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The New York Street

Un blog lleno de historias

mes

diciembre 2013

Oh mi Hellboy

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Cuando Julia se despertó, el hombre estaba sentado en el asiento a su lado, mirándola. Julia lo inspeccionó, incrédula. Él tenía lentecitos y vestía traje.

El autobús había salido de la capital a medianoche. Antes de quedarse dormida, Julia recordaba que su compañera de asiento era una señora con trenzas, que cabeceaba contra el asiento de adelante, con un costal de yute entre las piernas. ¿De dónde salió este hombre? pensó.

Este hombre la miraba con amabilidad. No esperó mucho tiempo, la miró a los ojos y le hizo una propuesta: le ofreció dinero por venderle el alma de esa criatura que ella tanto recordaba. Marcelo ya no es una criatura, Julia, le dijo. ¿De qué está hablando usted?, joven. No te voy a pedir que te abras el mandil ni que me enseñes los pechos, dijo el hombre. Julia se puso muy colorada.

—El trato es muy simple, dijo el hombre. Yo te doy cien soles. Mira, acá sobre tu vestido voy a dejar este billete nuevecito. Es verdadero, puedes chequearlo. Y te voy a dar este papelito, con este lapicero, y tú vas a escribir “sí”.

Julia trato de mirar por sobre el hombre, por la ventana,¿Habrían ya pasado la pampa?¿El desvío de la Panamericana, por esa carretera recién construída, que otras personas decían que la llevaba en casi nada de tiempo hasta su pueblo? No se veía nada. Muy oscuro estaba.¿De qué hablaba este hombre?

Tienes que volver Julia, le dijeron sus parientes. Todo está muy cambiado. Vas a encontrar tu casa, igualita, sólo necesitas levantar un poco de piedras del muro de la cocina que se han caído con las últimas lluvias. Y ponerle más paja al techo. Pero si toda mi familia se ha venido, todos están en la capital. No todos Julia ¿Te acuerdas de tu primo? ¿el Ciro?

—Yo lo sé todo, Julia. Ya tú me debes estar reconociendo. Tú me has visto en la televisión ¿no? Sólo te voy a dar este papelito y tú sólo tienes que escribir “sí”. Nada más. Y me lo das. Total, tú ya no vas a regresar a la ciudad, te vas a quedar a vivir en tu pueblo ¿no?. A ti que te puede importar lo que le pase a Marcelo o a su familia. ¿Que cómo sé yo que te regresas para siempre, harta de la capital? Yo lo sé todo, Julia. Sólo escribe SÍ.

Julia sentía un frío que le penetraba por los zapatos y le provocaba escalofríos. Creyó que su cuerpo se había vuelto débil, que había perdido la costumbre de la helada en tantos años de costa. Miró hacia los asientos de adelante, todos estaban cubiertos con frazadas y tiritaban. El único al que no parecía importarle nada la temperatura, era a este hombre que le alcanzaba un lapicero y un papel, que le insistía, recordando memorias que Julia creía que ya no tenía.

—¿Te quería Marcelo?¿Como a una madre?¿Por eso dejaste que succionara tus pezones tibios?¿Recuerdas que tu primito Ciro te pidió lo mismo?¿Que abrió la puerta de tu habitación mientras tú te cambiabas la ropa y repasó con su lengua ambos pechos?¿Recuerdas que puso su mano allá abajo? Todo lo sé, Julia. Escribe sí y te prometo que no te voy a molestar jamás, que puedes hacer de tu vida lo que quieras.

Y Julia dejó que Marcelo besara sus senos porque quería sentir lo mismo que le hizo sentir su primo. Y ahora ella regresaba y lo iba a volver a ver. Sólo a eso iba, si era sincera. Porque nunca creyó esa mentira del dinero para la reconstrucción, de la necesidad del regreso que algunos de sus amigos mencionaban. Regresaba hacia Ciro. Además de él sólo le quedaban del pueblo sus malos recuerdos, toda esa sangre que recordaba, la noche que asesinaron a su padre. ¿Podría acaso volver a asomarse por el valle? ¿Se atrevería a reconocer la piedra donde él apoyaba la cabeza antes de que lo asesinaran? De Marcelo ni nadie de esa familia sé nada. Dónde estarán, seguro que bien, porque ellos tenían una buena escuela, iban todas las mañanas. Julia le había preparado una buena lonchera, le había asegurado su corbatita para el desfile. Ella había jugado con él a ser mayores, su primera familia en la ciudad después de la desgracia. Eran otros tiempos, pensó Julia.

