicado y necesario es hablar sobre lo que nos genera la muerte.

Con Paloma, Sara, Angels y Lunardi en la Velada Lorca.

Hacia el final de la velada, entusiasmados por el vino, firmamos un pacto con Angels, Paloma, Silvia y Sara. Vamos a celebrar los 100 años los de la Generación del 27. Son pasadas las 9 cuando salimos del Cervantes, enfilamos isla arriba por Lexington, hacia la entrada del tren 4 en la calle 59. Mi auto me espera, otra vez, allá por el Bronx. Felizmente que tengo Alguien camina sobre tu tumba (en la hermosa edición de Laguna) para que el viaje de subway parezca más corto. Qué bien que escribe Mariana Enríquez sobre la muerte y el sexo.

Viernes 24 de octubre

Supongo que es normal estar agotado tras esta rutina que incluye trenes ida y vuelta al Bronx, conferencias, venta de libros y manejar por la noche hacia Westchester. En la mañana camino con mis hijos hacia la escuela del pueblo, regreso, me cambio y antes de partir me reúno con mis dos mejores amigos del barrio.

Es una rutina simple: con unas tazas y la cafetera a un lado, tres hombres alrededor de una mesa riéndonos del mundo. Un cachorro, Moca, se trepa a las sillas como si quisiera tomarse el café. Les cuento a mis amigos sobre la lectura de Urraca y Rubert del libro de Ana Frank y uno de ellos me dice que lo leyó en el colegio y no recuerda el pasaje en que la autora pone un espejo frente a sus piernas abiertas para mirarse la vagina. (Que según Sabina Urraca es el recuerdo que tiene más vívido de su primera lectura, en la niñez, del libro de Frank). Le digo que ellas mencionaron que El Diario había sido censurado por su padre. Que algunas versiones en castellano recuperan el manuscrito original. Mis amigos me piden que les consiga en España esa versión que nunca llegó a los Estados Unidos.

Desde Lehman tomo el tren D. La Feria ha armado un speed dating entre editoriales y libreros. Me siento en la mesa de citas y conozco a dos editoras que me preguntan si Chatos Inhumanos tiene autores caribeños (respondo avergonzado, que aún no), a una traductora hondureña a quien decepciono diciendo que no publicamos libros infantiles, y a un escritor argentino de paso por Nueva York, a quien debo decirle que sólo publicábamos autores que viven en Estados Unidos.

Boullosa y Zavala.

Entro a la presentación del libro La modernidad insufrible, donde Carmen Boullosa le llama la atención a Oswaldo Zavala por decir ciertas cosas que a ella le parecen inexactas sobre las actividades de Roberto Bolaño en México. Es una interesante bronca intelectual entre dos paisanos que se quieren. Me reencuentro con Naief Yehya –que me firma su libro El planeta de los hongos–y veo al hijo de Oswaldo y Sarah: un muchacho que se sienta a mi lado, que parece sentirse un tanto incómodo en el mundo de sus padres. Yo lo había conocido años atrás. Él era un niño. Cómo pasa el tiempo, compañeros. Esa tarde me encuentro con Naida Saavedra, a quien no veo desde la Feria de Chicago y con Keila Vall con quien participé en el Miami Book Fair. Estas ferias también sirven para que los escritores se reencuentren.

Leila Guerriero es una de las voces más poderosas de la literatura en idioma castellano. Yo he intentado seguirla en distintas ciudadades, porque escuchándola se aprende cómo combinar el periodismo con la escritura. Nadie lo hace con más disciplina que Guerriero. En su mesa también participa Juan Pablo Meneses, personaje fascinante. Meneses tiene una visión lúdica del oficio de cronista y es un versátil promotor. Es el nombre detrás del Premio Nuevas Plumas. La ganadora este año es una colombiana que escribió sobre los patinadores hispanos que no pueden practicar ese deporte en los parques neoyorquinos. Meneses dice en la mesa que para estudiar la fascinación de los bonaerenses por la carne se compró una vaca. Y para escribir sobre Nueva York creó una religión y la lanzó por las redes sociales desde Times Square.

Otro personaje de la mesa es un periodista a quien respeto mucho: Óscar Martínez ha presentado la mugre encubierta del presidente Nayib Bukele. Gracias a Martínez y El Faro –más el trabajo de elhilo y Central de Radio Ambulante– sabemos un poco más sobre los abusos que se han cometido contra enemigos políticos y gente inocente presentada en El señor de los sueños. Desde hace algunos meses, amenazado con la cárcel, Martínez vive en el exilio.

Salgo de John Jay sobre las 9. Tomo el D hacia el Bronx y manejo a casa. Me sorprende no estar agotado. Me queda fuerza para ir a casa de amigos del barrio donde están jugando  mis hijos con los suyos. Mi amiga ha preparado dumplings y pan focaccia. Me voy a dormir con la barriga llena y el corazón contento.

Sábado 25 de octubre

Juego tenis a las 8:15 de la mañana en el Seton Park de Riverdale, en el Bronx. Durante el día, en John Jay, tengo la oportunidad de repetir, con felicidad, la hazaña que ha sido ganar dos sets consecutivos. (Mi rival no se pica. Celebra y espera su revancha, que llegará el siguiente sábado. Lo dejó ahí porque este diario es sobre libros).

