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The New York Street

Un blog lleno de historias

mes

julio 2011

La ciudad y el mar

Este es el artículo publicado esta semana en mi blog de FronteraD

The cure for anything is salt water. Sweat, tears, or the sea»

Isak Dinesen

Una tarde creí ver el mar en Madrid. Era junio y yo deambulaba cerca de un castillo donde mi guía decía que vivía el rey. Al lado se veía una gran cantidad de cielo y yo, ingenuo, mal acostumbrado al paisaje limeño, le dije: «Ahí tiene que estar el mar. Ahí debería de estar el mar». Aquella noche, en una disco cerca de Lavapiés, discutimos aquella sensación. «Jamás podría vivir en una ciudad lejos del mar», me dijo ella. Y coincidimos, tal vez tercermundistamente, que incluso en los días más ajetreados de nuestra experiencia limeña, saber que el océano estaba a un paso, así solo fuera para observarlo, hacía más llevaderas nuestras vidas.

Nueva York está rodeada por el mar. Sus residentes han conservado espacios que aprovechan la cercanía de la metrópolis al agua. Es cierto que la mayoría de postales representan a Newyópolis en complicidad con el Hudson –ese río de proporciones amazónicas que sube y baja desde la zona montañosa de los Adirondacks–; pero el agua del Atlántico alimenta a este río que los primeros exploradores españoles bautizaron alguna vez como San Antonio. Además, las playas de los neoyorquinos no son dulces.

Mis primeros veranos, cuando dependía de los vehículos de parientes, la experiencia playera consistía en expediciones  de muchas horas hacia Long Island, en las afueras de la metrópoli. Allí están las arenas más visitadas: Jones Beach y Long Beach, cuya popularidad transforma al tráfico del fin de semana en un infierno. La cerveza debe ser consumida a escondidas, y la comida debe ser protegida de unas gaviotas gordas como puercos que deambulan alrededor de los cientos de tachos de basura colocados cada veinte pasos sobre la arena. Sin embargo,  al conocer mejor las rutas del tren subterráneo, mi oferta playera se amplió: cuatro de los cinco barrios que conforman Nueva York tienen arenas que moja el Atlántico.

La más conocida es Coney Island, en la punta sur de Brooklyn. Antes de la invención del automóvil, este era el único destino veraniego de los neoyorquinos. Aún quedan vestigios de su vieja gloria. El viento y las llamas se llevaron a los lujosos y colosales hoteles a la medida de las ambiciones del país; pero aún están allí tres de sus principales atracciones, que reciben cada verano a la sudorosa marea de visitantes: los juegos mecánicos –incluyendo al Cyclone, la primera montaña rusa–; el maravilloso Acuario de Brooklyn, y el restaurante donde los americanos dicen haber reinventado el hot-dog: Nathan’s, que cada 4 de julio revive su fama cuando un grupo de trogloditas compiten para ver quien es capaz de embutirse más salchichas en la boca.

Muy cerca de Coney Island, a poco más de media hora de caminata, está mi playa favorita: Brighton Beach. Es el balneario tradicional de los inmigrantes rusos. Cuesta creer que estando tan cerca de Coney Island sea una playa tan distinta. Coney Island es ruidosa y muy juvenil. Brighton Beach es familiar. Lo que más abunda en Coney Island son jóvenes retozando en la arena. Allí el sexo es un elemento que vibra en el ambiente. Sobran las miradas lascivas. Brighton Beach, al menos en mi experiencia, es más calmada. Lo que abundan son familias: abuelas rusas muy gordas, padres de familia panzones, criaturas que saltan en el agua. En Brighton Beach podía leer un libro y escuchar el mar. En Coney Island era imposible alejarse lo suficiente de los muchachos con equipos de radio o gargantas a todo volumen. En invierno, ese paisaje es  muy distinto. Ver la arena de Coney Island cubierta de nieve, con la sombra de sus parques de atracciones silenciosos, es todo un espectáculo.

Un verano me doblé el tobillo. Coincidió con la primera visita de mis padres a mi pequeño departamento en el Bronx. Les anuncié que visitaríamos una parte de la ciudad donde se reposara y no se tuviera que caminar (Ambos estuvieron de acuerdo. Sus anteriores visitas –al Nueva York turístico– estuvieron cargadas de subidas y bajadas por las escaleras del subway, y por caminatas de muchas horas entre calles y parques, no muy condescendientes con sus piernas sexagenarias). Además de Coney Island y Brighton Beach, llegamos en un bus hasta Orchard Beach, en el Bronx, una paradisíaca frontera con el mar, que la población hispana convierte cada fin de semana en una fiesta, llena de sabores tropicales, salsa y bachata. También fuimos en el tren, cruzando una bellísima zona de pantanos, hasta Far Rockaway Beach, en Queens. Es una playa de aguas turquesas, de arena blanca entre las que se puede ver a los cangrejos cavando hoyos. A esta playa hay que llegar de día, pues está muy cerca de barrios peligrosos. Se puede llegar sin cruzarlos, pero nosotros, novatos, tuvimos que caminar por una calle de casas abandonadas, sin puertas ni ventanas, con sus habitantes desarrapados, con la mirada rojiza y perdida, que nos observaban mientras deambulaban como zombis, bien abrigados en el calor del verano.

