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Fujimori

Su nombre es Fujimori: la otra historia de los años 90 en el Perú

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La historia siempre es una ficción. Es una media verdad aceptada por una mayoría. La razón de las profundas divisiones entre profujimoristas y antifujimoristas es dos versiones opuestas de la historia reciente del Perú. Esta es mi versión, resumida, construida con retazos de lo que vi y oi, seguramente tergiversada por mi orientación política y mi procedencia social, semiordenada después de ver el documental «Su nombre es Fujimori». Se aceptan todo tipo de añadidos y comentarios.

Entre 1980 y 1985 Belaúnde retoma el poder que le arrancó el golpe del General Velasco, devuelve los medios de comunicación a sus dueños, abre el mercado peruano al comercio exterior, liberaliza la economía y ofrece mejoras económicas. Algunos hombres de su partido, Acción Popular, se llenan de dinero (Raúl Diez Canseco, un político de clase media, hizo su fortuna en ese período). El Perú se endeuda con todos los organismos internacionales y la plata de los préstamos desaparece en manos de gente del gobierno. El estado es un monstruo ineficaz, los políticos ven que todo se les va de las manos. Ineficacia: el Fenómeno del Niño de 1982 sacude al país, paraliza el norte, deja a Lima desabastecida y el gobierno no sabe qué hacer. Empieza el terrorismo y el gobierno de Belaúnde no sabe qué hacer. Cuando reacciona ordena acciones militares. Se producen aniquilamientos de autoridades. La ineficacia define a ese período. Se suele decir que Belaúnde era honesto pero todo el mundo robaba y él no veía nada.

Entre 1985-1990: Alan García es el mal menor, elegido para frenar la posibilidad de Izquierda Unida en el poder. Tiene apoyo popular, promete que el Perú no se iba a arrodillar frente a los organismos internacionales. Que pagaría solo un porcentaje de lo que ingresara al Perú por nuestras exportaciones. Quiere promover el agro. No sabe qué hacer con el terrorismo. Es un gobierno ineficaz y corrupto. Su estrategia económica se frustra porque los organismos internacionales cierran el caño de dinero y el Banco Central de Reserva tiene que imprimir más dinero. Quiere controlar la economía y los precios de todo. Hiperinflación. Quiere construir un monstruo llamado tren eléctrico. Corrupción en la elección de contratistas. Todo se hace al caballazo. Quiere estatizar los bancos y los empresarios e inversionistas lo abandonan. Su ego es tan grande que no ve cómo el país se le va de las manos. Organiza un golpe para poder huir del país como héroe pero los militares no lo secundan: Tiene que terminar su período de cinco años. Manda asesinar a los presos por terrorismo porque le quieren arruinar la imagen de líder socialista que quiere proyectar al mundo. El peor gobierno peruano del siglo XX, de lejos. Deja un país destruido, una economía muy precaria. El que puede se va del país: las opciones son quedarse a ver un país en la ruina y con el poder tomado por Sendero Luminoso.

Entre 1990-2000: Alberto Fujimori encuentra a un peón que le ofrece un plan para sacar al país del desastre. Aliado con los grupos de poder económico y con el control de la cúpula militar, Montesinos despeja el camino: se manda matar o a silenciar a lideres sindicales, se organiza una máquina que silencie todo lo malo que sucede en el país mientras Fujimori parece solucionar uno a uno los problemas que arrastrábamos por 10 años.

Se malbaratean las empresas públicas, se venden y el Estado se reduce. Se dan medidas para sanear la economía: paquetazos y el «sálvese quien pueda». Se cierra el Congreso y se colocan peones serviles en puestos claves. Se pisotea la Constitución. Se renegocia la deuda externa y pronto empieza a llegar otra vez el dinero de los organismos internacionales. Montesinos orquesta la derrota de Sendero en sus términos. Se promueven grupos de aniquilamiento. El terrorismo recrudece pero la captura de Abimael Guzmán devuelve la esperanza a los peruanos. Desde el SIN se organiza una campaña de medios para que parezca que la captura de Abimael y el posterior descalabro de Sendero es obra del gobierno. Montesinos compra a todos los que quieren ser comprados.