Lo mejor del sábado es la presencia de nuestra autora Mariana Graciano, que conversa en una mesa con Daniella Gitlin sobre los retos al traducir su novela O ar. El libro se llama The Air y está disponible en la web de Chatos. El cariño de Mariana es contagioso. Nos tomamos muchas fotos. Este es el objetivo de una editorial en castellano en los Estados Unidos: servir a quienes escriben en ese idioma, en un país cruzado por la xenofobia.

Más tarde, sobre el escenario del auditorio Lynch de John Jay, conversan Eduardo Lago, Andrés Neuman, Daniela Catrileo y Gabriela Borrelli. Lago dice que necesitamos recordar que para los norteamericanos «los que escribimos en castellano en este país somos invisibles». Los panelistas parecen contrariados. Tal vez porque a pesar de nuestro ruido al promover la literatura hispana en Nueva York, muchas veces pensamos en que nadie nos ve. El trabajo de la FILNYC y otros esfuerzos similares es indispensable para visibilizar el esfuerzo de tantos. Lago intentará matizar después el pesimismo de su afirmación.

Ray Loriga, con la voz del tío Pancho, en la Velada Lorca.

Me gusta la última mesa sobre cuánto incomoda la literatura. Están Leila Guerriero y  Pedro Mairal. También Antonio Ortuño que aprovecha su turno para recordar a un tipo miserable que hacía los crucigramas en la revista que fue su primer trabajo. «Yo escribía contra él», dice Ortuño. Me voy hacia Columbus Circle con María Gracia, ella se va para Penn Station a tomar su tren para Filadelfia. Me cuenta que sus amigos le decían “la chatita” y que su ambición es que le paguen por reseñar libros. Me pide que le pase muchos manuscritos de Las Yubartas para que ella los lea. Se para de cierta manera desafiante mientras camina por la vereda de la 60. Me dice que ella también paseaba perros de unos amigos por ahí. Le dejaban que viviera en el departamento cuando ellos viajaban, a cambio de que sacara a la mascota a caminar. Le cuento la historia de la señora colombiana cuyo hijo era banquero en Suiza, que me contrataba para pasear perros en el invierno, y que cuidaba a una gata con diabetes que vivía sola en un penthouse con vista a Central Park.Nos despedimos cuando ella toma el 1 Downtown y yo me voy hacia el D Uptown, rumbo al Bronx. No puedo leer nada en el tren, pero me anima pensar que al día siguiente, el domingo, la Feria se termina.

Domingo 26 de octubre

Tengo la intención de levantarme a las 6 para correr como todos los domingos con un grupo de amigos en la Reserva de Rockefeller pero no escucho el despertador. Es un día gris. El plan para hoy es intentar estacionar cerca de John Jay para traerme los libros que no se han vendido a la casa. Me da flojera la idea de volver en tren hasta Lehman con la maleta y las cajas pero si no encuentro un lugar en la calle va a tener que ser así. Pienso que también podría buscar parqueo en Riverside Drive cerca de Columbia. Mi esposa dice que podría ir a las 2 para las actividades infantiles pero no es nada seguro porque hoy día los niños tienen un partido de fútbol importante contra White Plains. Tengo que salir temprano porque hoy también estoy de moderarador de una mesa de revistas. Antes de ir a dormir he impreso una lista de preguntas. 

Con Mariana en la mesa de los Chatos

Llego a las 10 manejando y consigo un estacionamiento perfecto frente a John Jay, armo la mesa de Chatos cuando no hay nadie aún, tomo desayuno con las salas vacías. Creo que he moderado bien el panel. Hemos insistido en que las revistas son esenciales para visibilizar el trabajo de la comunidad pero que tienen muy pocos recursos económicos. Marco Ramírez de Ciberletras dice que hasta prefiere eso porque así no le pueden exigir nada. Pobreza a cambio de libertad. Grisel Acosta habla del racismo de la Academia (me recuerda lo que dijo ayer Lago). Alejandro Varderi me cuenta que él también enseña cine en BMCC pero que está a punto de retirarse. Inmaculada Lara Bonilla es muy generosa al mencionar que “tú deberías de ser parte de esta mesa”. Le recuerdo que mis primeros poemas publicados aparecieron en un número de Revista Hostosiana cuando la dirigía Isaac Goldenberg. Marco nos cuenta de sus tours literarios por Manhattan y con Sara coincidimos en que sería una gran idea hacerlo en la próxima feria.

Giuseppe Caputo se emociona –lo sé porque estoy sentado en el público al lado suyo– cuando Brenda Navarro y Yuri Herrera mencionan los nombres de Rocío Durcal y Juan Gabriel e insinúan que alguna vez habrían incluso llegado a cantar Pimpinela en una visita de Navarro a Nueva Orleans. Navarro parece que mira a un punto en el horizonte cuando alza los ojos al cielo mientras habla y parece dejar que la emoción fluya. En Caputo esa emoción parece salir incontrolable. La cara muy seria de Herrera se va transformando conforme Navarro nos habla del escritor que compone música con sus amigos, que escribió un corrido para una colega de Tulane Univesity. El escritor parece sorprendido cuando una de las asistentes le pregunta por el poema que escribió para un documental sobre Depeche Mode. Navarro dice que le parece horrible esa pasión con la que alguna vez escuchó mil veces La incondicional de Luis Miguel, pero que Palabra de honor le parece un tema magistral.

