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The New York Street

Un blog lleno de historias

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Perú

Su nombre es Fujimori: la otra historia de los años 90 en el Perú

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La historia siempre es una ficción. Es una media verdad aceptada por una mayoría. La razón de las profundas divisiones entre profujimoristas y antifujimoristas es dos versiones opuestas de la historia reciente del Perú. Esta es mi versión, resumida, construida con retazos de lo que vi y oi, seguramente tergiversada por mi orientación política y mi procedencia social, semiordenada después de ver el documental «Su nombre es Fujimori». Se aceptan todo tipo de añadidos y comentarios.

Entre 1980 y 1985 Belaúnde retoma el poder que le arrancó el golpe del General Velasco, devuelve los medios de comunicación a sus dueños, abre el mercado peruano al comercio exterior, liberaliza la economía y ofrece mejoras económicas. Algunos hombres de su partido, Acción Popular, se llenan de dinero (Raúl Diez Canseco, un político de clase media, hizo su fortuna en ese período). El Perú se endeuda con todos los organismos internacionales y la plata de los préstamos desaparece en manos de gente del gobierno. El estado es un monstruo ineficaz, los políticos ven que todo se les va de las manos. Ineficacia: el Fenómeno del Niño de 1982 sacude al país, paraliza el norte, deja a Lima desabastecida y el gobierno no sabe qué hacer. Empieza el terrorismo y el gobierno de Belaúnde no sabe qué hacer. Cuando reacciona ordena acciones militares. Se producen aniquilamientos de autoridades. La ineficacia define a ese período. Se suele decir que Belaúnde era honesto pero todo el mundo robaba y él no veía nada.

Entre 1985-1990: Alan García es el mal menor, elegido para frenar la posibilidad de Izquierda Unida en el poder. Tiene apoyo popular, promete que el Perú no se iba a arrodillar frente a los organismos internacionales. Que pagaría solo un porcentaje de lo que ingresara al Perú por nuestras exportaciones. Quiere promover el agro. No sabe qué hacer con el terrorismo. Es un gobierno ineficaz y corrupto. Su estrategia económica se frustra porque los organismos internacionales cierran el caño de dinero y el Banco Central de Reserva tiene que imprimir más dinero. Quiere controlar la economía y los precios de todo. Hiperinflación. Quiere construir un monstruo llamado tren eléctrico. Corrupción en la elección de contratistas. Todo se hace al caballazo. Quiere estatizar los bancos y los empresarios e inversionistas lo abandonan. Su ego es tan grande que no ve cómo el país se le va de las manos. Organiza un golpe para poder huir del país como héroe pero los militares no lo secundan: Tiene que terminar su período de cinco años. Manda asesinar a los presos por terrorismo porque le quieren arruinar la imagen de líder socialista que quiere proyectar al mundo. El peor gobierno peruano del siglo XX, de lejos. Deja un país destruido, una economía muy precaria. El que puede se va del país: las opciones son quedarse a ver un país en la ruina y con el poder tomado por Sendero Luminoso.

Entre 1990-2000: Alberto Fujimori encuentra a un peón que le ofrece un plan para sacar al país del desastre. Aliado con los grupos de poder económico y con el control de la cúpula militar, Montesinos despeja el camino: se manda matar o a silenciar a lideres sindicales, se organiza una máquina que silencie todo lo malo que sucede en el país mientras Fujimori parece solucionar uno a uno los problemas que arrastrábamos por 10 años.

Se malbaratean las empresas públicas, se venden y el Estado se reduce. Se dan medidas para sanear la economía: paquetazos y el «sálvese quien pueda». Se cierra el Congreso y se colocan peones serviles en puestos claves. Se pisotea la Constitución. Se renegocia la deuda externa y pronto empieza a llegar otra vez el dinero de los organismos internacionales. Montesinos orquesta la derrota de Sendero en sus términos. Se promueven grupos de aniquilamiento. El terrorismo recrudece pero la captura de Abimael Guzmán devuelve la esperanza a los peruanos. Desde el SIN se organiza una campaña de medios para que parezca que la captura de Abimael y el posterior descalabro de Sendero es obra del gobierno. Montesinos compra a todos los que quieren ser comprados.

El dinero de los narcontraficantes llega a las manos del director del SIN. Este se reparte a la gente afín, a los socios, empresarios y políticos. El pueblo mira asombrado como se empiezan a abrir centros comerciales espectaculares, llegan inversionistas internacionales─sobre todo chilenos─que ven un mercado con posibilidad de crecimiento. Hay más trabajo: la liberalización y la competencia hacen que los precios y la inflación estén controlados. En ese clima de aparente calma, Montesinos hace lo que le da la gana desde el poder. Los aliados de Fujimori planean quedarse unos años más de los que la Constitución les permite. La gente parece feliz con tener carreteras nuevas, una sensación de orden después de 10 años de desorden e ineficacia.