El dinero de los narcontraficantes llega a las manos del director del SIN. Este se reparte a la gente afín, a los socios, empresarios y políticos. El pueblo mira asombrado como se empiezan a abrir centros comerciales espectaculares, llegan inversionistas internacionales─sobre todo chilenos─que ven un mercado con posibilidad de crecimiento. Hay más trabajo: la liberalización y la competencia hacen que los precios y la inflación estén controlados. En ese clima de aparente calma, Montesinos hace lo que le da la gana desde el poder. Los aliados de Fujimori planean quedarse unos años más de los que la Constitución les permite. La gente parece feliz con tener carreteras nuevas, una sensación de orden después de 10 años de desorden e ineficacia.

Todo parece funcionar bien porque los medios no dejan que sepas lo que el equipo de Fujimori ha hecho: corromper a los medios, corromper a los políticos para tener mayoría, negarle acceso a los medios masivos a la gente que denuncia las matanzas, las esterilizaciones forzadas, la desaparición de enemigos políticos y periodistas, el asesinato de traidores al regimen. Todo tiene que parecer obra de Fujimori: el orden que se necesitaba.

El orden que los empresarios querían para comenzar a hacer dinero. Para que chorree a los pobres. Nadie quería escuchar las protestas de los estudiantes porque eso significaba el desorden que había quedado atrás. Pero el desorden también significaba la justicia, el derecho a criticar, el derecho a fiscalizar, el derecho a que el dinero y el bienestar llegara a todos y que si querías hacer politica nadie eliminara tu reputación desde los diarios chicha y los canales de televisión que recibían puntualmente el dinero de Valdimiro Montesinos. Se eliminó políticamente a Alberto Andrade.

Sin embargo hubo gente que protestó contra aquello: gente que nos abrió los ojos. El orden costó demasiado. El orden que implica que otro decida por ti no es orden sino es dictadura. El orden que te elimina o te embarra si protestas no es un orden sino dictadura. El orden que no escucha a las minorías no es orden. Los que lucharon contra ese orden dirigido desde el SIN, los que escucharon los testimonios desgarradores de las mujeres esterilizadas a la fuerza y de las familias de los estudiantes asesinados. Los que saben del flujo del dinero del narcotráfico que alimentó a la prensa silenciada y al congreso servil al fujimorismo miran con asco la posibilidad de que regresemos a esos años. No somos terroristas, ni radicales, ni gente que odia por odiar. Somos peruanos que no queremos que nos gobiernen personas deshonestas, prepotentes que creen que el progreso significa callar a los que se oponen a un gobierno dominado por ideologías políticas neoliberales, que creen que el progreso solo significa carreteras y puentes.

No. El progreso significa también escuchar a la gente que no está de acuerdo y propone soluciones que incluyen a las mayorías, que incluyen a los que no tienen voz, que incluyen a quienes no se les ha escuchado en mucho tiempo, que incluyen condenar y mandar a prisión a los poderosos que mandaron matar y silenciar para que nadie levantara la voz en contra de un gobierno. Progreso significa este video SU NOMBRE ES FUJIMORI que cuenta otra historia de esos años. Una historia que todos deberíamos de conocer. No solo porque tenemos que votar, sino porque nos va a hacer mucho bien como nación.

Alberto Fujimori

«Montesinos mandó matar a mi papi», me dijo ella. Estábamos al lado del mar, el cielo tenía un no sé qué de nostálgico. Acabábamos de desayunar, mi ahijada daba vueltas por la casa y todos nos preparábamos, salíamos uno a uno del baño, listos para el día de playa. «Su papá era de la naval y empezó a criticar al gobierno. Lo internaron en el hospital, estaba bien, pero llamaron en unas horas y les dijeron que se había muerto», me dijo mi hermana, que la conocía desde hace muchos años.

