
Virgilio leyéndole La Eneida al emperador Augusto.
Pero para sufridas Dido: encamotada, hierve de fiebre al ver al troyano moviendo los pectorales, campechano, echándose flores con la pinta de aventurero, de conquistador. Al parecer nadie le avisó que Eneas estaba haciendo sólo una parada técnica, que después de la meadita y de contar su historia (estaba triste, se le acababa de morir el papá) tenía pensado seguir viaje para Italia.
Así que Eneas siguió hacia el sur, como ya había sido planeado. Los dioses se rieron de su pequeña ambición de formar una familia, cumplir el papel del esposo cariñoso. Te esperan tantas mujeres Eneas, tantas aventuras. No te hagas de rogar. Las diosas le dicen que empaque, que no diga nada y zarpe de una buena vez. Dido se mata por amor mientras Eneas en alta mar sigue al viento, a fundar su imperio.
¿Qué imperios nos esperan a nosotros Sirius? ¿Me sigues? ¿Has movido la cola? ¿Esa es tu manera de decirme que sí? No creo que nos espere nada, para decirte la verdad. No nos ha sentado nada mal quedarnos aquí con nuestra Dido, sentar cabeza, recuperar fuerzas. No me molesta tumbarme en la cama a echar la siesta, preparar la comida, darte de comer al plato, sacarte a pasear tres veces al día.¡Ah, vida burguesa!
Hoy le dije a mi Dido que quiero viajar con ella.¿A dónde más? ¡A Italia! Esta mañana en Borders, estuve hojeando un libro sobre los restos de Pompeya. Buenas reproducciones de los frescos en las paredes, fotos de los caminos de piedra y del coliseo reconstruido. Recordé que alguna vez me saqué las sandalias sólo para sentir que estaba caminando «sobre» las piedras de un camino romano. Recordé también las playas de Sorrento, la vista del Adriático desde el malecón hacia la playa. Me gustaría viajar con ella y llevarla en el bote que recorre la costa amalfitana. Me ha abrazado fuertísimo, me ha entendido.
Eneas en el infierno se encuentra con Dido. Ella esquiva la mirada, fija los ojos en el suelo y por más que él le suplica («es tal vez la última oportunidad que tendremos para hablar») y le dedica toda una stanza (No parece mucho, pero el lacónico Eneas pocas veces le dedica más de una línea a alguien que no sea su viejo Anquises) Dido lo ignora, y sigue sufriendo.
Se me ha quedado grabada–no entiendo bien por qué–, la cara de cojudo con la que Caronte acepta llevar a Eneas. Primero lo encara con rabia, le dice que ya estuvo bueno que dejase pasar, muy a su pesar, a unos cuantos hijos de dioses, pero que él mejor que se de la vuelta, que ni sueñe que lo va a pasar al otro lado. Sin embargo el miserable se rebaja toditito cuando la sacerdotisa le enseña el regalo para Perséfone. «¡Sólo soy un simple barquero!», debe de haber pensado el pobre Caronte, resignado a que algunos privilegiados puedan moverse a sus anchas por el infierno.
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