El Divino corría olas y remataba polos de sus viajes para recursearse cuando regresaba a casa. El último negocio que se le había ocurrido, luego de ver a una morena hacer lo mismo en las calles de Santiago, era ofrecerle fotos a la gente vendiéndose como el hijo de Dios. Dos de sus mejores amigas fueron reclutadas como adoratrices, y lo seguían en la calles cerca de la Carrera Séptima y la Caracas. Ofrecían marcadores de libros con la imagen del Divino, vendían oraciones y arreglaban fotos con él, que se tomaban con la cámara de los clientes, considerando la posición del sol.
A Marcelo se lo presentaron antes de salir en grupo hacia la discoteca El Goce. «El Divino conoce tu país» le dijo la dueña de la casa, Hilda, la muchacha que había conocido la tarde anterior entre los periodistas que esperaban a que terminara el concierto en el Parque Simón Bolívar para entrevistar al cantante de La Pestilencia; y que lo había invitado a pasar unas noches en su pequeño departamento de soltera, sobre la Plaza del Chorro en La Candelaria.
«Estuve en el norte y en la ciudad de la Mugre» dice con seriedad, mientras pasa lo que resta del cigarrito a su adoratriz, que con la mirada concentrada, lo sostiene y se lo lleva. El Divino se ha cambiado la túnica blanca con la que recorre las calles de Bogotá y ahora viste una camiseta estampada de Chicama Beach. Sostiene en la mano derecha una botella de vino. «Espero que te guste la salsa»–dice él–»porque el lugar a donde vamos a ir es el mejor lugar para bailar salsa en todo Bogotá». Marcelo asiente y mira de reojo a una de las adoratrices, que también se ha despojado del vestido vaporoso con el que llegó y luce una camiseta escotada.
Todos caminan entre los empedrados húmedos de las callecitas estrechas de barrio, bajando hacia el corazón de la ciudad, hacia el cruce ruidoso donde una modesta puerta de madera y una luz verde los invita a pasar. «Este es el Goce, ahora a bailar» parecen decir todos, mientras llegan las primeras cervezas a sus manos, porque ellos saben que viaja sin dinero y no necesita pedirles nada. El Divino lo deja bailar con sus adoratrices y hacerle un sanguchito a la del escote atrevido. Se llena la madrugada lentamente, con un baile que respira sudor y vejez neoyorquina, cuando Rubén Blades llega a El Goce con toques de música mágica y Lavoe abre la última página de un periódico de los 70s.
Su amiga Hilda le mencionó una nota sobre la música en Medellín, las tendencias del metal pesado que se han apropiado de la escena bogotana. Nada de aquella influencia se nota en este viejo bastión del último mundo con sabor, nadie piensa en camisetas negras y sudor furioso cuando mueve sus caderas al ritmo del Gran Combo. Se sucede la noche en cansadas metáforas de adolescente que se transforman en adultos y la barba gentil del Divino lo abraza de amistad y le brinda toda la cerveza necesaria, esa ganada a punta de caminatas por la Séptima y fotos-souvenirs.
Cierra El Goce porque hay cierta norma que rige los clubes para que se callen pronto, la ley Zanahoria, y el grupo se antoja por barrios más modernos, dentro de un edificio de elevadores y vidrios nuevos, dentro de un cuarto, en un sótano donde otras bandas alternativas que rinden su pleitesía al rock sobre un escenario diminuto y frente a una bandera colombiana desgastan la madrugada a escondidas. Muy apretados, muy jóvenes, el Divino es uno más de los que disfruta del concierto con las piernas cruzadas sentado sobre el suelo del departamento.
Se marchan entre tropas de otros lados, por calles de las que Marcelo jamás sabrá los nombres. Persigue a una de las amigas que le brinda hogar sobre El Chorro y ella le ofrece una historia sacada de su infancia en Villavicencio, donde la niñez feliz y los estragos de la guerra se confunden con tenias que le arruinan el estómago. A su lado, El Divino marcha entre las dos adoratrices y discute la sencillez del mundo en un monólogo al que ellas parecen adorar. Marcelo sigue el rastro de la mujer de las llanuras y encuentra el camino hasta su cuarto donde toma solo lo necesario. Luego ella le pide que se marche, porque su amiga va a llegar de otra fiesta y duermen juntas, así que Marcelo se extravía casi a oscuras en una sala donde hay demasiada gente durmiendo en el suelo y se acurruca en un espacio en blanco.
Enmedio de la noche, siente que alguien lo está protegiendo del frío. Abre un poco los ojos, lo necesario para ver al Divino, que se ha bajado de su sofá para cubrirlo con una manta. «Duerme bien» le dice. Y Marcelo se queda para siempre con el timbre de voz con claridad profética del mensajero.
Amanece pronto en esas esquinas y la luz lo obliga a ponerse de pie. Todos duermen, él no. Marcelo camina sobre los pijamas, los trapos aventados en alcohol, las mujeres que reclaman atención, los pequeños hombres despatarrados en los rincones de la sala en posición fetal. Se deshace por la puerta y sube hasta la azotea por los recatados escalones de la escalera de caracol del edificio. Una vecina madrugadora baja los escalones con una batea llena de ropa y ni siquiera se molesta en mirarlo. Tal vez lo odia.
Cuando mira en silencio la ciudad, su amiga Hilda aparece por las escaleras y avanza entre los tendederos de ropa para quedarse a su lado, observando una ciudad paciente, bellamente cansada.
Ella le ofrece un cigarro. Marcelo deja que Hilda se lo encienda, mira otra vez los techos de la ciudad. No sabe qué decir, así que sigue observando y aquello lo llena.