«Nadie quiere decirlo en voz alta, pero es muy probable que Montesinos lo mandara matar» me dice mi amigo. Estamos preparando la carne que irá a la parrilla, el cielo del pueblo está limpio de nubes, del jardín no llega el ruido de las conversaciones de nuestra esposas y de los niños que corretean. «Él sabía muchas de las cosas que estaban pasando, porque era el ministro, y nunca dijo nada, es más, apoyaba en todo a Fujimori. Pero cuando empezó a darse cuenta de las cagadas que estaban haciendo parece que ya no quiso seguir quedándose callado y lo amenazaron. Allí nomás le dio cáncer».

Testigos. Eso somos los peruanos que vivimos allí entre 1990 y 2000. Unos más informados que otros, unos más ciegos. Sólo así se explica la furia con la que el año 2000 mi amiga se acercó a la cola de votación en la Universidad Agraria para saludarme, y la vehemencia con que insultó a Fujimori «Ese chino de mierda…»

A pesar de mi crítica a la brutalidad con que se aprobaron las interpretaciones a la Constitución para permitir la segunda reelección, vicié mi voto con dudas. Toledo me parecía un mal candidato. Quería creer en la promesa de que Fujimori era reelecto para terminar con el trabajo empezado.

¿Nos equivocamos? Sí. Las investigaciones del diario El Comercio nos probaron no sólo la cochinada mayúscula que fue el proceso de recolección de firmas –sistema en el que también Perú Posible de Alejandro Toledo y, con seguridad otros partidos, incurrieron en ése y en otros procesos electorales–; sino el grado de corrupción y la dependencia de los políticos del partido de Fujimori a las movidas estratégicas del asesor Montesinos. No se puede olvidar que otros candidatos con mejores cartas de presentación que Toledo, como Alberto Andrade, fueron descalificados mucho antes del proceso electoral gracias a la bien aceitada maquinaria de propaganda y medios orquestada por El Doc.

Somos testigos, en muchos casos silenciosos, de la corrupción y de la destrucción de las instituciones democráticas. Fujimori no llegó al 2000 convencido en su superioridad como candidato sólo por mérito propio. Contó con la aprobación tácita, la complicidad y el silencio de una mayor parte de la población peruana, incapaz de ver más allá del panorama siniestro de incapacidad y violencia que era nuestro país antes de la captura de Abimael Guzmán.

«Esto no pasaba cuando estaba Fujimori» le escucho decir a un comisario de La Molina. Es el verano de 2011 y hemos ido con mi padre a presentar una denuncia porque alguien ha metido la mano al medidor de la electricidad que da a la calle (sospechamos que es un ladrón, que quiere incapacitar la alarma para meterse a robar apenas sepa que la casa está sola), y encontramos a un delincuente que se ríe del policía que le toma la denuncia y de la jovencita que llora asustada porque el delincuente le ha arranchado la cartera. Ha sido capturado por unos transeúntes y ahora, después de pasar unas cuantas horas, por ley, tiene que ser dejado en libertad.

«Así no se puede hacer nada contra la delincuencia. Ésto no pasaba con Fujimori». Mi padre, fujimorista, asiente, corrobora y sugiere que ninguno de los gobiernos que llegaron después de El Chino tiene la capacidad para lidiar con el desorden.

La caída de Fujimori, el documental profujimorista que cuenta como personaje principal con un alicaído –pero orgulloso de su obra– Alberto Fujimori caminando por las orillas de una playa en el Japón y asistiendo a ceremonias de agasajo, brindis en su honor por un grupo de la derecha japonesa que lo celebra, es el tipo de discurso que los fujimoristas conservan como propio: «había que hacer algunas cosas malas para salir del hoyo en el que estaba el Perú». «No se puede juzgar a Fujimori ahora que el Perú está bien. En ese momento lo que se necesitaba es un presidente que hiciera lo que él hizo». «Gracias a que él tomó las decisiones duras que había que tomar, es que ahora podemos disfrutar de crecimiento y democracia». Esas son las frases que yo escucho en mi entorno familiar cada vez que estoy en el Perú y que, cualquier analista, por más inclinado que esté a juzgar con severidad al gobierno de Alberto Fujimori, tiene que haber escuchado.