Lo más impactante de hoy son las tres pantallas en una sala del subsuelo de John Jay, en el que se hace un recorrido por la historia del arte hispano en Nueva York. La productora del proyecto es Rita Indiana. Qué fabuloso trabajo de archivo, visual, digital, sonoro: que va de los ritmos caribeños al hip hop, a la destrucción del barrio puertorriqueño del Upper West Side donde se levantó el Lincoln Center, hasta el fuego que consumió el Bronx en los 1970s. Usan imágenes de un documental dirigido por Vivian Vázquez que siempre les enseño en la clases de periodismo a mis estudiantes de Lehman. El cierre del día es tranquilo. Los voluntarios que hacen posible esta Feria, trabajando gratis –por pura pasión, como la Lunardi–, se paran con Dejanira Álvarez y José Higuera frente al auditorio y reciben nuestros aplausos. Después una de las coordinadoras les pide que empiecen a retirar las macetas con flores encima del escenario. Es hora de desarmar todo. Da la sensación que le falta público a este cierre magnífico. Meto las maletas y las cajas en la maletera del auto, me voy por la West Side Highway hasta la casa, llego pasadas las 9 de la noche.

Y, como decía César Vallejo: sanseacabó.

Moderando la mesa de revistas literarias: Varderi, Ramírez, Acosta y Lara Bonilla.

Color playero

Mi piel es más oscura que la de mis hijos. Sin embargo, este verano uno de ellos se está acercando al mismo tono que el mío. Supongo que mi color tiene que ver esa juventud que pasé tostándome sin crema protectora. Miro a mi hijo que corre sobre la arena, se sumerge en el mar, sale de él, se echa sobre una toalla a mirar a los salvavidas jugando al vóleibol.

Si le pregunto «¿Necesitas una camiseta?», siempre dice que no.

Siento algo de angustia que tal vez tendrá que ver con las campañas de cremas y las decenas de artículos sobre el cáncer de piel. Intento ser un padre que vela por su hijo. Ese que corre y se mete al mar. Ese al que no le importa cómo su piel consigue el color de la melaza.

Qué tiempos los de Lima: esos veranos de los 80s y los 90s en el sur del mundo donde te quemabas y te pelabas con regularidad. La piel que se caía se parecía al concolón que yo escarbaba de la olla de arroz.

Claro que ahí estaba el tono de piel que querías: el playero, el que te asemejaba –o al menos eso creías– a los cuerpos de los comerciales de Pilsen, de Cristal.

¿Habrá algo que conecta lo que piensa tu hijo cuando corre por la arena de una playa en Nueva York con lo que pensaba ese tipo (yo) que se tumbaba sobre una toalla en las playas de Lima ? ¿Habrá un pulso genético que lo empuja a él –como me empujaba a mí– a absorber con persistencia e intensidad la vitamina D?

Un compañero de la Facultad llamaba «el gringo» al sol. Mi hijo, que tiene un lado gringo y solía tener la piel algo más clara que la mía, este verano parece haberse tomado en serio lo de su color playero.

La experiencia de tomar café

El café de esta mañana no es una urgencia. Es algo similar–sin serlo–a una rutina. Consiste en entrar a la cocina, mirar que esté limpio el percolador y llenarlo con agua del caño; echarle café (siempre pensando en la cantidad porque de eso dependerá el sabor), y enchufar la máquina.

No sé por qué lo hago. Tal vez porque he desarrollado esta singular forma de empezar el día sin comer hasta pasadas las 11 de la mañana. Lo único que me permito es agua y café. En algún lugar leí que puede ayudarme a perder peso. Lo cierto es que no estoy tan seguro y mi peso oscila siempre entre los mismos números. Entonces se trata de una rutina «semi inconsciente».

Si bien eso no existe ¿Cierto? O se piensa algo o no se piensa. Y ya sabemos que mi vida dista mucho de ser la del que mira concentrado todo lo que está haciendo.

No lo iba a hacer pero me provoca escribir algunas notas sobre La vida a plazos de Don Jacobo Lerner. Es un libro de fragmentos reordenados. Por ejemplo: el personaje Efraín es una exploración. Lo que le da consistencia al experimento son las entradas de Alma Hebrea, una publicación no sé si fidedigna, no sé si existió, pero que remite a una sociedad de judíos establecidos en el Perú, desde fines de los años 1920s hasta mediados de los años 1930.

(Sé que existía el Club Hebraica, sobre la Avenida La Molina, sé que existía el León Pinelo, donde estudiaron algunos amigos de la de Lima como Rosemberg ¿qué será de él? Y sé –por Luis C. y algún otro amigo– que hay una comunidad vibrante, involucrada con la sociedad peruana en general).

¿Es valiosa la novela? Claro que sí. Y la edición de Las afueras (la diagramación, el espacio, el diseño de la caja) creo que permite disfrutar de la experiencia de lectura. Si bien no tengo una edición anterior me permito creer que esto es esencial en este libro que aparece 40 años después de su primera impresión.

Pensé en las similitudes con País de Jauja pero en ese libro hay mucho más desarrollo de los personajes. Acá en La vida a plazos lo que hay son bocetos de ellos y un sostenido esfuerzo de abstracción que tal vez era la única manera de estampar la experiencia del judaísmo peruano en esos años, sobre todo en ese territorio provincial y a la vez tan conectado a Lima y en cierta medida mirando hacia Europa que era el Chepén donde nació su autor, Isaac Goldemberg. Por ejemplo: la conversación entre Efraín y la araña o la escena en que los niños entran a la casa del judío para asustar a la ciega y son descubiertos. O la escena del incendio.