—Ya está. Un sí escrito bien claro. Eso es todo. Ahora me voy. No querrás que te arruine tu llegada contándote detalles de la vida de Ciro. No. Me has vendido el alma de Marcelo, con el derecho que te da haber sido la única mujer a la que él ha amado de verdad, la única en la que hubo reciprocidad. Y eso es todo lo que necesito. Tú ya habías cumplido con la primera condición de este trato. Abriste una noche las ventanas del cuarto de Marcelo ¿Recuerdas ese sueño en el que te pedí que dejaras las ventanas abiertas? Lo hiciste. No te pongas colorada Julia, ya nada sobre este muchacho te debería importar.

—Eso me dijo ese hombre de la televisión, y ahí nomás, yo me quedé dormida y él desapareció. Cuando abrí los ojos, allí estaba la señora de las trenzas, a mi lado, y en el bolsillo encontré un billete nuevo, de cien soles. Nunca se lo había contado a nadie. Fue en ese bus en el que regresé al pueblo, Ciro. Tú estabas casado pero igual me buscaste. Y yo de nada me arrepiento.

País de hartos. Lima: Estruendomudo, 2010. Impreso (pp. 129-131)

Oración

Mi lenguaje tiene que ser preciso y claro

Claro como la medialuna de la noche en que

Admiré tu cabello.

Diáfano como el timbre de tu voz

Al suplicarme cariño.

Natural: como Shakespeare

Porque él me gusta

Pero a ti te amo

Celestina en busca de autores

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¿Yo?Melibeo só, y a Melibea adoro, y en Melibea creo, y a Melibea amo

La Celestina, Primer Acto

Entrar en La Celestina es penetrar en uno de los más disputados enigmas sin resolver de la literatura. Sólo se han escrito más palabras sobre las peregrinaciones de Don Quijote por los paisajes áridos de Iberia, que acerca de esta Tragicomedia en 21 actos que perpetúa para siempre, no tanto a los protagonistas enamorados: Calisto y Melibea, sino a los personajes que giran alrededor de ambos, que tejen esta historia de engaños y picardía.

¿Quién imaginó la venenosa lengua de Pármeno, previniedo a su amo que cuando Celestina cruza frente a las piedras «una piedra topa con otra, luego suena ¡vieja puta!»?¿O la de Sempronio, tocando a la puerta y haciendo «tah, tha, tha», inventando la onamotopeya en esa España recién reconquistada de finales de los 1400?

Los personajes de este libro se mueven por las páginas despertando el cariño del lector, pintando una historia que parecería no ser la criatura de un oscuro Bachiller del que se sabe muy poco ( y que jamás escribió nada más)–Fernando de Rojas–sino de un literato no tan sólo con vasta experiencia en la representación teatral, sino también con extraordinarias capacidades para interpretar el corazón humano. Si se quiere, para soltar un nombre (del que creemos conocer un poco más): un William Shakespeare,  un siglo antes, y en español.

Apropiada por los académicos, que siempre buscan más que los lectores, el nombre de Rojas ya ha sido borrado de alguna edición reciente. Hay suficientes evidencias de la incapacidad de Rojas para producir los mejores pasajes de este libro con su nombre. Las tesis abundan, sin embargo, parece lógico inclinarse por quienes creen que él apenas habría sido culpable de encontrar pedazos de un texto muy bueno y acabarlo bastante mal.