Todo parece funcionar bien porque los medios no dejan que sepas lo que el equipo de Fujimori ha hecho: corromper a los medios, corromper a los políticos para tener mayoría, negarle acceso a los medios masivos a la gente que denuncia las matanzas, las esterilizaciones forzadas, la desaparición de enemigos políticos y periodistas, el asesinato de traidores al regimen. Todo tiene que parecer obra de Fujimori: el orden que se necesitaba.

El orden que los empresarios querían para comenzar a hacer dinero. Para que chorree a los pobres. Nadie quería escuchar las protestas de los estudiantes porque eso significaba el desorden que había quedado atrás. Pero el desorden también significaba la justicia, el derecho a criticar, el derecho a fiscalizar, el derecho a que el dinero y el bienestar llegara a todos y que si querías hacer politica nadie eliminara tu reputación desde los diarios chicha y los canales de televisión que recibían puntualmente el dinero de Valdimiro Montesinos. Se eliminó políticamente a Alberto Andrade.

Sin embargo hubo gente que protestó contra aquello: gente que nos abrió los ojos. El orden costó demasiado. El orden que implica que otro decida por ti no es orden sino es dictadura. El orden que te elimina o te embarra si protestas no es un orden sino dictadura. El orden que no escucha a las minorías no es orden. Los que lucharon contra ese orden dirigido desde el SIN, los que escucharon los testimonios desgarradores de las mujeres esterilizadas a la fuerza y de las familias de los estudiantes asesinados. Los que saben del flujo del dinero del narcotráfico que alimentó a la prensa silenciada y al congreso servil al fujimorismo miran con asco la posibilidad de que regresemos a esos años. No somos terroristas, ni radicales, ni gente que odia por odiar. Somos peruanos que no queremos que nos gobiernen personas deshonestas, prepotentes que creen que el progreso significa callar a los que se oponen a un gobierno dominado por ideologías políticas neoliberales, que creen que el progreso solo significa carreteras y puentes.

No. El progreso significa también escuchar a la gente que no está de acuerdo y propone soluciones que incluyen a las mayorías, que incluyen a los que no tienen voz, que incluyen a quienes no se les ha escuchado en mucho tiempo, que incluyen condenar y mandar a prisión a los poderosos que mandaron matar y silenciar para que nadie levantara la voz en contra de un gobierno. Progreso significa este video SU NOMBRE ES FUJIMORI que cuenta otra historia de esos años. Una historia que todos deberíamos de conocer. No solo porque tenemos que votar, sino porque nos va a hacer mucho bien como nación.

MMMQ vs. Rafo León

  
Acá está la pequeña nota de OPINIÓN escrita por el periodista Rafo León a propósito de la exeditora—y pésima redactora— de El Comercio: Marta Meier Miró Quesada. 

MMMQ ha denunciado a RL por los «insultos» y ahora una jueza parece estar a punto de condenar al buen Rafo León.

Juzgue usted quién de los dos merece ir a la cárcel:

Personaje extraño MMMQ, su militante ecologismo (de un océano de extensión y un centímetro de profundidad), la viene distinguiendo por años como “su tema”. Pero para ser un auténtico ecologista hay que saber respetar también las áreas de amortiguamiento de otros derechos que tenemos los seres humanos, como la libertad de elegir, la opción del laicismo, el pensamiento sin límites. Sin embargo, resulta que mientras la señora defiende a las taricayas de Pacaya Samiria, en una columna vecina se alía con el cardenal Cipriani en las opiniones más cochambrosas y naftalineras posibles, sobre la unión civil, el aborto terapéutico, la defensa cerrada y unívoca de la familia occidental y cristiana. Y un par de páginas más allá, en Sociales, aparece envuelta en zorros, tomando el té con las cuatro condesas que dan lustre a nuestra Lima.

Un hombre flaco

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José Muñoz me trajo el libro de España. Se demoró casi 20 minutos en entregármelo. Parecía sentir la obligación de darme primero una relación de lo que le había gustado del texto. Así que allí estuve todo ese tiempo en su despacho, escuchándolo, mientras él me hablaba desde su silla y balanceaba el libro con una mano: Un hombre flaco. Retrato de Julio Ramón Ribeyro de Daniel Titinger. El libro es un perfil periodístico de Julio Ramón Ribeyro, en base a las conversaciones con su esposa, sus amigos y familiares.

Mientras escuchaba a José, resistía la tentación de arrebatarle el libro y largarme a leerlo.

«Se lee en una noche» me dijo José, quien desde que descubrió a Ribeyro hace algunos años no ha dejado de amarlo. Cuando yo ya sostenía el botín y me quería ir a buscar un sitio solitario para empezar la lectura, él me retuvo para seguir hablando de los cuentos que más le gustaban. Me dijo el título de dos de ellos: «Los jacarandás» y «El ropero, los viejos y la muerte». Fue a un armario, abrió unos cajones, sacó unas fotocopias subrayadas y me leyó:

porque sabía que pronto iba a morirse y que ya no necesitaba del espejo para reunirse con sus abuelos, no en otra vida, porque él era un descreído, sino en ese mundo que ya lo subyugaba, como antes los libros y las flores: el de la nada.

