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The New York Street

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Londres

En la National Gallery

Portrait of Cezanne by Pisarro at the London National Gallery
Retrato de Cezanne por Pissarro, en la London National Gallery

Rescate de un viaje a Londres: un poema en una hoja mordida por un conejo, entre varios papeles que pertenecen al año 2000, ese en que llegué a la capital inglesa a empezar a vivir mi primer invierno en el Norte. Entre la desesperación (entre otras cosas, por no tener dinero en el bolsillo y estar muy lejos de todo lo que había conocido) recuerdo siempre con cariño mis entradas a los museos londinenses, gratuitos al público. Fue la primera vez en que me atreví a pedir dinero en la calle: tenía que regresar de Luton a Londres y revisando en los bolsillos me di cuenta que no me alcanzaba para el tren. Fracasé. Recuerdo algunas miradas severas. Recuerdo haber regresado en el frío y el aire gris de Luton hasta el departamento de mi amiga irlandesa Janet Dunlevy​ a comerme mi orgullo y a pedirle algo de dinero. Una de sus roommates, la inglesa rubia gorda, millonaria y promiscua que vivía al fondo en un cuarto especial y nunca lavaba un plato mandó unas monedas. Recuerdo la caminata de regreso a la estación del tren, la desesperación. Acababa de cumplir 28 años, estaba lejos de todo y extrañaba mi mundo y a mis amigos. Gracias a Omar Pareja​ que me dejó extender un colchón en su pequeño apartamento de estudiante trabajador, que me dejó quedarme cuatro semanas en Londres a experimentar lo que es sentirse solo y pobre por primera vez. Gracias a mi familia que no sé de dónde sacó el dinero para un boleto de 300 dólares que milagrosamente me puso en Nueva York después de pasar por Reikiavic (recuerdo el nudo en la garganta mientras un ATM botaba los billetes como si fuera un milagro). Gracias a los Museos de Londres que siempre me hacen pensar que valió la pena el viaje, que siempre vale la pena un viaje, así te falte dinero y te coma la nostalgia.

 

En la National Gallery

Cezanne, Van Gogh, Gauguin,

Aquí entre ellos no siento ni la magia,

Ni la putamadre

Solo la amistad que los unía

Alrededor del color.

 

A mi derecha un cuadro de Pisarro

Un retrato de Cezanne, barbón

En una casaca gruesa

(Parece un oso ─ridículo─ posando)

Atrás: la silla que dibujó Van Gogh

De su amigo Gauguin.

 

Distintos, tal vez,

Mas buenos amigos

Basta ver los colores:

El amarillo de los girasoles

El de la silla que parece

Adorno de un cuarto de niños.

 

Qué amistad la de estos tipos

Como la que sentí esta mañana

Al abrir el ojo:

Mi amigo Omar me dijo que había tenido cuatro sueños

Cada cual más pastrulo que el otro.

 

Es que estoy en un ciudad donde hace mucho frío

Todos mis amigos están lejos

Cómo me gustaría volver a verlos

Y alegremente, locos y juntos

Como Van Gogh y Gauguin, garabatear unas sillas

Y tomarnos un trago.

 

National Gallery, Londres, 9 de noviembre de 2000

 

La importancia de balbucear

Hilary Mantel, la pluma de Inglaterra
Hilary Mantel, la pluma de Inglaterra

A veces, cuando estoy nervioso y quiero decir algo, balbuceo.

En aquellos momentos, me siento víctima del terror: el cerebro –leal amigo–me podría fallar en algún momento de mi vida; entonces tendría que lidiar con el universo a ciegas, sin él.

Hilary Mantel conversaba con The New Yorker, hace ya algunas ediciones. Decía que un escritor sólo es tan bueno como el próximo párrafo que sea capaz de escribir. Así se liberaba de cualquier orgullo,  de esa obra que ella consideraba apenas un regalo; porque al sentarse a escribir  un libro nunca sabía con seguridad lo que iba a ser capaz de poner en un papel.

La escritura es un don. Nos sentamos con la idea de decir algo. Es obvio que balbuceamos y luego empieza a aparecer el universo, la conjunción feliz de palabras, imágenes, sonidos, puntos y comas que se enlazan como si fuera por arte de magia: se nos dibuja una sonrisa, el mundo se llena de color. Escribimos porque nos gusta y nos hace felices.

Hilary Mantel alguna vez fue una muchachita muy pobre, viviendo con su madre y el amante de su madre; sospechando de las escuela y de sus maestros.

Terminados sus estudios, Mantel consiguió un trabajo que no le agradaba. Entonces, abrigó la idea revolucionaria de dejarlo todo para escribir un libro sobre los revolucionarios franceses.

Lo hizo y el libro no se vendió. Nadie entendía que su novela, para el mercado de ficción histórica, llegaría más allá de los consabidos lugares comunes a los que suele estar acostumbrado el lector de este tipo de libros (intrigas de dormitorio, traiciones, romances que pasaron desapercibidos pero que fueron trascendentales para la historia, etc.) Fue un largo balbuceo para el cual Mantel se había preparado; leyendo durante meses todo lo que pudo sobre Robespierre, Danton y los héroes de la revolución.

Mantel se puso gorda, sin querer; y siguió escribiendo porque todos los días se sentaba y las palabras e imágenes que aparecían escritas sobre el papel la maravillaban. No creía merecerlas. No había hecho nada: salvo sentarse y comenzar a balbucear sobre un papel.

Este año, después de ganar el Man Booker Price–la novela Wolf Hall, una ficción histórica sobre la figura de Oliver Cromwell, oscuro político inglés, odiado por muchos y respetado por algunos; la sacó del montón y la puso en la línea de los escritores trascendentes–Mantel se dio el lujo de mudarse a un pueblito a tres horas de Londres. A la casa donde siempre quiso vivir hasta retirarse, lejos del ruido y de las obligaciones de los «escritores que no escriben» como dice ella; de aquellas distracciones editoriales que hasta ese momento consideraba que iban pegadas a su trabajo de escritora.

Ahora sigue balbuceando frente a una página en blanco, lejos del mundo, en su propio espacio; y dice satisfecha: «me lo he ganado».

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