Entonces, el año 2000, aparecieron los vladivideos.

Entonces Fujimori apareció montado en un jeep ordenando la cacería de su mano derecha, dicen (fuentes muy confiables) que coleccionando todos los videos que lo incriminaban. Entonces nos enteramos que el muy popular y carismático exalcalde de Huancavelica se había vendido al mejor postor para votar con la mayoría fujimorista, que el todopoderoso Kuori había estafado a sus votantes vendiéndose por varios puñados de dólares, que el magnífico Crousillat, con peor suerte que los Azcárragas mexicanos, había mantenido las pantallas calientes para el régimen, durante años, haciéndose de la vista gorda ante la corrupción y los excesos, pintándonos el país de las mil maravillas que Montesinos y Fujimori controlaban. Entonces Fujimori declaró que convocaría a nuevas elecciones, para dejar un gobierno democrático. Llegó el viaje asiático, el Congreso le dio la espalda y ordenó una investigación y un fax llegó desde el Japón…

Fujimori no está en la cárcel pagando sólo por los crímenes que cometió. También sirve condena por quienes nos prestamos a aplaudirlo. Entre otras cosas: por convocar el orgullo de las Fuerzas Armadas en la operación contra los emerretistas en la casa del embajador japonés, por adjudicarle la derrota de Sendero, la pacificación y la renovación de nuestra patria. Porque temíamos que las alternativas eran Fujimori o el horror.

En sus memorias del proceso electoral de 1990, El pez en el agua, Mario Vargas Llosa da detalles sobre los entretelones de su cierre de campaña, sus dudas de presentarse a una segunda vuelta, su voluntad de renunciar para que Fujimori asumiera de una vez el poder, de un modo ordenado; y la mala impresión que le dejó el chinito del tractor convertido en vengador anónimo. Mi memoria vuelve, una y otra vez a ese debate, cuando yo era fredemista convencido y creía que darle el poder a Cambio 90 era un salto al vacío. En esa memoria, siempre veo a un joven con 17 años recién cumplidos, con los ojos muy abiertos, viendo como Fujimori despedazaba a Mario Vargas Llosa en cada una de sus intervenciones. Tal vez había sobreestimado el poder de oratoria de Vargas Llosa o subestimado la elocuencia y el cálculo de Fujimori, un político criollo con todas las artimañas propias de aquellos.

No se puede acusar a Mario Vargas Llosa de otra cosa que de ingeniudad. No escuchó la batahola publicitaria creada por los delincuentes agazapados bajo la bandera del Fredemo. No quiso ver a los apostadores que pusieron todo su dinero al caballo del líder de Libertad y que lo abandonaron apenas perdió. Ese debate lo ganó Fujimori. He escuchado decir lo contrario, pero no puedo verlo. Recuerdo mi sensación de tristeza cuando Fujimori sacó su carta más brillante, esa carátula del diario Ojo, para la mañana siguiente, que ya daba por vencedor del debate a Mario Vargas Llosa. Nadie pudo negar la veracidad de aquella acusación. La manipulación del público a través de los medios no la inventó Montesinos. Vargas Llosa se metió en política para vencer a un bribón y terminó derrotado por un pillo. Sin embargo, hoy que Fujimori purga condena y el mundo entero lo califica de gobernante corrupto, se puede decir que su revancha ha sido bastante dulce.

¿Se debe liberar a Fujimori? Como bien opinan Gustavo Gorriti y César Hildebrandt (a quien le he perdido mucho del respeto que le tuve, desde que leí El enano), no se debe liberar a un preso condenado, menos aún a uno que ni siquiera se arrepiente por el sufrimiento que le ha causado a tantos peruanos y el daño infligido al sistema democrático que juró defender.