José terminó el cuento, suspiró y me dejó ir.

Empecé a leer el libro en el sofá de mi despacho en la universidad. Retomé la lectura en el tren rumbo a casa. Lo seguí leyendo a la mañana siguiente en el subterráneo que me lleva a Manhattan y en el que me regresa al Bronx. Casi lo terminé en un sillón debajo de una lámpara en mi sala. Por fin, tumbado en la cama, llegué a la página 166, al Y no dijo nada más con que Titinger termina.

El libro es un testimonio del cariño de los lectores peruanos al trabajo del escritor y a la figura de Ribeyro. El texto, ese coro de voces que ha compilado Titinger, contribuye a ver al escritor como un todo, con las distintas facetas de su vida agrupadas en la página. Es una fotografía tridimensional de su personalidad.

Desde que leí «Solo para fumadores» en un fin de semana en Pulpos, allá por el año 1992, había quedado conmovido por el mito del escritor que se moría de hambre en París. Es una imagen de Ribeyro que se reforzó con la lectura de sus diarios. Como si se me curara al leerlo una herida muy vieja, sentí alivio al enterarme, gracias a Un hombre flaco, que buena parte de su vida en París Ribeyro la pasó en el departamento de lujo que compró su esposa, que los viernes se deshacía de sus obligaciones de embajador para almorzar y brindar con sus amigos, que se enamoró de una muchacha en Lima y que se la trajo para conocer con ella Nueva York─de donde regresó muy mal─, que murió sin dejar el cigarrillo, pintando y metiéndose al mar al anochecer, celebrando la vida, después de haber sido testigo del principio de la canonización de su obra y haber recibido los aplausos y el cariño de quienes lo leían con entusiasmo.

Un hombre flaco es un libro, primero que nada, para quienes leen a Ribeyro con entusiasmo. Es una obra de amor, escrita para satisfacción de sus lectores.

El viento también mueve las hojas por acá

 

la foto

Quisiera que hubieras visto mi rostro cuando me dijo que le había gustado.

«Así fue. Tal y como lo cuentas».

Los hechos habían sucedido como los había imaginado. Como que los soñé. Pero no los soñé. No estuve allí. Nunca estuve allí. Fui un viajero de capital haciendo una escala en el pueblo. Me acerqué al forado que se hizo entre nuestra casa y el puesto de policía. Busqué con cara de tonto entre las piedritas en la pista sin asfaltar alrededor de la plaza, como si después de un año aún fuera posible encontrar casquillos de bala. ¿Quién me lo habrá contado? Con pelos y señales. Sabía que La Gringa era la encargada de lanzar el ataque desde los cerros de la quebrada, bajar hasta el pueblo y organizar a la gente asustada. No sabía que uno de ellos pertenecía a las huestes del Malón: ese hijodeputa que degolló a sangre fría a un policía, más allá de Pueblo Nuevo (eso ya es Ayacucho), sin saber que su hermano, militar, iba a viajar con un grupo armado hasta esa zona para buscarlo, que lo iba a acorralar y lo iba a matar de a poquitos en la plaza, cortándole los testículos, los dedos de la mano, los pies, que se iba a acercar hasta su cuerpo moribundo, a escuchar un último deseo y recibir de Malón el escupitajo con su sangre.

En esa quebrada sin río

Sin cielo serrano, sin hoces y sin martillos, de un botazo

destrozándole la cara

Murió Malón de varios tiros,

A manos del hermano de quien molió a balazos.

Jamás pidió perdón.

 

Tampoco supe (lástima, la novela ya está escrita) que fue por intermedio del alcalde (que sabía adelantarse a los hechos porque paró tantos años de arriba a abajo por la quebrada con su padre) que mandaron los refuerzos que evitaron que el pueblo cayera en manos de los terroristas.

» Acarí lo tomaron y mataron al alcalde. Él era contemporáneo de mi papá. Mi papá se subió a la camioneta con 20 botellas de vino y se fue a Arequipa. El comandante que estaba a cargo pidió un vaso y probó. Carajo, de dónde ha sacado esta delicia. A ver ¿qué me va a pedir?»

Solo quería que mandaran refuerzos. Temía que bajaran a matarlo igual que al alcalde de Acarí. Tú sabes cómo es mi papá. Conversaron de todo, se cagaron de risa, se tomaron varias botellas juntos. Se cayeron muy bien. Ordenó que fueran al pueblo 40 refuerzos. Pero no cualquier refuerzo: 40 policías contrainsurgentes. Esos que estaban entrenados para la lucha antiterrorista. También mandó a tres espías a trabajar en las chacras de la quebrada. Esos tres espías fueron la clave de todo. Ellos se comunicaron con la comisaría apenas vieron que los terrucos empezaban a organizarse para bajar. Cuando estuvieron listos para atacar el pueblo, la policía ya los estaba esperando.