Me gusta mucho más la suposición de la existencia de un grupo de autores. Esa breve hermandad de mentes agudas y disipadas, de reconocido ingenio, que en toda literatura nacional siempre aparece. Esas personalidades literarias circunspectas, obligadas a guardar en público el decoro, que escriben en privado por el mero gusto de despertar el ingenio y para divertirse. Se me ocurre tal vez a Juan de Mena, a Diego de SanPedro, o a cualquier otro autor que ya se había ganado la voluntad y el cariño de la corte –merced a las venias interminables y a la lealtad televisada–, sentados en una mesa, compartiendo el vino, aburridos de hablar de libros, imaginando las descabelladas, frescas y subversivas frases que componen los actos de la Comedia en La Celestina.

Acabar la obra–el acto final de la Comedia, interpolaciones en el texto y actos añadidos de la Tragicomedia– puede haber sido fruto de la paciencia del Bachiller Fernando De Rojas. Sin embargo,  para que nos hablen como hablan los personajes de La Celestina, se necesitaba la magia de quien ha conocido bien el mundo: una mente que no creyera en la mentira de que el arte tenía que ser un panfleto sobre la virtud. Ya lo sabía Cervantes cuando se burlaba de la seriedad de los caballeros andantes: el mundo más brillante no es el de los circunspectos y los rectos, sino de quienes saben que la vida es otra cosa.

Y Contarlo todo

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La publicación de La ciudad y los perros en Barcelona, en 1963, supuso el inicio de un período esencial para la literatura latinoamericana. Era la primera vez que una novela peruana se escribía con técnicas que se venían anunciando en textos de algunos precursores, y en Borges.

El auge de la doctrina marxista, la fértil discusión ideológica en París, revoluciones, dictaduras y gritos independentistas, fueron la materia prima con la que los escritores latinoamericanos, calcando a los intelectuales franceses, se convirtieron en protagonistas de la lucha política activa. Varga Llosa tuvo alumnos aplicados: Javier Cercas y Antonio Muñoz Molina, por citar sólo dos ejemplos, jamás han evitado mencionar la importancia que tuvo en su carrera la lectura de La ciudad y los perros. Vargas Llosa ha estado vinculado, ya sea por su palabra o por sus letras, a los eventos intelectuales y políticos de los últimos 50 años.

Sin embargo, desde hace algún tiempo, las casas editoriales han estado buscando a su reemplazo.

En apenas dos años, el nombre del Nóbel ha sido utilizado como carnada para atraer a los lectores hacia las novelas de dos escritores.  Entre los peruanos, la influencia es más terrible y por eso el juego de las semejanzas para profetizar a una figura central de nuestras letras se da con mayor frecuencia y fracasa con mayor ruido.

Diego Trelles Paz y su novela Bioy, cargaron en el 2012 el peso de aquella comparación: «Si Vargas Llosa tuviera treinta años y sus orígenes fueran otros pero la potencia narrativa la misma, podría haber firmado este libro. La ciudad y los perros 2.0» decía el escritor Gabi Martínez en la contraportada, marcando desde el inicio el viaje del lector por sus páginas. Trelles, recién terminados sus estudios de doctorado en los Estados Unidos, apareció en los medios peruanos con esa promesa de satisfacer al destino. Algunas críticas fueron demoledoras. «Incapacidad para crear personajes…la historia se va deshaciendo sin solución…hegemónica banalidad» son algunas de las puyas lanzadas por el crítico Yrigoyen desde la revista literaria buensalvaje. Lo que parecía molestarle a muchos no era tanto la calidad de Trelles para contar su historia sino un aspecto que Yrigoyen también mencionaba en su reseña:»precedida por una hábil campaña publicitaria». La habilidad, consistía en la facilidad con la que Planeta sugería una similitud entre Bioy y La ciudad y los perros. A Trelles Paz se le juzgaba por la mentira marquetera de querer comparar a un escritor novel con un Vargas Llosa ya consagrado. La novela sufre desde el principio en los rangos académicos –que tienen que lidiar con una comparación planteada para hablar de Bioy. La estrategia es útil para posicionar a un autor en el mercado. Luego, éste tiene que defender su calidad midiéndose con la vara del Nóbel.