Nos engañó. Y aún más: hay pruebas suficientes de que el fujimorismo y su líder siguen embelesados con la pintura que quisieran que se perennice por los siglos en la historia del Perú: la del chinito que salió de la nada, que se enfrentó a la incapacidad de los partidos políticos establecidos, reconstruyó el desastre dejado por los gobiernos del APRA y Acción Popular, desmembró y liquidó al Partico Comunista del Perú con un efectivo programa de capturas y arrepentimiento, insertó al Perú en el sistema financiero internacional, sacándonos de la condición de parias en que nos convirtió Alan García, distribuyó, con eficacia, títulos de propiedad a muchísimos inmigrantes que habían llegado a Lima en la informalidad total, convirtiendo a millones de peruanos, de un día para otro, en sujeto de crédito; reunificó a territorios abandonados durante décadas con la reconstrucción de sus pistas y autopistas y el trazado de nuevas y modernas carreteras, terminó con el problema limítrofe con el Ecuador, al que con tanta ineficacia se había enfrentado Fernando Belaúnde, venciendo en la guerra y consiguiendo un tratado de paz y límites que alejó para siempre la sombra de una guerra, que lidió bastante bien con los desastres como el fenómeno del Niño ( al que todavía recordábamos los que tuvimos que vivir el vía crucis de 1983, lluvias e inundaciones que dejaron el norte aislado, destruido y Lima en crisis de desabastecimiento).

Aquella lista de tareas cumplidas, esconde en muchos casos los abusos y los crímenes que se cometieron en el gobierno fujimorista. Las ventas de las ineficaces empresas públicas llenaron los bolsillos de algunos funcionarios, las obras sociales en los pueblos y la preparación de las rondas campesinas dejaron a muchas mujeres estériles por programas de planificación mal implementados, la guerra contra el terrorismo mató y mandó a prisión a muchos inocentes, la conquista de la opinión pública se realizó mediante la compra de autoridades, medios de comunicación que considerábamos imparciales y políticos, que siempre –ya desde la dictadura de Odría que Vargas Llosa radiografía tan bien en Conversación en La Catedral– se habían vendido.

Fujimori mismo, obnubilado por el poder que le ofrecía su yunta Montesinos, se presentó con él, en vivo y en directo, y nos lo presentó como el artífice de aquella magnífica obra que estaba legándole al pueblo peruano.

Nos mantuvo ciegos. Nos compró con caramelos. Nos dio orden y a cambio obtuvo el apoyo y el silencio. Pudo haber sido peor. Hay peruanos menos ciegos, más rebeldes, con más información y capacidad crítica que reaccionaron a tiempo. La pasión mal correspondida de una mujer puso el primer Vladivideo en manos de otro político oportunista y los partidos a quienes Fujimori había vilipendiado durante 10 años tuvieron su venganza. Huyó del país y nos mandó un fax. Vivió como un rey en el exilio y creyó que al llegar al Perú lo íbamos a levantar en hombros, que sus fieles huestes de lameculos lo iban a proteger y le iban a abrir las puertas de Palacio de Gobierno.

Fujimori está en la cárcel –una prisión de lujo- porque él lo quiso. Porque vino al Perú siguiendo un pésimo cálculo político. Se puso en manos de la justicia y fue sentenciado en debido proceso.

Visto con la perspectiva que otorga el tiempo, este gobierno de Humala es mejor que el segundo gobierno de Fujimori: nos podemos burlar de Humala y de su mujer, podemos denunciar a cualquiera de los personajes de su partido sin temer que nos llegue un mensaje en clave desde el Pentagonito pidiéndonos silencio. Podemos oponernos, sin temor a que los medios de comunicación se cierren en una batalla sucia en nuestra contra. Podemos criticar, juzgar y hacer empresas sin pagarle cupo a Vladimiro Montesinos.

Que pida perdón, que jure que nunca va a querer volver a ser candidato. Que se desvista de los mil errores que cometieron quienes estaban a su cargo. Que se arrepienta. Después hablamos.

 

Una versión editada y adaptada de este artículo ha sido publicada en el blog Newyópolis de la revista FronteraD.

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