El libro está muy bien escrito. Se disfruta más tal vez porque se aprende sobre una experiencia que representa a una comunidad. No me gustó más que País de Jauja (lo digo porque me parece que las críticas ambiguas no son honestas). Sí lo recomiendo. Es un libro muy interesante.

Además tiene el añadido que el autor es uno de los símbolos más importantes de la presencia intelectual peruana en la vida neoyorquina. Alguna vez fui a la presentación de un libro de Issac en McNally. Él colaboró con mucho gusto en un par de libros de Los Bárbaros.

Ya se acabó el café. Y casi son las 11. A ver qué como.

Entrevista con Antonio Díaz Oliva

A propósito de la publicación de La vida papaya en Nueva York, el escritor chileno radicado en Chicago, Antonio Díaz Oliva (Ado), me hizo esta entrevista sobre mis gustos literarios, influencias y otros temas relacionados con la publicación de mis ensayos personales. La entrevista completa, en la web de SUBURBANO, está en este enlace.

La vida son momentos y las obsesiones son muy pocas y se repiten a lo largo de la vida. Y quien ha leído mucho sabe que todo lo que se escribe hoy, ya lo escribió de algún modo Homero, ya lo puso en escena Sófocles. En la vida hay espacio para las aventuras, pero es bastante corta. Si uno quiere respetar cierto nivel de escritura no se puede decir demasiado. Especialmente si se vive, como yo lo estoy intentando, con lealtad hacia los tuyos, tus amigos, tu familia, con respeto por tus raíces.

El pueblo de Veneno

No tendría que pasar algo así solo en el pequeño pueblo de Uruguay que me encontré en Veneno:

El inmigrante llega a la cantina de su pueblo natal. Los hombres que juegan cartas pretenden no reconocerlo. El personaje, Tapita, pone un billete de diez dólares sobre la barra y el cantinero le dice que se los acepta «solo si ya se va».

«Vivo en Nueva York hace trece años», le dice Tapita a un borracho que lo mira con sospecha y que luego se retira, como si Tapita fuera un apestado, como si algo no estuviera bien en que un hombre de Toledo, ese pueblo de polvo uruguayo, viviera tan lejos de allí.

Tantos lugares que se sienten como pequeños y barridos por el tiempo cuando uno se va. Solo recobran su importancia cuando uno descubre que sin ese lugar no seríamos nada. Tal vez por eso el apuro en sembrarse otra vez, en echar raíces. Porque si no el inmigrante se siente como un árbol al que han arrancado de la tierra. Un tronco que no consigue estar de pie.

Si bien el evento que da forma a la novela es el asesinato de un uruguayo acusado de incendiar un hotel en Texas, el tema principal de la historia es el desarraigo. Esa palabra tan dolorosa alrededor de la cual Fontana teje la historia del asesino Tapita.

 

 

Ñaño: el superhéroe ilegal

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Corren los primeros años del siglo XXI y la vida se pone difícil para los ilegales que viven en Nueva York.

Después de los atentados del año 2001 el gobierno ha impuesto una serie de medidas que complican aún más la vida de quienes residen en esta ciudad sin visa de los Estados Unidos ni tarjeta verde.

Para colmo de males, la MTA decide que para mejorar el lamentable servicio de transporte público que le brinda a sus usuarios, debe de aumentar –de manera drástica– el costo de los pasajes y las MetroCard ¿Quién puede ayudar a los pobres latinoamericanos que sobreviven, mal que bien, paralizados entre las amenazas terroristas, los aumentos del costo de vida y las maniobras políticas de ese presidente impresentable llamado George W.Bush?

Así nace Ñaño: El superhéroe ilegal. Un embanderado de la justicia que hace su trabajo superheroístico en la ilegalidad porque ha entrado a EEUU cruzando la frontera por los aires, sin detenerse en los controles migratorios. Un ciudadano cuyo único documento de identidad es el que le ha expedido una nación sudamericana en permanente crisis económica y política.

El único poder de Ñaño es el poder de convencimiento. Y armado con él, viaja por los cielos de los cinco condados neoyorquinos, haciendo el bien.

De neoyorquinos y de bárbaros

Artículo originalmente publicado en la edición  número 256 de la revista Ideele de Lima.

Portada Los Bárbaros 4/ César Vallejo frente a la New York Public Library
Portada Los Bárbaros 4/ César Vallejo frente a la New York Public Library

 

A propósito de una  nueva y prometedora aventura literaria.

La isla de Manhattan fue comprada a los indios que poblaban esa región por un puñado de florines holandeses. Poco tiempo después de fundada, la ciudad ya se había convertido en el símbolo del dinero en este lado del Atlántico. Con el progreso, la isla se llenó de aventureros miserables, inmigrantes que vivían hacinados en casuchas en el invierno y en el verano pasaban la noche desparramados en los callejones. La desigualdad social siempre ha sido el lado oscuro de Manhattan. La ciudad tendría hasta hoy un enorme problema de imagen de marca si no hubiera sido por, entre otras cosas, el arte. Los artistas descubrieron algo notable entre sus mil contradicciones. Bob Dylan, por ejemplo, tras pasar una temporada invernal en la pobreza, terminó alabándola y despreciándola al mismo tiempo en la letra de Talkin’ to New York, una de sus primeras canciones.