Así llegamos a fines de 2013 y, utilizando una agresiva campaña de medios, Mondadori junta a Vargas Llosa y al escritor Jeremías Gamboa en los salones repletos de la Feria del Libro de Guadalajara para proclamar la llegada del sucesor. La estrategia es una copia–más ambiciosa y con mayor presupuesto–de la de Planeta con Bioy. Ahora el lector, interesado en leer a Gamboa, se ve enredado desde antes de entrar a las páginas de la novela, por una sola pregunta: ¿Se parece o no se parece?¿Es Gamboa el nuevo Vargas Llosa? La respuesta es no.

El crítico, a quien también se le ha preguntado lo mismo, tiene que responder y acusar el mismo descubrimiento de Yrigoyen: «precedida de una hábil campaña publicitaria». Luego sucede lo que tiene que suceder. Empiezan las reseñas negativas, las que se lanzan en contra del libro, acusando una estafa promovida por la editorial: «507 páginas que defraudan las promesas del departamento de ventas» dice Guillermo Espinosa Estrada en su comentario en El Universal.

¿Tenía que suceder? Las comparaciones con Vargas Llosa son innecesarias. Muchos escritores peruanos necesitamos medirnos con el héroe que nos entregó La ciudad y los perros. Sin embargo, el intelectual que floreció en aquel mundo donde París era una luz y Odría era la personificación de una sociedad abyecta, no puede germinar del mismo modo en una ciudad que mira hacia Nueva York, desde barrios que, por más periféricos que sean–todas las combis de Lima terminan en Santa Anita–están conectados al universo vía Claro, Cable Mágico y Movistar.

Gabriel Lisboa, el protagonista de Contarlo todo,  merced a ese departamento de ventas de Mondadori,  tal vez permanezca algunos años más en la memoria de unos cuantos miles de lectores engañados por la comparación. Sin embargo, a quienes nos gusta sentirnos orgullosos de nuestros héroes literarios, lamentaremos que se pretenda coronar a un escritor sólo con las armas del mercado. Es cierto que el escritor tiene que comer. Es verdad que resulta penoso que algunos de nosotros tengamos que estacionar automóviles, atender mesas o congelarnos sin calefacción para seguir escribiendo. Sería ideal que las fuerzas del mercado pudieran hacer realidad (todos los meses) el sueño del novel escritor con talento que puede sólo escribir bien y vivir con holgura entre Lima y Londres, mientras espera que se le conceda el Premio Nóbel. La realidad es que así no es.

No habrá otro Vargas Llosa. Los escritores que vengan, los que pretendan convencernos de su calidad, como Gamboa o como Trelles Paz, pueden asumir su figura como reto. Pueden apoyar sus ambiciones políticas en la carrera de Vargas Llosa, si bien necesitan empezar el camino midiéndose con otros nombres, invocando otros universos, alejados de ese padre creador del Jaguar, El poeta y El esclavo.

Beber en Mc Sorley’s

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Mi mejor amigo tenía mucho tiempo libre los fines de semana. Un aviso en el Village Voice le llamó la atención: paseo turístico gratuito por el Village, reunión en la esquina de la calle 4 con la Séptima Avenida. Hacía un poco de frío pero el grupo era espléndido  –unos europeos, mi amigo el peruano y una familia de Wisconsin–y recorría feliz las calles del barrio viejo de Manhattan identificando los solares donde se escribieron estos cuentos, estos poemas, donde se grabaron estas canciones y se enamoraron estos personajes. Quienes han caminado por Manhattan en el otoño, sabrán del placer con que se recibe el viento frío cuando la charla es amena y el recorrido interesante. Éste, para él, había sido el más interesante de todos.

Una pareja de jóvenes holandeses comparó cierto edificio de Astor Place con otro en Amsterdam. Les pareció fascinante que mi amigo les dijera que él había estado en el bar de la primera planta (porque su edificio era más un fetiche local que turístico), con su hermano, bebiendo una cerveza después de una pequeña taquicardia en el coffeeshop donde probaron marihuana, la primera vez que visitó esa ciudad.

