Cuando Julia se despertó, el hombre estaba sentado en el asiento a su lado, mirándola. Julia lo inspeccionó, incrédula. Él tenía lentecitos y vestía traje.
El autobús había salido de la capital a medianoche. Antes de quedarse dormida, Julia recordaba que su compañera de asiento era una señora con trenzas, que cabeceaba contra el asiento de adelante, con un costal de yute entre las piernas. ¿De dónde salió este hombre? pensó.
Este hombre la miraba con amabilidad. No esperó mucho tiempo, la miró a los ojos y le hizo una propuesta: le ofreció dinero por venderle el alma de esa criatura que ella tanto recordaba. Marcelo ya no es una criatura, Julia, le dijo. ¿De qué está hablando usted?, joven. No te voy a pedir que te abras el mandil ni que me enseñes los pechos, dijo el hombre. Julia se puso muy colorada.
—El trato es muy simple, dijo el hombre. Yo te doy cien soles. Mira, acá sobre tu vestido voy a dejar este billete nuevecito. Es verdadero, puedes chequearlo. Y te voy a dar este papelito, con este lapicero, y tú vas a escribir “sí”.
Julia trato de mirar por sobre el hombre, por la ventana,¿Habrían ya pasado la pampa?¿El desvío de la Panamericana, por esa carretera recién construída, que otras personas decían que la llevaba en casi nada de tiempo hasta su pueblo? No se veía nada. Muy oscuro estaba.¿De qué hablaba este hombre?
Tienes que volver Julia, le dijeron sus parientes. Todo está muy cambiado. Vas a encontrar tu casa, igualita, sólo necesitas levantar un poco de piedras del muro de la cocina que se han caído con las últimas lluvias. Y ponerle más paja al techo. Pero si toda mi familia se ha venido, todos están en la capital. No todos Julia ¿Te acuerdas de tu primo? ¿el Ciro?
—Yo lo sé todo, Julia. Ya tú me debes estar reconociendo. Tú me has visto en la televisión ¿no? Sólo te voy a dar este papelito y tú sólo tienes que escribir “sí”. Nada más. Y me lo das. Total, tú ya no vas a regresar a la ciudad, te vas a quedar a vivir en tu pueblo ¿no?. A ti que te puede importar lo que le pase a Marcelo o a su familia. ¿Que cómo sé yo que te regresas para siempre, harta de la capital? Yo lo sé todo, Julia. Sólo escribe SÍ.
Julia sentía un frío que le penetraba por los zapatos y le provocaba escalofríos. Creyó que su cuerpo se había vuelto débil, que había perdido la costumbre de la helada en tantos años de costa. Miró hacia los asientos de adelante, todos estaban cubiertos con frazadas y tiritaban. El único al que no parecía importarle nada la temperatura, era a este hombre que le alcanzaba un lapicero y un papel, que le insistía, recordando memorias que Julia creía que ya no tenía.
—¿Te quería Marcelo?¿Como a una madre?¿Por eso dejaste que succionara tus pezones tibios?¿Recuerdas que tu primito Ciro te pidió lo mismo?¿Que abrió la puerta de tu habitación mientras tú te cambiabas la ropa y repasó con su lengua ambos pechos?¿Recuerdas que puso su mano allá abajo? Todo lo sé, Julia. Escribe sí y te prometo que no te voy a molestar jamás, que puedes hacer de tu vida lo que quieras.
Y Julia dejó que Marcelo besara sus senos porque quería sentir lo mismo que le hizo sentir su primo. Y ahora ella regresaba y lo iba a volver a ver. Sólo a eso iba, si era sincera. Porque nunca creyó esa mentira del dinero para la reconstrucción, de la necesidad del regreso que algunos de sus amigos mencionaban. Regresaba hacia Ciro. Además de él sólo le quedaban del pueblo sus malos recuerdos, toda esa sangre que recordaba, la noche que asesinaron a su padre. ¿Podría acaso volver a asomarse por el valle? ¿Se atrevería a reconocer la piedra donde él apoyaba la cabeza antes de que lo asesinaran? De Marcelo ni nadie de esa familia sé nada. Dónde estarán, seguro que bien, porque ellos tenían una buena escuela, iban todas las mañanas. Julia le había preparado una buena lonchera, le había asegurado su corbatita para el desfile. Ella había jugado con él a ser mayores, su primera familia en la ciudad después de la desgracia. Eran otros tiempos, pensó Julia.
—Ya está. Un sí escrito bien claro. Eso es todo. Ahora me voy. No querrás que te arruine tu llegada contándote detalles de la vida de Ciro. No. Me has vendido el alma de Marcelo, con el derecho que te da haber sido la única mujer a la que él ha amado de verdad, la única en la que hubo reciprocidad. Y eso es todo lo que necesito. Tú ya habías cumplido con la primera condición de este trato. Abriste una noche las ventanas del cuarto de Marcelo ¿Recuerdas ese sueño en el que te pedí que dejaras las ventanas abiertas? Lo hiciste. No te pongas colorada Julia, ya nada sobre este muchacho te debería importar.
—Eso me dijo ese hombre de la televisión, y ahí nomás, yo me quedé dormida y él desapareció. Cuando abrí los ojos, allí estaba la señora de las trenzas, a mi lado, y en el bolsillo encontré un billete nuevo, de cien soles. Nunca se lo había contado a nadie. Fue en ese bus en el que regresé al pueblo, Ciro. Tú estabas casado pero igual me buscaste. Y yo de nada me arrepiento.
País de hartos. Lima: Estruendomudo, 2010. Impreso (pp. 129-131)