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The New York Street

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Tutuma y cachina

Fiesta de la yunza en El Carmen (Chincha) Foto de Cindy Hualpa Cotito (Flickr).

Los tres partimos en autobús desde el Centro de Lima y unas horas después entramos caminando, ya de noche, al barrio El Carmen en Chincha. Sobre las calles de tierra, poco iluminadas, encontramos una fiesta: limeños bailando. Muchas turistas gringas girando alrededor de un árbol, abrazadas con los vecinos negros. Escuchamos los golpes de cajón, el zapateo sobre el polvo de la calle, el rasgueo de las guitarras, un violín. 

“Tutuma”, me dijeron que se llamaba el licor de uva con el que me llenaron el vaso muchas veces. También me dijeron que entrara a la cocina de la casa principal, a un pasillo de gente hambrienta donde una señora negra y grande me sirvió un plato desde un ollón. Olía delicioso. Con esa comida me senté sobre una vereda. Desde ahí pude ver cómo se desvanecían las estrellas sobre un cielo oscuro y despejado. Seguía la fiesta cuando vi salir el sol.

En esos años yo tenía tiempo y exploraba. Tal vez por eso estaba en El Carmen con dos amigos que recién se habían conocido antes de ese viaje.

Una se llamaba Charo. La había encontrado meses antes en medio de un viaje, en Bolivia. Un tren estaba llegando a Santa Cruz de la Sierra y Charo estaba llorando porque un chico que parecía Arthur Fonzarelli –el de Happy Days, el Fonzi–se despedía de ella. “Llora por el boliviano mientras abraza el peluche que le dio su novio en Lima”, me explicó su amiga, Rossana,  cuando Charo ya dormía y los tres nos íbamos en los asientos de un tren que cruzaba la selva boliviana hacia el Brasil. 

En ese viaje Charo era una mujer grande y con anteojos gruesos. Nos despedimos en São Paulo y nos reencontramos cuando ella y Rossana volvían de Río de Janeiro, de una aventura con una pandilla de chicos guapos y ladrones. “Rossana estaba templada, pero hubieras visto cómo le cambió la cara cuando se dijo cuenta de que la quería estafar”, me contó Charo, riendo, mientras caminábamos entre los animales del enorme zoológico de São Paulo. 

Aquel viaje intenso nos unió. Nos vimos algunas veces, fuimos al cine, salimos a comer, me invitó a su casa. Tal vez por eso cuando supo que yo quería ir a la fiesta en El Carmen, Charo se invitó. 

El día en que partimos Charo estaba mucho más delgada, se había sacado las gafas y usaba lentes de contacto. Era una muchacha atractiva. Eso le pareció a mi amigo Gonzalo, que la vio por primera vez y quedó fascinado. Charo era inteligente y muy culta. Su familia –que en algún momento había tenido muchísimo dinero y una mansión frente a la Javier Prado– era un desastre. Al terminar la universidad, Charo decidió vivir en sus términos. Eso explicaba, tal vez, su viaje a Brasil y su historia con Fonzi. 

Ella y Gonzalo conversaron mucho mientras viajábamos. En El Carmen vieron salir el sol uno al lado del otro. Gonzalo le puso su casaca sobre los hombros mientras caminábamos hacia la terminal de autobuses. Esa mañana en que regresamos a Lima juntos, iban acurrucados en sus asientos. 

Una semana después fuimos con un grupo más grande al Festival de la Vendimia en Ica. Antes de llegar, Charo se quejó de que sus lentes de contacto eran un infierno. Dijo que el viaje le parecía horrible. Ni bien bajamos del autobús, cerca de la medianoche, Charo dijo que Ica no le gustaba y anunció que regresaba a Lima. Gonzalo sugirió que la acompañáramos. Yo dije que después de cinco horas en autobús no había forma de que yo volviera. 

Di muchas vueltas esa noche entre el desorden de aquella fiesta muy mal organizada. Al día siguiente, en muy mal estado por culpa de varias botellas de un licor barato de uva que los iqueños llaman cachina, nuestro grupo volvió a Lima. Gonzalo sí se había regresado con Charo la misma noche en que llegaron, porque era obvio que estaba enamorado.

Unas semanas después ella dijo que se iba a Trujillo, a otro de esos festivales turísticos. Gonzalo me sugirió que fuéramos y yo le dije que con Charo no iba ni a la esquina. Tal vez Gonzalo se dio cuenta que lo iban a hacer sufrir y tampoco fue. Ella regresó unas semanas después, no sólo enamorada sino también embarazada de un tablista/economista de la rancia aristocracia trujillana. Al parecer, el hombre nunca se comprometió con la idea de ser padre. Durante el embarazo, Charo volvió a ser la mujer inmensa que yo conocí. Su amiga Rosanna me dijo entonces: “Cuando Charito se pone gorda, es buena, cuando adelgaza, se vuelve mala”.