«Hasta la cantidad de los que mataron fue así como tú cuentas».

En la chacra, de niño, yo olía el viento. Por la tarde, cuando la brisa movía las ramas, se escuchaba un ruido muy débil y había un olor especial que llegaba hasta la casa. A veces, en Nueva York (como el jueves pasado en Amagansett) encuentro otra vez ese olor: Por unos segundos aparece en mi cabeza la imagen completa de la puesta de sol en la quebrada, el ruido del viento y las hojas, el olor a hierba que me alcanzaba en la mecedora debajo del enramado donde leía alguna novela (¿Rayuela?)

Durante el día (cómo sabían que yo era un inútil para el campo) mientras ellos cosechaban el algodón, ensanchaban o tapaban las zanjas que llevaban el agua, yo tenía permiso para pasearme por el cerro, patear las piedras que resbalaban hasta la acequia, irme caminando hasta el estanque, vagar debajo de los árboles, recordando cómo alguna vez mi abuela cosechaba ahí, al lado del agua, las almendras, mientras sus nietos, colgados como monos de la ramas, abríamos las vainas y nos llenábamos la boca del algodón dulce de los pacaes.

Entonces yo solo apuntaba (No sé qué. Ni siquiera sé dónde quedaron esas libretas de notas. Creo que me fijaba en ciertos detalles de las frutas, del agua que caía en un chorro muy débil por uno de los lados del estanque.) Durante el almuerzo me quedaba en la cocina. Después de cenar me quedaba en el comedor, preguntándoles cómo se llamaba ese maíz que trituraban, mezclaban con azúcar fina y se comían de postre. Quería saber cómo se llamaban esos pájaros que seguían volando entre la paja del techo de la bodega hasta que se cerraba la noche sobre la chacra y sólo se escuchaba el ruido del viento y aparecían las estrellas.

La violencia era solo una sospecha, y nadie entendía por qué mi tío quería volver a ser candidato a alcalde si ese pueblo no tenía salvación.

Cada noche, esos niños con los que no podía competir en el verano porque sabían caminar entre las piedras (descalzos) mucho mejor que yo,  y también sabían sacar mariscos de las rocas del fondo del pozo con una red amarrada a la cintura, mientras alguien les avisaba si la ola venía; se metían al mar con zapatos (jamás pude hacerlo: encontraba tan poco placentero eso de meterme al mar con los pies envueltos), esos niños que vivían en ese pueblo todas las demás estaciones, dormían sabiendo que podía ser la última.  Y a veces se iban al cine, a mirar películas en un televisor de 24 pulgadas. Allí los encontró el ruido de las balas.

Supe que abandonaron todo. Era el año 1990. Yo acababa de ingresar a la universidad y el mundo en que vivíamos se estaba derrumbando sin que supiéramos que se podía hacer algo para salvarlo. Éramos clase media alta y creíamos en eso que dice el himno nacional: seámoslo siempre. Ya nos habían ofrecido emigrar pero estábamos esperando primero a que se hunda el barco. Se hundía de a pocos. Las últimas esperanzas estaban puestas en una elección presidencial que nos había colocado a todos contra todos.

En la universidad, con mis compañeros, recorrimos las cárceles de Lima buscando a gente a quien el pastel les hubiera arruinado la vida por completo: encontramos a algunos cuantos, nos los pusieron enfrente para que los filmáramos: había un tipo que cada semana terminaba en prisión. Otro día nos llevaron a Castro Castro para que le hiciéramos una entrevista a El Padrino, representante legal de los presos. Entramos a Santa Mónica. En cada uno de esos penales éramos recibidos como unos payasos a quienes nadie conoce, que son bienvenidos porque vienen acompañados de los dueños del circo.

Tanta agua debajo del puente.

En esa época leía las historietas de Juan Acevedo, con títulos de ruidos (Trann) en una revista política. Hoy vengo en un tren, al lado de un río, y salen de la memoria esas imágenes. Entonces escribo esto que sale como una flaca corriente de ese riachuelo que bordeaba el estanque, mientras veo que el viento también mueve las hojas por acá.

Hay días en que merece la pena dar gracias. Algún aguafiestas me dirá que siempre hay que dar gracias. Hoy las doy, después de haber visto un video ilustrativo sobre lo que significa el Estado Islámico y otras zonas del universo no tan placenteras donde tal vez me toque reencarnarme, para odiar que las mujeres caminen sin velo, o que mi vecino se emborrache cuando le dé la gana, o que al otro lado de mi cerca, un buen pastor decida que le gusta más la poesía que el Libro Sagrado.

