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The New York Street

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New Jersey

La costa

Puente Charles Cullen en Delaware
Puente Charles Cullen en Delaware

La costa este de los Estados Unidos abunda en islas. Algunas son pequeños mundos. Una de ellas es Long Island, en cuyo territorio están dos barrios de Nueva York (Queens y Brooklyn) y también el pueblo de Montauk.

Un poco más al norte, están Cape Cod, Martha’s Vineyard y Nantucket. Cape Cod no es en realidad una isla porque hay un pedazo de tierra que lo mantiene pegado al continente. Sin embargo, su conexión con el mar es total. Estas islas, muy asociadas con la historia de la familia Kennedy –ahora son el destino de verano de los Obama–, forman parte de un sistema económico (antes era la industria de los balleneros, luego la pesca, ahora el turismo) que quienes viven del mar conocen bien. Entre el continente y estas islas hay gran movimiento de turistas y de trabajadores –vía ferry– que dice mucho del dinero que genera la industria del placer y el descanso en los grandes balnearios asentados en ellas.

Hacia el sur de Nueva York, la costa este de los Estados Unidos ofrece un paisaje similar. La orilla de Nueva Jersey es también una especie de brazo colgado del continente. En la parte más baja de ese brazo está Cape May, uno de los primeros balnearios de la costa. Alguna vez fue residencia de verano de jefes de estado y negociantes acaudalados, pero decayó al mismo tiempo que aumentaba la fortuna de Atlantic City. Estuvo moribundo desde la Segunda Guerra Mundial hasta que, a fines del siglo XX, recibiera un nuevo impulso de dinero y de voluntades que lo pusieron otra vez de pie. El balneario hoy se mide, desde las inmensas columnas de grandes hoteles –como el remodelado Congress Hall– con sus contrapartes más famosas del norte.

Más al sur, conectados con un ferry que mueve importantes negocios aún en los peores inviernos, están las costas de Delaware –otro brazo que se abre hacia el mar– y las islas de Maryland y Virginia. Allí las playas del Atlántico, largas franjas de arena, son el principal atractivo turístico. Sin embargo, los habitantes se las ingenian para atraer a sus visitantes. Una de estas islas es Chincoteague, isla gemela de Assanteague, reserva natural donde vive, en estado protegido, una manada de casi 200 caballos salvajes.

Todos los años, en la última semana de julio, los caballos son arreados por vaqueros que los obligan a nadar desde el refugio hasta la ciudad de Chincoteague. Este espectáculo único, de una manada de caballos cruzando un estrecho de agua salada a nado, es visto por unos 50,000 espectadores que vienen desde muchos pueblos de los Estados Unidos, llenan los hoteles de la pequeña isla, repletan sus excelentes restaurantes de pescados y mariscos, y participan en el festival y en una subasta organizada por el departamento de bomberos. Los bomberos, encargados de la logística, subastan una cantidad determinada de estos caballos salvajes y cumplen con dos objetivos: mantener a la población en un número constante y manejable; y juntar el dinero necesario para operar durante los siguientes 12 meses.

La costa de los Estados Unidos también tiene muchos ejemplos de pueblos que parecen iguales, repletos de carteles de negocios, de tiendas con el mismo nombre, de aburridas zonas de compras asfaltadas con cabañas cerca de la playa. Sin embargo, lugares como Chincoteague, Assanteague, Cape May, Edgartown (en Martha’s Vineyard), Montauk (en Long Island) o Provincetown (en Cape Cod), convierten a estas islas en magníficos destinos turísticos, perfectos para quienes gustan combinar las horas de ocio con el disfrute de la naturaleza y del mar.

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Un rebaño de caballos salvajes pastando en la isla de Assanteague en Maryland
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Faro de Assanteague Island, Maryland
Amanecer frente al mar, visto desde Congress Hall. Cape May, New Jersey
Amanecer frente al mar, visto desde Congress Hall. Cape May, New Jersey
Patos en el puerto de Chincoteague Island, Virginia
Patos en el puerto de Chincoteague Island, Virginia

Bob Dylan Concert


Correcta corbatita amarilla y pantalones de soldadito de plomo, sombrero de líder cuáquero y arrugas. Muchas.Ni bien pisa el estrado, correctamente se dirige a su teclado y se coge bien. Empieza con»Everybody must get stoned».

La banda es la que marca la noche la que mueve a la tribuna, mientras la voz de Bob es la que embruja. No carece de fuerza, pero es oscura, entreverada, grave, como si estuviera gritándose a sí mismo. El público es diverso. Sesentones de largo pelo gris y jeans despintados y grupos de veinteañeras, muchachones de cabello largo y otros de pelo corto que no deben tener más de 30. Dylan ya no agarra la guitarra, a pesar de que se lo piden a gritos. Dylan apenas se dirige al público, no es un showman, sólo canta. Debajo del teclado veo que mueve los pies, taconea, sigue el ritmo.

Mucho rock and roll, la banda es buenísima, y sin embargo las canciones no son las que yo conozco. No soy un «hard-core fan». Hay un grupo grande al lado de donde estamos nosotros, pegados a la barra, frente al escenario, que grita con cada tema.Sin embargo, cuando se va, se apagan las luces, el público lo llama insistentemente y Dylan regresa. Otra vez detrás del teclado para empezar con «Like a Rolling Stone» y despedirse con «Visions of Johanna». Eso es más de lo que esperaba. Gritamos, aplaudimos, vibramos.

Dylan se va. Hace una venia muy formal al lado de sus músicos, una reverencia y un guiño-me parece- a los que estamos en primera fila. Cuando se apagan las luces del escenario se abre una cortinita al lado del estrado y sale Bruce Springteen. Pasa frente a mi, a un paso. Con una gran sonrisa, saluda a todos. Parece un fan más, feliz después de un gran concierto de Bob Dylan en Asbury Park, el pueblo en la costa de New Jersey donde Springsteen nació y pasó la mayor parte de su juventud.

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