Charo fue madre de una niña. Gonzalo, que siguió frecuentándola, se convirtió en el tío. Creo que también fue el padrino. Los vieron caminando por las calles de Miraflores. Charo empujaba el coche con la bebé y Gonzalo iba conversando con ella. La ayudaba, le servía, le llevaba cosas, la acompañaba al médico, cuidaba a la niña cuando Charo tenía que ir a trabajar. Tiempo después ella se casó con otro hombre y se alejaron.

No supe mucho más.

El pueblo de Veneno

No tendría que pasar algo así solo en el pequeño pueblo de Uruguay que me encontré en Veneno:

El inmigrante llega a la cantina de su pueblo natal. Los hombres que juegan cartas pretenden no reconocerlo. El personaje, Tapita, pone un billete de diez dólares sobre la barra y el cantinero le dice que se los acepta «solo si ya se va».

«Vivo en Nueva York hace trece años», le dice Tapita a un borracho que lo mira con sospecha y que luego se retira, como si Tapita fuera un apestado, como si algo no estuviera bien en que un hombre de Toledo, ese pueblo de polvo uruguayo, viviera tan lejos de allí.

Tantos lugares que se sienten como pequeños y barridos por el tiempo cuando uno se va. Solo recobran su importancia cuando uno descubre que sin ese lugar no seríamos nada. Tal vez por eso el apuro en sembrarse otra vez, en echar raíces. Porque si no el inmigrante se siente como un árbol al que han arrancado de la tierra. Un tronco que no consigue estar de pie.

Si bien el evento que da forma a la novela es el asesinato de un uruguayo acusado de incendiar un hotel en Texas, el tema principal de la historia es el desarraigo. Esa palabra tan dolorosa alrededor de la cual Fontana teje la historia del asesino Tapita.

 

 

[Humillantes]Escenas de barrio

 

Tómbolas del alma en que, a dedo, dos capitanes te designaban como el malazo. Primero escogían a los que tiraban bola. Después a los más o menos. Al final: el relleno. El grito de victoria cuando te vinieron a buscar, un sábado. Necesitaban uno más, te traían el short y la camiseta rojas. Corrieron hacia la canchita del colegio Lisson. Fue un mal partido, haces lo que puedes. Tu corazón palpita, aceptas: No sirves para el fútbol.

*

Los viejos de Yi eran dueños de la bodega donde comprabas figuritas para el álbum de moda: Érase una vez el hombre, Sankuokai, El porqué de las cosas. Yi, y los que se juntaban contigo en la esquina de Los Mineros con Los Mecánicos, eran tres o cuatro años más grandes. Tú los escuchabas. Se te ocurre decirle a Yi que no diga «mierda», que no diga «putamadre». Tus viejos te han enseñado a no decir malas palabras. La cara con la que te mira. Eres una lorna.

*

Al maricón de César no le gustaba perder. Sacaba pa fuera el poto fofo que ya tenía a los ocho años. Su mamá, en asquerosa complicidad, lo llamaba.  «Cesiiiiiitar, a comeeeer», gritaba la vieja desde la casa y el pavo triste se iba corriendo. Y nosotros teníamos que quedarnos con uno menos en el equipo.  A veces era su pelota y se la llevaba. No le gustaba perder al huevón.  Por eso una vez en su casa, me robó mis canicas. Se llevó mis dos cholones y varias ojo de leche. No dije nada. Supuse que a los tramposos les llega la venganza en algún momento. Tal vez hoy.

*

«Agárrate uno, si este huevón tiene varios», dice Bolvo. Y tú le crees porque el papá de Edmundo es político y seguro que le sobra la plata. Y después llega Edmundo y dice «¿Quién se ha choreado un casete? Habían seis» y tú tienes que comerte la vergüenza y sacar el casete de la maleta donde lo habías metido. Y Bolvo se caga de la risa.

*

Dicen que su papá es gerente de los caramelos Ambrosoli, pero al Loco Güili lo único que le vacila es la droga y la hermana del Tío Chivo. Hace tiempo que no lo ves, pero esa tarde en que estás en la redondela del parque con tu amigo de la universidad, el Loco Güili aparece. Quiere invitarte un preparado en un botellón de Coca Cola, casi vacío. Se ve feo y caliente. Cuando ustedes dicen que pasan, Güili les grita que «si se creen más que él». Se calma y les pide 20 soles para ir a comprar unos quetes a Santa Felicia. No tienes plata pero tu amigo le da un billete de 20. Güili jura por su madrecita que va a regresar, compra al toque y ya viene. Ya viene.