Doy gracias porque con todas las imperfecciones y broncas que nos tocó afrontar en nuestra historia, mi gente sigue libre y yo sigo libre, sentado en un café, haciendo lo que quiero: escuchando a una banda de rock maldecir en vivo, a una mujer de piernas muy largas sorber con lentitud una bebida caliente, a dos jóvenes aburridos pensando en lo que quieren hacer con su vida, decidiendo tal vez en este mismo momento que no quieren hacer nada con ella, que no quieran planificar los próximos veinte años. Para qué.

Sí, claro, señor: estoy muy agradecido.

quebrada

 

 

 

Viajar a Tombuctú

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Viajar: algunos vivimos y morimos fascinados por la sola idea del viaje.

Viajar puede significar escapar, como en la triste experiencia de inmigrantes que tuvieron que dejar una patria. Pero viajar también puede ser aproximarse, por voluntad propia, a quienes viven distinto.

Rossana Díaz Costa, en agosto de 1993, estaba sentada en un andén de la estación de trenes de Santa Cruz de la Sierra en Bolivia. Quería llegar al Atlántico cruzando el Pantanal, atravesando Brasil. Viajaba con una amiga que se había enamorado con locura la noche anterior. Esa amiga se llamaba Rosario, y estaba abrazada al oso de peluche que le regaló su novio de muchos años al despedirla en Lima. Lloraba por un joven de chaqueta de cuero negra que le había dado un beso antes de dejarlas en el andén boliviano. Lo había conocido la noche anterior en una calle de Santa Cruz. Había bailado con él en una discoteca, y aquella mañana creía estar cometiendo una traición de amor al abandonarlo para seguir viaje con Rossana hacia Brasil.

La historia era tan patética que era mejor no pensar en esas lágrimas que ahogaban al muñeco de peluche. Rosario caminaba por un lado del andén y Rossana –un poco harta– se había sentado en una banca, a esperar el tren. Ahí me vio.

Estaba ciega porque no le gustaba llevar los anteojos cuando se quería sentir cool ¡Era su gran viaje de aventuras por Sudamérica! Yo estaba pensando en lo feas que eran todas las chicas de Santa Cruz que caminaban por los alrededores de la estación. De pronto, me fijé en una muchacha desarreglada (pero cool) que se veía bonita y jiposa con su cabello largo, que miraba a los demás con interés. Me acerqué, cargando mi morral –con el que también planeaba llegar hasta Sao Paulo y vivir más de un mes– y observándola. Entonces me di cuenta de que la conocía. La había visto antes ¿pero dónde?

Me acerqué tanto que al final ella venció a la miopía y me reconoció.

Yo también: era la estudiante que asistía a las clases de guión de cine del amigo de Pablo Neruda: Domingo Piga, héroe del teatro experimental chileno, profesor de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Lima. Nos saludamos con emoción, con extrañeza por la casualidad. Habíamos comprado boletos para el mismo tren. Los dos nos íbamos a Brasil en viaje de aventuras. Rossana me contó con rapidez la telenovela de su amiga Rosario, la gordita que en ese momento apachurraba contra su abundante pecho al peluche que le regaló su novio limeño, mientras lloraba por un nuevo amor. Nos reimos de ella juntos. El tren boliviano –apellidado Bala– se demoró todo lo que podía hasta la frontera con Brasil y aquello nos dio tiempo para extendidas conversaciones, sentados en las gradas del vagón del tren, con las puertas abiertas a las vías del ferrocarril, mirando un desordenado paisaje de plantaciones y de vegetación interminable hasta la frontera.

En Sao Paulo nos despedimos pero ya éramos amigos. Dos años después recorreríamos tres países de Sudamérica con muy poco dinero, veríamos a los Rolling Stone en Santiago de Chile, bailaríamos una canción sobre Hombres Lobo en la discoteca más austral del mundo y casi moriríamos atropellados por un caballo en Puerto Montt. Comeríamos pizza en Buenos Aires y aprenderíamos todos los insultos posibles en San Luis, Argentina bajo una granizada atroz, cruzaríamos la cordillera en ambos sentidos, trepados en camiones, camionetas, autos y carros de bomberos. Aprenderíamos historias sobre las vidas de gente buena y distinta. Luego seguiríamos en contacto porque sus amigos también se hicieron amigos míos: la Rosario del peluche enamorado tendría capítulos en mi vida donde Rossana ya no estaba, Rosario adelgazaba, y otros valientes amigos míos se enamoraban de ella.