El barrio menos conocido es Staten Island. Los neoyorquinos recomiendan a los turistas subirse al ferry gratuito que conecta a ese barrio con Manhattan, solo para ver de cerca la Estatua de la Libertad. A llegar a Staten Island hay que bajarse del barco, darse una vuelta de un par de minutos por el terminal y tomar el ferry de regreso. Nunca había puesto los pies afuera del terminal, hasta que se nos ocurrió ir a South Beach, una preciosa playa de arenas rojizas, de apariencia muy familiar, con un malecón menos bullicioso que el de Jones Beach y con impresionantes vistas del puente Verrazano y la costa de Brooklyn.

A más de dos horas de la ciudad, queda una franja de playas que recién descubriría años más tarde gracias a la relación con la familia de mis esposa: los Hamptons. La surferísima Montauk y otra docena de pueblos ubicados en la punta de la Isla Larga (Long Island) fueron en algún momento el paraíso de pescadores y de balleneros. Durante el siglo XX se transformaron en lugares privilegiados para el veraneo de las familias más acomodadas de Nueva York. Allí se mudan en los meses de verano muchos artistas y millonarios (la familia de mi esposa, lamentablemente, no es ni lo uno ni lo otro). Alguna vez, aquí pasaron el verano Los Beatles. Paul McCartney aún mantiene una residencia frente al océano. Aquí se prometieron amor eterno los divorciados Alec Baldwin y Kim Basinger. Billy Joel le ha dedicado algunas canciones a esos territorios; y John Steinbeck se refugió al lado de esas playas para escribir algunas de sus novelas. Los Hamptons tiene un encanto que proviene de que los habitantes han sabido conservar su paisaje semi salvaje, protegiendo a las especies animales que aún se reproducen y caminan con libertad por la zona. No es dificíl tropezarse con una tortuga o una familia de pavos salvajes cruzando las pistas, ni que decir de los venados. Los pobladores también han conservado, con sacrificio y mucha lucha, una rica tradición granjera; y aún quedan extensos terrenos dedicados al maíz, papas, viñedos, entre otros cultivos. Los millonarios del verano, a quienes los habitantes locales detestan, pues encarecen los precios y malogran el tráfico; conviven y comparten con los lugareños estas magníficas playas con vista hacia el Atlántico.

Esta semana calurosa, mientras observaba una zona protegida para las aves (East Hampton ha decidido mover sus tradicionales juegos artificiales del 4 de julio al mes de octubre para que no perturben el período de incubación de una especie de aves en peligro de extinción); al lado del cual tomábamos el sol yo y otros bañistas, pensaba en esta combinación del mar y la salud, en esa famosa frase de Dinesen que he puesto en el epígrafe. Es cierto: existe una estrecha relación entre la salud y el mar.

Y recordé otra vez aquella ocasión en que creí encontrar el océano en Madrid. Lo siento por ustedes madrileños, no sé como pueden. A mí tampoco me gustaría vivir lejos de él.

Lo salvaje

Christopher McCandless recorrió Estados Unidos y México sin dinero y sin documentos, leyendo a Thoreau, Jack London y a Boris Pasternak. Esta foto fue encontrada en su cámara, sin revelar, por unos cazadores que encontraron su cuerpo, dos semanas después de su muerte, entre los bosques de Alaska.

¿Cuántas razones tenemos para no conocer el mundo? Pocos seres humanos se dan el lujo de recorrer las trochas de lugares considerados exóticos, o de deambular por valles que no figuran en el mapa, compartiendo noches con las estrellas, pasando hambre con la ilusión de guardar algún dinero para llegar más allá, para vivir la próxima aventura.

Para algunos de nosotros, la próxima aventura es una entrada apurada en una oficina o en un salón de clase, una cadena de minutos que se suceden desde la hora de entrada hasta la hora de salida. Para otros, aventura es conocer. Perderse entre gente a la que jamás hemos visto, vivir algún tiempo sin ningún plan, dejar que esa gelatina que une a cada parte de lo que existe en el universo nos envuelva y nos haga sentir parte de un todo gigantesco, de un organismo único compuesto por individuos, por naturalezas, y por espacios distintos.