Hasta hace unas décadas, la Europa y la Latinoamérica intelectual miraban con desprecio a esta ciudad de empresarios ignorantes forrados en dinero, sin pasado cultural, sin arte. El cambio fue lento y generacional. Sabemos que hasta en las mejores familias siempre aparece un heredero con ambiciones artísticas para quien el dinero tiene escaso valor. Alguno de los tataranietos de los primeros barones de la bolsa debió de convencer a sus habitantes de que una ciudad de primer nivel necesitaba capital cultural. Los millonarios neoyorquinos se dedicaron a comprarlo: reservaron grandes espacios para galerías, centros culturales y museos, se trajeron templos egipcios hasta la isla, piedra por piedra.

Nueva York no fue considerada la capital del arte si no hasta las últimas décadas del siglo XX. Los artistas que notaron cómo el dinero desbordaba los bolsillos de estos ricos necesitados de buen gusto, empezaron a llegar aquí a ofrecer sus servicios. Así sucedió el acto de magia: los artistas no identificaron en esta ciudad a un monstruo sino que percibieron las características de una epopeya: la Babilonia de nuestros tiempos se estaba construyendo frente a sus ojos.

Es preciso anotar que los neoyorquinos querían comprar una cultura pero no la multiculturalidad multilingüística de la que ahora gozan: los inmigrantes que pisaron Manhattan ansiosos de dólares, lo primero que dejaron atrás fue su ropa vieja. Lo segundo fue su idioma. Así que este fenómeno de una ola de escritores que llegan a escribir en español entre sus calles es bastante nuevo. Si bien tiene antecedentes interesantes: José Martí describió a Nueva York en español, a lo largo de múltiples crónicas pagadas y publicadas por los periódicos latinoamericanos de su época. Federico García Lorca también pensó a Nueva York en español y transformó ante sus lectores esta máquina de hacer dinero en un poema.

A los escritores del siglo XXI también nos convence el sonido del metal: el dinero viene hoy en forma de becas. Las universidades ofrecen un plan de cinco años que incluye una pequeña suma de dólares─suficiente para caminar a diario entre sus bibliotecas públicas y para participar ─sin morirse de hambre─ de la oferta cultural buena, bonita y barata que ofrece la ciudad de Nueva York. En realidad muchas universidades de Estados Unidos ofrecen becas similares, pero solo las que están ubicadas en Manhattan (o cerca de ella) pueden ofrecer como parte del paquete la manzana acaramelada: la experiencia única de vivir en la ciudad de la que tanto nos ha comentado la literatura o el cine. Todos sabemos además, que hoy no se puede caminar bajo las luces de Times Square sin imaginarnos a los personajes de Marvel y DC lanzańdose a salvar el día frente a los pantallones de luz.

En una de aquellas universidades, en las aulas del Programa de Literaturas Hispánicas y Luso Brasileñas del Graduate Center de la Universidad Pública de la Ciudad de Nueva York (CUNY) nació la idea de Los Bárbaros. Me refiero a esta revista en formato de un libro de 100 páginas, que viene publicando la obra de algunos de estos hispanohablantes que sobreviven en Nueva York gracias a las becas de estudios: fotografía, historieta, ilustración, cuento, poesía, crónica literaria. En Los Bárbaros hay un poco de todo lo que puede caber en un libro.

Los Bárbaros fue el resultado de una epifanía foucaultiana. Sucedió en una clase de crítica literaria, a fines del semestre de otoño de 2013. El mexicano Oswaldo Zavala, un Doctor en Literatura egresado de Austin y de La Sorbona, especializado en Bolaño y en las literaturas de la frontera, hablaba de Foucault y de Borges en una sola oración. Él les recordaba a sus estudiantes que las facultades de literatura de las universidades de los Estados Unidos, si bien estuvieron dominadas en algún momento por la crítica francesa, los ensayos de Tel Quel y la literatura pensada desde Europa (Cortázar, Sarduy, Vargas Llosa, Donoso), hoy ya estaban 100% conquistadas por la literatura y la crítica reflexionada desde la hispanidad. Desde la lectura de un ensayo de Alfonso Reyes, Zavala recordó unos versos de Kavafis para hacerle saber a sus estudiantes que los bárbaros que pensaban en español habían tomado el control. Los profesores de francés ahora languidecían en algún rincón de las facultades de idiomas mientras los hispanohablantes aparecían vigorosos, en una ola constante, ocupando puestos en una academia estadounidense que estaba viviendo su cuarto de hora de amor por el idioma castellano. Nosotros, dijo Zavala, éramos los bárbaros que estaba esperando el imperio americano y─por supuesto─ ya habíamos llegado. A eso se debe que la primera portada de Los Bárbaros invoque a un cuento de Borges: el viejo y el joven Borges encontrados en un vagón del tren subterráneo, el joven Borges leyendo la traducción al inglés de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño.

Quienes estudiamos la literatura del mundo hispano desde Nueva York─en Columbia University, NYU, CUNY─y en las universidades satélite─Princeton, Yale, Brown, Rutgers, UPenn─somos los protagonistas de ese fenómeno. Los lectores de Ideele podrían sospechar que alguien nos está inflando el mito. Tal vez, si no fuera porque Antonio Muñoz Molina enseña en NYU, Vargas Llosa viene un semestre sí y otro no a CUNY y a Princeton ─donde también estuvo enseñando Piglia y a donde llega con regularidad Villoro. Tal vez pensaríamos que nos han inflando el mito, si es que no pasaran por esta ciudad cada dos por tres los nombres más importantes de la literatura hispanoamericana.