Rossana emigraría a España. Yo la visitaría en A Coruña, donde me daría cabida en su pequeño hogar con ventanales gigantes a la Avenida Finisterre. Nadaríamos juntos bajo el puente romano de Allariz, brindaríamos con calimoxo en Riazor, caminaríamos al lado de los carriles de tren de Pontedeume. Me presentaría a unas amigas simpáticas y medias locas. Una de ellas me ofrecería empleo de periodista. Rossana me empujaría a irme sin dinero a conocer Portugal, a dormir en estaciones de tren, en iglesias vacías y sobre las veredas de un teatro, a mochilear trepado en camiones de paso con los que alcanzaría Alemania y regresaría a A Coruña para despedirme y marcharme a Londres y luego a Nueva York.

Todos la llamamos La Roca. Sabemos que anda un poco zafada y que lo que la hace más feliz es el helado. Sabemos que escribe unos cuentos deliciosos, llenos de una sensibilidad capaz de tocarte el corazón. Sabíamos que estaba escribiendo guiones, que algún maldito productor cuyo apellido comienza con Sol la estafó; que sabía repartir su tiempo para hacer miles de cosas y que, al regresar a Perú, siguió con la rutina de siempre querer hacerlo todo.

Uno de los guiones de Rossana se llamaba Viaje a Tombuctú.

Como todos los guiones que acumulan premios y cuya directora tiene agallas y exprime el tiempo para persistir, en algún momento del año 2013 el guión se convirtió en película. Se transformó en un extraordinario filme que este último jueves vi por tercera vez (en mi versión especial, mi Director’s cut ), esta vez con mis estudiantes de Spanish 114, los Heritage speakers del programa College Now: alumnos que están terminando la escuela secundaria, a quienes se les da la oportunidad, tras pasar un examen, de ganar unos créditos universitarios.

Quienes en algún momento hemos dejado familia y amigos atrás, quienes vivimos ese momento en que había que mirar todo alrededor para poder recordarlo durante muchos años, entenderemos la fascinante historia de Viaje a Tombuctú .

Mis alumnos, hispanos, con edades entre 16 y 18 años,  también pasaron por esa experiencia, en circunstancias distintas.

Fue interesante ver sus expresiones mientras avanzaba la peícula. La historia de amor contada desde la sensibilidad de una niña (rockera, con gustos cinemeros) creo que alcanza más a las muchachas. Sin embargo, en la película hay muchas escenas que tocan a hombres y mujeres, de modos distintos. Te tocan no solo si tuviste una juventud difícil, no solo si viviste la niñez y la adolescencia en un país en guerra y en crisis.

También te toca si tuviste una pandilla de amigos y amigas, si espiabas a la niña que te gustaba en el cine y si montabas bicicleta con ella. Si te gustaban los fuegos artificiales al lado del mar, si alguna vez el carro de tu padre se quedó atorado en la arena y si tuviste conversaciones maravillosas con tus abuelos. Te tocan si gritaste como loco/loca en un concierto de Soda Stereo, si empapelaste tu cuarto con posters de músicos que adorabas y si coleccionabas casetes pirateados de las bandas que idolatrabas. También te toca si viviste la violencia de una sociedad vigilante (donde el abuso tenía carta blanca para «protegerte» de la violencia desconocida) si fuiste de viaje por la sierra con tus amigos, en épocas en que era un tema peligroso, si la juventud fue un momento maravilloso de tu vida, etc.

Hay tantas imágenes memorables en esta película de Rossana Díaz que no me cansaré de recomendarla. Además: el fondo musical es excepcional. Con la música uno ingresa a una especie de cuento de hadas con personajes reales, con jóvenes buenos y desesperados en búsqueda de la felicidad, acá o allá: en Tombuctú.

Lima es un trapo

A esa ciudad que nos vio nacer. Que los cumplas feliz.

El renacimiento peruano y Sigo siendo

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Víctor Angulo, gran guitarrista arequipeño y uno de los músicos presentados en el documental Sigo siendo sobre la música peruana

 

Y no penséis, señor, que yo llamo aquí vulgo solamente a la gente plebeya y humilde, que todo aquel que no sabe, aunque sea señor y príncipe, puede y debe entrar en número de vulgo

Don Quijote

Suele ser un lugar común llamar Renacimiento a un período de cierto crecimiento cultural.  En el caso del Perú podría ser un caso extremo de estrechez visual: todo renacimiento debería estar acompañado de un incontestable tiempo de renovación, un abandono de las formas antiguas que se reemplazan por una época de esplendor humanista. Sin embargo, incluso en sociedades cuyo florecimiento cultural e intelectual tiende a ser considerado como el ejemplo mayor del término «renacimiento», los primeros signos del avance humanista–y acá estoy refiriéndome a los esfuerzos de Valla y de Petrarca, entre otros–estuvieron acompañados del oscurantismo y las costumbres heredadas de la época que aquellos hombres definieron como Edad Media, es decir, la situada en la mitad entre un período de esplendor y otro.