*

Javier te cuenta que se corre la paja con el sostén de su mamá. Y te mira preguntándote si tú también. Lo más normal. No sé qué cara habrás puesto. Tú te corrías la paja con las calatas en blanco y negro de Caretas que colocabas en fila sobre la alfombra de tu casa. Y con la última página de la revista Zeta que Rucho escondía bajo el colchón del catre en Jaquí. Además,  la vieja de Javier es muy fea y muy gorda, piensas «¿Cómo va a ser?»

*

La pobre Blanca se fue sin decir chau. Quién le manda contarle a la novia de tu hermano que eran enamorados. Que si podían ir al cine los cuatro. Tenías muy presente la historia del primo tuyo al que la empleada acusó de haber embarazado. Blanca te quería quitar el jebe cada vez que te lo ponías. Unos años después volteaste tu cama y encontraste un corazón de lapicero del tamaño del colchón, con tus iniciales y la de ella. Extraño es el amor.

 

 

 

 

Reading Lolita in Tehran

Esta es la respuesta a la primera parte del libro de la escritora iraní Azar Nafisi. Es un conjunto de memorias acerca de un grupo de lectura conformado por mujeres iraníes, estudiantes de literatura inglesa, a comienzos de la década de los 80. La lectura se realiza mientras se implementa en Irán el riguroso control «moral» del regimen del Ayatholla Khomeini.

Algunas de las obras discutidas en Teherán: Lolita de Nabokov, Daisy Miller de Henry James, El Gran Gatsby de Fitzgerald, Orgullo y Prejuicio de Jane Austen, Madame Bovary de Flaubert. De cierta manera, este libro está escrito desde un punto de vista parecido al de una muy buena novela gráfica que leí hace algunos años: Persépolis de Marjane Satrapi.

Response paper to Reading Lolita in Tehran
By Ulises Gonzales

The idea of putting The Great Gatsby on trial made me think about the whole idea of criticism, particularly recent criticism about the whole idea of a Western Canon. When critics take on the task of criticizing a novel, aren’t they starting a new trial on the literary works of the masters?
Even the trial by the Iranian people at the time of the Islamic revolution was an exercise of criticism. Although the tools where not the old ones established by Aristotle—and all the classical critics who followed him—but by those of fanaticism and religious ideas. There are novels and poems that have stood many trials, survived them, and come out stronger than before, such as Sophocles, Virgil or Shakespeare. Others, sometimes enthroned as the sublime expression of literary achievements, have succumbed to those trials and have been forgotten.
From my point of view, Nafisi is doing the same that the British critic Leavis did when he named Eliot, Conrad, James and Austen as the greatest novelists of English literature. Nafisi is using Fitzgerald and Nabokov’s novels as a way to interpret the years he lived in Iran after the Islamic Revolution. Picking us those authors—and leaving others in obscurity—Nafisi is also acting as a critic. As George Steiner claimed in Real Presences,, if there was no criticism, then creators could be considered critics. This is so because when a writer decided to use a novel or a poem as his or her influence or to follow a certain writer’s style, that writer is exercising criticism. Even when I picked Leavis or Steiner to write this paper, I am exercising criticism and putting these authors on trial, once again.
Nafisi’s book is a memoir of the hardest years of the Islamic Revolution. Iran is not as it was when Nafisi was teaching at the University of Tehran , but her book stands as a valuable recollection of those times. Through her book, we could understand how literature helped her to survive all those years. Also, in reading her book we have a powerful demonstration of how to use literature as a way to analyze a society. Iran and its leaders are analyzed through fictional characters like Professor Humbert or Gatsby.
The answers given at the trial of Fitzgerald’s novel could summarize the different points of view of Iranian society at that time—its doubts and contradictions.
I agree with Roland Barthes when he writes in Criticism and Truth that a novel is eternal not because it gives just one meaning to many different men, but because it suggests many different meanings to a single man. I would like to think that Reading Lolita in Tehran has also many different meanings according to the many interests of its author and readers.
Some of the readings and interpretations in Nafisi’s private classes are strongly attached to the feminism, and the analyses I like the most of Lolita came from that specific point of view. There are other meanings that the reader picks up on when Lolita is analyzed through the historical events happening in Iran at that time. Some comparisons with the new regime place the novel against totalitarianism. Another reading has to do with the profession of the author and her deep love for literature. She uses Nabokov, Austen, James and Fitzgerald because she admires those novels as art.

Those different layers of interpretations and readings are what is most captivating for me. The complexity of different loves: her students, her books, her country. All of them are (re)interpreted through a bunch of novels that she loves.

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