El padre de familia de Wisconsin hizo un comentario estúpido cuando el guía les señaló el estudio donde Jimmy Hendrix grabó Are you Experienced y los holandeses y mi amigo compartieron un sarcasmo en holandés. Desde allí marcharon juntos, y el guía–un sesentón alto y barrigón con el cabello amarrado en una coleta, que calzaba una botas de cuero enormes y vestía un pesado sobretodo de impresionante color guinda–les hacía un guiño después de contarles alguna anécdota acerca de los edificios (o la gente que vivió en ellos) frente a los cuales pasaban.

Una hora y media después de haber empezado el recorrido, el grupo llegó frente a las puertas de un bar que mi amigo veía por primera vez: allí acababa el tour. Los que quisieran podían pasar a invitarle una cerveza, a disfrutar del aroma de aserrín de una cantina que se preciaba de jamás haberle pasado un trapo al piso desde el día en que abrieron sus puertas, allá por 1854. La familia de Wisconsin se alejó después de dejarle al guía una buena propina, dos chicas francesas se fueron sin dar las gracias. Los otros europeos dieron propina y se marcharon hacia el este por la calle 7. Mi amigo y los holandeses juntaron 20 dólares y los pusieron en las manos –sorprendentemente delicadas– del guía que se despidió contándoles una anécdota del baño de damas de McSorley’s y lamentó no poder quedarse.

Una semana después, mi amigo me llevó un jueves por la noche para que mirara con mis propios ojos cómo funcionaba la maravilla: el bar más antiguo de Nueva York. Acababa de anocher. El ambiente despedía una mezcla del olor dulzón de la cerveza con el cálido humo de los cigarros. En una mesa del fondo estaba sentada la pareja de holandes (Gertrude y Hubert) que había conocido una semana atrás. Venían a despedirse: era su última noche en Manhattan.

Nos quedamos hasta que nos echaron (como debe de ser), contamos a cinco mujeres que se metieron durante la noche al mal señalizado baño para caballeros. Conté la historia que siempre cuento cuando me encuentro con holandeses: la pareja que encontré en un albergue de Buenos Aires en 1995, regresando después de haber llegado en bicicleta hasta la Tierra del Fuego. Bautizamos a dos de los meseros como el Gruñón y Robin Williams (el Gruñón nos enseñó la mano llena con los billetes de la propina y nos miró con disgusto como diciendo: ¿eso es todo?). Antes de irnos, una mesa repleta de antiguos soldados se puso a cantar God Bless America y, semi borrachos, el bar enteró hizo que retumbaran las paredes cubiertas de recuerdos y fotografías, donde alguna vez también bebieron Salinger, Dylan, Kennedy y tantos otros.

El taxi que se llevó a Gertrude y a Hubert pasaba por las maletas del hotel e iba directamente al aeropuerto. Desde entonces me imaginé que si alguna vez dejaba Nueva York, tendría que ser después de pasar la noche en aquel bar.

Ha pasado una década desde aquella experiencia y en ese tiempo han sido muchos los amigos con los que compartí la noche, comí hamburguesas y brindé por diversos motivos en ese bar. No es raro recibir mensajes de texto a las tantas horas con una simple pregunta: «¿Cómo llego al bar ése donde me llevaste aquella vez?» Muchas cosas no han cambiado: la cerveza se sigue pidiendo sólo en versiones rubia y negra, el piso sigue oliendo a cebada y aserrín de otros siglos. Robin Williams sigue atendiendo con su lacónica amabilidad pero el Gruñón ya no está. Las mujeres siguen volteando con la sorpresa, después de haberle dado una mirada por accidente al baño de caballeros. Tal vez el único cambio importante sea que ya no se fuma y que el bar, merced al turismo, parece estar siempre lleno, desde que abre a las 11 de la mañana, hasta la una de la mdrugada en que cierra.

Esta semana The New Yorker le dedica la portada para marcar el principio de la temporada navideña. ‘Tis the season to be jolly.

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