Para nadie resulta un secreto que la actividad cultural, la discusión intelectual y la producción artística han crecido en el Perú a la par del desarrollo económico, con cierta constancia, desde principios del siglo XXI. A nivel internacional, la coronación de uno de nuestros más brillantes intelectuales con el Premio Nobel de Literatura en el año 2010 sirvió para cerrar con un broche magnífico (sin apagar discrepancias de tono político o esconder las consideraciones al deterioro de su obra novelística) una década de crecimiento cultural, de permanente florecimiento de las artes, en muchos de sus campos. La segunda década del siglo XXI ha comenzado a darnos similares demostraciones de lo que se podría denominar como renacimiento.

Es verdad que nuestro florecimiento intelectual y artístico se ve menguado por otras condiciones de frivolidad en la cultura y superficialidad en los contenidos a los que accede el consumidor de medios impresos y audiovisuales. Es una tendencia mundial y el Perú no ha podido aislarse de ella.

Se ha denunciado cómo los intereses políticos pueden perjudicar el nivel de calidad de un medio impreso que ha servido un papel central para la difusión de las ideas, del arte, las letras y las ciencias en la historia peruana. Felizmente, el deterioro de El Comercio, también ha coincidido con la llegada de las nuevas ventanas iluministas que son las herramientas del Internet: notas individuales que se difunden con modestia desde los aparatos que manejan estos peruanos que se suman a la discusión y que, por las condiciones económicas y sociales que primaban antes del comienzo del siglo, están, en muchos casos, fuera de las fronteras del país.

A ellos, se suma la obra de pioneros, intelectuales y artistas que han recorrido el mundo y regresan al país– atraídos por los mismos signos de renacimiento– para, a la manera de los humanistas, demostrar lo que se puede conseguir cuando se ponen las mejores sensibilidades y cerebros al lado a los mejores recursos (técnicas y tencologías de narrar historias o de producirlas) al servicio de nuevas obras (muchas veces redescubriendo y quitando el polvo a lo notable y prestigioso ya existente y poco conocido) que cumplen las mismas funciones que Valla, Petrarca, Nebrija, Porras Barrenechea o Vargas Llosa  cumplieron en su momento: anunciar una promesa de nueva civilización. En nuestro caso: el Perú Posible.

Así veo la aparición de filmes como Sigo siendo, que Javier Corcuera ofrece como obra maestra de su trabajo como documentalista, para conectar las diferentes zonas del Perú con una historia que muestra la riqueza de su música poniendo en evidencia la fortuna cultural de nuestro país. Es una historia que sólo puede ser apreciada hoy, porque es recién después de un largo camino de desarrollo sostenido que existen las condiciones, la teconología, el aparato de producción nacional, los medios de distribución y, mucho más importante: el público, preparado para ver lo que nos enseña la pantalla.

En la última edad media peruana que fue esa noche de desastre político y convulsión de las últimas décadas del siglo XX, en un territorio fragmentado por la guerra, al que se conocía muy poco (porque la sociedad urbana apenas salía y la sociedad rural estaba en proceso de acomodación a la vida de la gran capital y otras capitales regionales) una película como la de Corcuera hubiera sido vista por muy pocos. Además, hubiera sido como un estudio etnográfico: Tres países desconectados, unidos en una melodía a la que sólo hubieran tenido acceso algunas minorías en Lima.

Hoy, todas las regiones del país tienen sus representantes en esas salas de cine que se podrían llenar para experimentar esa conciencia de patria. Y las voces que hablen sobre ella y sobre el fenómeno que significa producir películas que traten con seriedad a la sociedad, que cuenten historias profundas sobre nosotros mismos, vendrán de todos lados.

La discusión sobre la cultura y su desarrollo se abrirá desde ventanas como ésta, en espacios liberados de la tiranía de unos pocos medios de información controlados por unos cuantos individuos.

Hoy aparecen más publicaciones–novelas, crónicas, historietas, ensayos, poemarios–, esculturas, poemas,fotografías, representaciones de teatro o danza que analizan el sentido de la peruanidad. Los extranjeros a quienes les importan las diferentes manifestaciones de una civilización, alcanzan estas obras y también identifican una cultura que, para nosotros apenas se está empezando a reconocer, y  que a ellos les asombra.

No habría que perder la luz, habrá que seguir iluminando el camino. Y no negarle el crédito que tiene en este renacimiento, ese otro sendero de lucha por el progreso (y no por el retroceso y la barbarie de la violencia) que tomó nuestro pueblo, las grandes mayorías nacionales. Hay que apuntar a la integración y condenar los esfuerzos racistas o clasistas. Si nos sentimos orgullosos de la comida y de la música que produjeron quienes mejor siguen representando esa edad de oro que hoy miramos y nos asombra, admiremos y respetemos a nuestros indígenas, a quienes menos tienen.  Esto significa también defender sus áreas de vida y crecimiento, su ambiente, ante la destrucción que pretenden quienes promueven actividades extractivas irresponsables con la ecología. Los peruanos más pobres en dinero pero los más ricos culturalmente, han sabido conservar las tradiciones de sus pueblos a pesar de la permanente batalla en algún momento hispanizadora, en otro afrancesante y hoy norteamericanizante que establece Lima, muchas veces con prepotencia.