La revista Los Bárbaros germinó en esas aulas de CUNY con el objetivo explícito de convertirse en el registro impreso más importante de estos años de literatura en español en la ciudad. Este mes de diciembre llegamos al número 6 con un especial dedicado a las autoras: Las Bárbaras.

Nosotros, dijo Zavala, éramos los bárbaros que estaba esperando el imperio americano y─por supuesto─ ya habíamos llegado. A eso se debe que la primera portada de Los Bárbaros invoque a un cuento de Borges

Desde marzo de 2014, Los Bárbaros se ha presentado en sucesivas jornadas literarias en universidades de la ciudad, en la librería McNally Jackson (el ágora neoyorquina, administrada por el librero uruguayo Javier Molea, por donde pasan todos los escritores hispanoamericanos que quieren hacer acto de presencia en Manhattan), en el Centro Cultural Barco de Papel, una pequeña librería de Queens que sirve a los lectores de ese barrio; en Sarah Lawrence, universidad de tradición elitista de los suburbios de Westchester cuyo Departamento de Español es conducido por Eduardo Lago, novelista y periodista de El País; en el Instituto Cervantes de Manhattan, en la Book Expo América 2014, la feria del libro más importante de los EEUU; y también en la FIL de Lima 2014 (si bien el dinero de la venta de Los Bárbaros 1 y 2 en Lima ha desaparecido entre las manos de la distribuidora) y la FIL 2015 (donde se distribuyeron los números 3, 4 y 5, bajo el empuje y auspicio de la editorial Animal de Invierno).

En Los Bárbaros han publicado muchos de esos escritores contemporáneos en cuya obra Nueva York ha dejado alguna marca: Juan Villoro, Antonio Muñoz Molina, Mercedes Cebrián, Gabriela Alemán, Lina Meruane, Martín Caparrós, Alfonso Armada, Eduardo Lago, Eduardo Halfon, Ana Diz, María Negroni, Mariela Dreyfus, Isaac Goldemberg, Pablo Brescia, Roger Santiváñez, Diego Trelles Paz y Fernanda Trías. Junto a estos nombres que ya tienen una obra reconocida, se han publicado los trabajos de artistas que llegaron y recién empiezan a hacerse un nombre en el universo de las letras en castellano: poetas como Lena Retamoso, Soledad Marambio, Ethel Barja o Almudena Vidorreta; narradoras como Mariana Graciano, Sara Cordón, Úrsula Fuentesberain, Isabel Díaz, Esteban Mayorga, Claudia Salazar, Jennifer Thorndike, Carolina Tobar, Francisco Ángeles o Alexis Iparraguirre; historietistas e ilustradores como Jesús Cossio, David Galliquio, Eduardo Yaguas, Renso & Amadeo Gonzales, Diego Guerra, Jugo Gástrico, y Manuel Gómez Burns; fotógrafos como Mike Fernández y Diana Bejarano; artistas plásticos como Jorge Maita, el autor de nuestra última carátula. Está claro que la falta de espacio nos impide mencionarlos a todos.

Los Bárbaros es un proyecto ambicioso que ha empezado con el corazón lleno y con los bolsillos vacíos. No tiene otros auspiciadores que los autores que donan sus textos, los artistas que donan sus obras para ser publicadas, las librerías, los centros culturales y las universidades que le brindan los espacios para presentarse. En 2015 el proyecto ha crecido con la aparición de los programas de radio en formato podcast dirigidos por la periodista argentina Teodelina Basovilbaso. Ella entrevista a escritores que publican en la revista y organiza clubes de lectura con sus obras. El próximo paso de Los Bárbaros es la edición de un libro antológico que cubra sus primeros dos años de vida. Además, está en los planes la realización de un programa de televisión que intente abarcar en imaǵenes estos años en los que la cultura neoyorquina en castellano sigue ganando espacios. Existe un proyecto para publicar una antología online de trabajos traducidos al inglés, para organizar un concurso literario y hay invitaciones para presentar la revista en bibliotecas públicas, universidades, conferencias y festivales literarios en el continente.

El número 4 de la revista estuvo dedicado a la poesía. En la portada, César Vallejo posaba agarrado de su sombrero, apoyado contra los leones de la New York Public Library. El número 5 estuvo dedicado a la crónica literaria, con una carátula en la que Don Quijote y Sancho se abrían paso entre el tráfico de Broadway y la 42 en Times Square. El número 6 fue solo para escritoras y el número 7, el primero del 2016, estará dedicado a eso que los hispanoamericanos acostumbrados a la pulcritud con la que se dice adiós la gente en Santa María, a la alharaca con la que se hace el amor en Macondo y a la naturalidad con que marchan los muertos por Comala, llamamos literatura fantástica.

La revista ha lanzado ya la convocatoria para los siguientes números. Estos aparecerán en la primavera, en el verano y en el otoño de 2016. Los Bárbaros sigue buscando a esas mujeres y hombres que trabajan en su obra mientras intentan amoldarse al mundo del norte y que, sin embargo, no pueden dejar de pensar jamás en aquello que sucede en el sur.

Aquella tarde en Brooklyn

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«Una de las enseñanzas que me ha dado la vida ─me dijo mi padre─ es que para conseguir aquello que quieres siempre debes ir directamente. Nunca des vueltas».