El deseo de conocer nos lleva a conocer. Y nada puede reemplazar a esa sensación de estar allí. Lo sabes tú también. Aquello que aprendió Thoreau viviendo al lado de una laguna en New England o Christopher McCandless en su viaje de descubrimiento hasta Alaska, no lo podrás comprender del todo ni aún leyendo varias veces Walden, ni repasando una y otra vez las escenas de Into the Wild. Cada una de esas historias pertenece a sus protagonistas. Ellos sacaron de aquellas experiencias enseñanzas, que les permitieron lidiar con sus propios conflictos y obsesiones. Lo que sí se puede encontrar muy claro en ambos casos –y en el de muchos otros que antes y después de ellos vivieron aventuras parecidas– es que gran parte de la felicidad de esa experiencia es compartirla, así sea solo para servir de guía y motivar a que otros individos –tal vez más jóvenes o más temerosos del mundo– se animen a vivir sus vidas, y a no dejarse vencer por la falta de dinero o esas otras miles de razones que uno se pone para no agarrar una maleta y viajar por el mundo.

Se puede ser feliz estando solo. Se puede ser absolutamente feliz sin tener un centavo en el bolsillo y sin saber qué depara el siguiente día. Se puede vivir a plenitud y encontrar respuestas a preguntas trascendentales que jamás nos enseñará un libro o una película. Un hombre puede reinventarse y dejar por algún tiempo la sociedad.  Puede también encontrar la paz en un espacio sin demasiadas reglas ni trabas: un mundo que aún existe, que sigue allí, esperándonos.

Filmes de junio

De la película The Book of Eli, me queda la idea–ya bastante trabajada– de un libro que es capaz de ser usado como arma y herramienta de poder ¿Qué otra cosa ha sido sino la Biblia en la historia de Occidente? ¿O el Corán entre los musulmanes? Mircea Eliade escribe en su Historia de las religiones sobre cómo las profecías de Mahoma fueron utilizadas por  los jeques del desierto en su propósito de unificar al mundo árabe; igual que la Biblia sirvió a los europeos para colonizar y mantener a raya a quienes dudaban de la autoridad de los reyes.  En el futuro post apocalíptico de esta película, al no haber libros sagrados, destruídos por alguna mente lúcida ( harta o tal vez  iluminada) el poseedor del libro sagrado tendría el poder de reinterpretar el mundo y de imponer su versión en los demás «Está escrito en El Libro» ¡Qué frase tan poderosa!¡Cuántas empresas titánicas y cuantas otras horrorosas le deben su inicio y su conclusión a esta sencilla oración.

Denzel Washington es un actor versátil. Su actuación sobria, como casi siempre, deja que la mirada se centre en otros aspectos de la historia, que el espectador se ablande de a pocos con los detalles de la barbarie de la guerra nuclear, imaginando la perspectiva de un mundo poblado por ancianos caníbales amantes de la radiola; o que desmenuce a Gary Oldman, ese actor al que todos odiamos desde que supimos que era tan imbécil como para ganarse la enemistad de Winona Ryder.

El universo de Juno–la primera película que pude ver en un flamante equipo BluRay–,  descansa sobre todo en los diálogos frescos de la muchacha que es dueña de la ironía y del corazón tierno. A todos nos gustaría manejar un sentido del humor como el que la guionista Diablo Codi pone en labios de su personaje femenino. El embarazo infantil es un pretexto para enseñarnos a una mujer muy inteligente con un coeficiente de coquetería más peligroso que Lolita. Juno seduce con su sentido común. Lo único que no pareciera tener sentido es que se fijara en el nerd de Michael Cera.

Una película que me parece que carece de todo sentido común es DejaVu. Nada salva de la catástrofe a este filme que solo se apoya en la simpática idea de un aparato capaz de permitirnos viajar en el tiempo. Las relaciones entre los personajes son vagas, hay hilos de la trama que quedan en el aire, como si la guayabera al viento de Denzel Washington fuera capaz de camuflar los graves errores de guión.

Dos filmes predecibles, sin muchas pretensiones pero bien logrados: The Great Debaters e Invictus. En el primero, Denzel Washington convence a un grupo de pupilos de una universidad para muchachos negros, a medirse en un debate con los imbatibles gigantes de Harvard. En Invictus, Morgan Freeman personifica a Nelson Mandela, demostrándole a sus paisanos que para curar las heridas del appartheid no hay que mostrarle el puño cerrado a los blancos. El filme, que  al igual que The Great Debaters está basado en hechos y personajes reales–destaca el papel de Mandela en la obtención del mundial de rugby para Sudáfrica, y cómo esta victoria fue el símbolo de su esfuerzo por unir a los blancos y negros de su país.

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