Tal vez la falta de recursos desacelere este crecimiento, tal vez no. Quizá la presencia de voces importantes–intelectuales de izquierda, pero también de centro y de derecha– en distintos centros creativos que hoy tiene el país sigan trabajando y dejemos atrás, por fin los años de la oscuridad. El renacimiento del Perú, visible en documentales como los de Corcuera, será el cumplimiento de una promesa a la que muchos le han dado y hoy le siguen dando la vida.

But there is no water

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(Don’t rain on my beach!)

–It doesn’t rain in Peru?

Of course there are places in Peru where it rains. There are beautiful rainy days in the mountains. And of course, we have the jungle.

However, that’s not the place where I grew up, Lima la Horrible, the gray one, la villa de polvo, the piece of land where I learned how was the life on Earth, the city where I never saw an umbrella but in cartoons and movies.

–Mom, the Peruvian coast is one of the most arid places on the world. They only get 2 inches of water per year, and most of that water is not rain but fog,  said Frances (she read it in 1491, that amazing book that old Sal, in Southampton, recommended me a few months ago)

The temperature of the Humboldt Current in the Pacific Ocean blocks the rain from the West. The rain from the East is blocked  by the peaks of the Andes. However, there is life (extraordinary life) in between the valleys created by the many rivers that come down from the melted ice and the lagoons on top of the Andes, all the way to the Pacific Ocean.

And there is no rain: Little lizards go under the rocks and the bunch of friends walk in line to the ocean, to the Pozo de los Compadres, where we are going to get fish, or get sea food, stuck to the rocks where the ocean splash into the coast, sea urchins stuck to the rocks on the bottom of the Pozo, and red crabs, hidden in between the huge black stones.

Sometimes it rains. And there, in the middle of the night in this town of the Peruvian coast called Silaca, everyone runs outside, and we help to put huge plastic bags on top of the roof remade every year with logs and totora straw. And we know now that we have El Niño, that current of hot water that once in a while, around Christmas, comes all the way South, bringing rain, a lot of rain, nightmares and destruction to these people not used to the abundance of water.

And that’s why I was surprised at 19, in Ubatuba, next to Sao Paulo in Brazil, when I saw sand, ocean and trees together, for the first time. And with the same awe, I bought a first umbrella in London, and I forgot it the same day, next to a public phone, when I called Lima from the Underground, and told my family, kind of amazed: It’s raining!

But sound of water over a rock

Where the hermit-thrush sings in the pine trees

Drip drop drip drop drop drop drop

But there is no water

(Eliot)

And here I am, waiting for the sun. Watching the leaves that hide the streets, the animals, the people who roam around this area in Long Island. From the airplanes you’d only see the jungle, the amazing arms of the trees, these people of the forest, surviving another storm, another summer full of rain.

There is rain and no beach (F**uck!)

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28

Todos tenemos un grupo de números que marcan nuestra vida. Meros dígitos, cuya mención despierta algún recuerdo. Así, un saludo que en algún momento pudo haber sido mucho más formal, se convirtió con los años en el «Feliz 28» con el cual nos saludamos para desearnos una abstracción: la felicidad de pertenecer a un grupo, en un territorio demarcado antes de que uno naciera.

El 28, hemos decidido, es la ocasión para brindar por la promesa de que un DNI es la garantía de nuestro bienestar.

De niño, los 28 tenían la parafernalia rojiblanca que se extendía hasta las pantallas donde los presidentes recibían una cinta de mando y, al siguiente día, los tanques desfilaban, probando que contábamos con un ejército preparado para salvaguardarnos de la ambición de nuestros vecinos.

De joven, en el desorden institucionalizado que fueron los 80s, el 28 se transformó en el día escogido para dinamitar. Alan García, el cretino decepcionado por la lentitud con que malfuncionaban sus recetas de control de precios, se peleó contra sus enemigos ideológicos y nos arrastró al peor desastre económico de nuestra vida republicana.

Sobrevivimos. Ansiosos, desengañados, 28 se transformó poco a poco en una fecha más de negación, cuando preferimos ignorar el discurso e irnos a la playa y acampar en las arenas garuadas de nuestra costa o en las plazuelas remozadas de nuestra sierra.

Sin embargo, ese número lo arrastramos así nos esforcemos en manifestar nuestra apertura a diferentes culturas. Somos gente de allá. Así hablemos otro idioma, un 28 que sale de una boca nos pone alertas, nos conmina a mirarnos otra vez como parte de un todo. Somos individuos hasta que la cifra sale al aire, retumba en nuestra memoria y nos hace un colectivo, un grupo, una nación. El 28 de julio, dichosos, fatídicos, a veces indiferentes, nos convertimos en el Perú.

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