Estábamos en el automóvil, una noche en Lima. Tenía 19 años, estaba a punto de viajar y creo que mi viejo sintió la necesidad de entregarme la píldora más valiosa de su sabiduría. Nunca olvidé aquel consejo. Gran parte de lo poco que he conseguido se lo debo a esas palabras. Me estoy refiriendo a mis trabajos, a mi decisión de emigrar a los 27 años, a la facilidad con la que pude recomenzar mi vida en los Estados Unidos.

Sin embargo a veces, como en esta noche de insomnio en que la luna aparece entre las hojas de los pinos que mueve el viento del invierno, en una habitación oscura en un pedazo de tierra rodeado de agua muy al este de Long Island, recuerdo otras cosas: las que perdí por mi impaciencia, por estar determinado a creer que el único camino que valía la pena recorrer para conseguir algo en la vida era el más directo.

Pienso por ejemplo en Claudia.

En 2003 yo vivía en Brooklyn. Me acababa de mudar a un pequeño cuarto detrás de una chatarrera, a media cuadra de Atlantic, esa avenida informe, larga tira de asfalto que corta la isla desde Downtown Brooklyn hasta la autopista que cruza Long Island en dirección a Montauk. Aquella mudanza había sido una decisión impetuosa. Hasta entonces había vivido con comodidad en los suburbios, cerca de un trabajo de propinas que consumía mi fin de semana pero me permitía vivir con holgura de lunes a viernes. Tenía independencia y un auto propio: un Honda del 84 de carrocería oxidada al que se le caían los parachoques. Mi inglés había mejorado en meses de clases intensivas y mi familia en los suburbios era un sistema fabuloso de cordialidades que siempre me amparaba. Sin embargo, me sentía un impostor cuando escribía y decía estar viviendo en la ciudad de Nueva York, estando tan lejos de ella.

Gracias a mis amigos, con los que compartíamos un sótano de una sola habitación llena de cucarachas en el centro de White Plains, había conocido a una muchacha peruana. Con ella mantuve una relación de constantes encuentros, siempre afiebrados, ya fuera dentro de automóviles estacionados en calles oscuras, en espacios aislados que nos brindaba la suerte, o en cuartos de motel donde recaímos cada cierto tiempo, cuando nuestros cuerpos nos pedían una noche entera, que consumíamos en faenas maravillosas que nos dejaban satisfechos y exhaustos. Tal vez podía haber seguido con ella, formalizado, encontrado la manera de solucionar nuestros respectivos problemas de inmigrantes, empezado una familia, sucumbiendo a ese destino con el que se encuentran quienes descubren en algún minuto inesperado que la vida también puede consistir en tener alguien con quien seguirse muriendo acompañado, en conseguir un empleo honrado que te de suficiente dinero para vivir.

Si bien ella solía demostrarme un cariño que algunas veces iba más allá del momento en que despertábamos abrazados y tensos, era obvio que no era para mí. Estaba seguro─y así fue─que ella conseguiría muy pronto a algún novio que le solucionaría el tema de la residencia. Mudarme a Brooklyn, en gran parte también significaba alejarme de la comodidad y de ella y empezar otra vez.

Recuerdo el pánico de la primera mañana en que salí a encontrar mi dirección desde la estación Clinton-Washington. Sentí una duda: tal vez lo que había hecho era egoísta y terrible. Desde Lima mis padres me instaban a no alejarme de la familia. Tal vez mudarme a ese barrio era el pésimo paso que a veces dan los inmigrantes, el que los hace terminar muy mal.

La sensación de desamparo se esfumó muy pronto.  Me acomodé a esas calles con relativa facilidad. Recuerdo con cariño incluso el frío que me acompañaba durante las muchas cuadras que caminaba de madrugada hasta la lavandería más cercana en la Avenida Fulton. Vivía con una española que conocí en la escuela de inglés y a la que le gustaba leer, cantar y cocinar. Éramos muy amigos en ese departamento en el que compartíamos no solo la habitación sino también los libros. A veces organizábamos reuniones ─mejor sería decir que ella las organizaba y yo colaboraba. En los ratos libres nos sentábamos a escribir juntos, y recuerdo que alguna vez lo hicimos para imaginarnos nuestra vida, la que tenemos hoy.

Cuando estaba acomodado a esa vida entre mi universidad en el Bronx ─a la que me demoraba 90 minutos en llegar─y las calles de Brooklyn, me encontré con Claudia.

Teníamos recuerdos de nuestros compañeros comunes en la universidad. Fue alguno de ellos, en un correo electrónico, quien me anunció que Claudia llegaba a Nueva York. La fui a buscar, a la pequeña sala que había convertido con paciencia en departamento. Escuchamos, tumbados en un sofá, las canciones de su excelente colección de música brasilera. Caminamos juntos por el Parque Central, y me quedé a dormir con ella, al lado de su cabello que olía a almendras─sin tocarla, pensando que lo que tendría que suceder, en algún momento sucedería.

Una tarde, cuando llegamos desde Chinatown hasta mi departamento con bolsas de limones y pescado, nos invadió a los dos una sensación de camaradería que no creo errar si califico de mágica. El departamento de Brooklyn tenía un balcón por donde se colaba un halo de luz blanca. Tendría que ser mayo o junio, porque recuerdo una tibieza tierna que nos acompañó mientras cortábamos los limones, sazonábamos el pescado, almorzábamos y conversábamos de nosotros dos, de nuestros sueños. Ella quería ser antropóloga pero no estaba segura de cómo empezar a conseguirlo. Yo le hablaba de ser periodista otra vez, de mis clases, de las tantas personas que había empezado a conocer en la universidad.

