Los apodos algunas veces tienden a sonar demasiado tontos. Eso es lo que creo de Cheever, cuando se le llama, El Chekov de los Suburbios. Un motivo adicional para nunca vivir en los suburbios. El tipo se ha de haber devanado los sesos pensando que hubiera sido ideal si en vez de Ossining hubiera elegido Nueva York para vivir. De todos modos, sin Ossining no hubieran existido las piscinas de sus historias, ni los trenes de Metro North, ni los vecinos que se encuentran en la plataforma, ni las barbacoas de los domingos y fiestas de guardar. Cheever no hubiera sido Cheever.

El tema ha tratar en la clase de literatura, es el argumento y la trama. En este sentido como difiere el estilo de Cheever de la historia corta de Kate Chopin, como sale victorioso luego de describir amor, locura, vida cotidiana, desprecio, destino, casualidad, inevitabilidad. Todos los temas del cuento de Cheever se conectan, todos los paisajes se entrelazan. Es como ver Happiness una vez mas. Me imagino que el director tiene que haberlo leido antes de escribir su guión. La trama fluye. El desenlace es previsible, el lenguaje es preciso, los personajes han sido construidos finamente, en especial el de la esposa, a la cual me puedo imaginar sufriendo por el desprecio de su marido hacia las convenciones de los suburbios que le han permitido establecerse como una «familia feliz».

Y puedo entender perfectamente al marido llevado al extremo de pegarle a ella, al sentirse atrapado, enredado, capturado para siempre en esta masa de superficialidad, a la que se ha dejado arrastrar voluntariamente.