Nos tendimos en mi cama a descansar, uno al lado del otro, como otras veces en que habíamos dormido juntos sin que pasara nada. Recuerdo haberme sacado la camiseta y haber empezado a conversar de lo que conversaba hace diez años. Claudia me escuchaba, tal vez interrumpía de vez en cuando con una voz muy suave y se reía con una dulzura que pocas veces volví a encontrar en esta ciudad. Estábamos solos en Nueva York, dos muchachos de la misma universidad, cubiertos de luz blanca, echados uno al lado del otro en una tarde de Brooklyn. Claudia apoyaba la cabeza sobre mi hombro y puso sus dedos sobre mi pecho, como queriendo tocar algo que yo llevaba escondido adentro.

Nunca pude explicar lo que pasó. Tal vez esta noche lo consiga. Creo que tiene que ver con aquellas palabras que alguna vez me dijo mi padre. Sus dedos resbalaron sobre los vellos de mi pecho y sentí que me asomaba a un mundo distinto, que aquél podía ser uno de aquellos momentos en que se abre una puerta, solo por unos segundos, para que atisbes un universo paralelo. La miré como si lo que siguiera en ese instante fuera inevitablemente el momento de poseerla. Recordé aquella noche en que vi su perfil desnudo en la oscuridad de una habitación en Manhattan y la mañana en que desperté antes que ella y me quedé observando la boca semiabierta y los ojos cerrados y tranquilos de un rostro que combinaba tan bien con el olor de las almendras.

En ese momento la miré como si fuera el salvaje delirante que acaba de descubrir la fuente del fuego. Sus dedos se desprendieron de mi pecho y yo entendí que si abría la boca para decir algo habría cruzado una línea invisible, que el camino recto que sugería mi padre me iba a conducir a un cruce de vías, que la puerta se cerraba y yo estaba a punto de quedarme adentro. Tal vez fue lo contrario. Tal vez solo tenía que abrir la boca y decirle lo que quería: que la deseaba.

Ha pasado mucho tiempo y hemos seguido siendo amigos. Alguna vez, una Nochebuena, poco después de su primer divorcio, Claudia fue la que alentó a una judía de cabello colorado para que no dudara más y se metiera en mi cama. Tiempo después, cuando ella vivía con un muchacho distinto y ya se había comprado su propio departamento en el Soho, le dije que me casaba. Me dio la bendición y un regalo muy valioso que aún conservo. Ambos hemos recorrido largos caminos. Ambos hemos sobrevivido a las tormentas. Ninguna de ellas nos ha obligado a marcharnos.

Esta noche en que no puedo dormir, me la imagino a Claudia navegando por un río de aguas apacibles en la oscuridad, bajo la sombra de alguna montaña. Los dos vamos en balsas distintas, la de ella al lado de la mía. A Claudia y a mí se nos ve despreocupados, acurrucados en las esquinas de nuestras balsas. Ambos nos dejamos llevar por la corriente, y nos saludamos en medio de la noche, apenas reconociéndonos con la luna, sin atrevernos a quebrar el silencio.

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Podemos en Nueva York

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La mayor virtud de Pablo Iglesias es la de haber conseguido articular un mensaje de esperanza para una sociedad deprimida por la corrupción y el fracaso de las políticas del PP y el PSOE.

Iglesias estuvo ayer, en el Auditorio Proshansky del Graduate Center CUNY (abarrotado de gente, muchas personas se quedaron afuera del edificio) para presentar sus propuestas y responder preguntas. Lo trajo a Nueva York un grupo de izquierdas, lo presentó al público Amy Goodman, una periodista y figura radial de izquierdas.

Iglesias es de izquierda y no lo niega. Achacarle sus simpatías por algunas políticas chavistas a un hombre de izquierdas es como criticarle a una admiradora de Sex in the City que le hayan aficionado los zapatos de tacón alto, si bien después de caminar unas horas con ellos, es probable que ella misma se los quite.

El modelo chavista falla por sus ideas anti imperialistas trasnochadas y su vocación dictatorial. A Chávez no lo quisimos porque nos asqueaban sus discursos demagogos que no daban cabida a la autocrítica. El discurso de izquierdas de Iglesias parece autocrítico y democrático. Lo que más pueden temer los españoles es que un gobierno de izquierda demuestre lo innecesaria que resulta la monarquía y que les abra la posibilidad de votar por su independencia a los habitantes de los gobiernos autónomos.

Escuchar a Iglesias es un ejercicio sano. Es la única voz ─coherente─ que les habla a quienes han perdido la fe en una democracia que gobierne no solo para beneficio de los grupos de poder. Es un respiro entre la desvergüenza con que encara la corrupción el PP y la hipocresía con que trata de cubrir su inoperancia el PSOE.

IMG_1771Al momento de las preguntas, un hombre de derechas, que se disfrazó como «agnóstico de la política» intentó achacarle a Pablo Iglesias su apoyo al terrorismo de ETA. Mis amigos españoles me hablaban de las tantas veces en que se usaban ese tipo de preguntas para luego editar las respuestas de Iglesias y hacerlo aparecer como el terrorífico castrista que va a llevar la noche a España.

Entre tanta inoperancia de dos partidos que no saben cómo hacer para que «España vaya bien» me parece que Iglesias es la luz que enseña un camino distinto, y que las fuerzas de derecha, los que gobiernan pensando que el pueblo es una masa que no piensa y no se queja, son los que quisieran bajarse aquella luz a pedradas.

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