Cuando Hamlet camina por el estrado pensando en la posibilidad del suicidio, uno imagina al propio Shakespeare debatiéndose entre la necesidad de seguir creando o la tentación de la muerte.

En la cola, bajo los árboles de Central Park, como un afortunado lector sentado en mi banca de madera, uno de los muchachos que trabaja para el Public Theater me ofrece –además de polos, camisetas sin manga, jarros y gorritos–declamar uno de los monólogos más famosos del príncipe de Dinamarca. «To be or not to be…» Una chica de enorme sonrisa–que ha estado discutiéndole si tiene ropita de Shakespeare para perros salchicha– le suplica que lo haga. El chico empieza y termina y recibe tibios aplausos (porque si bien él demuestra su buena memoria, es difícil aplaudirla a las 9 de la mañana).

Recuerdo la carraspera del profesor Dunbar antes de empezar a declamar esas líneas de Shakespeare en clase. Lo hacía también de memoria, con mucha más convicción que el muchacho de los polos y las gorras. «Se ha demostrado que durante las 24 horas del día, sin parar, alguien, en alguna parte del mundo está poniendo Hamlet en escena» nos dijo antes de abrir su gorda edición de la Norton, mientras yo repasaba con el índice mi ya subrayada, verde edición anotada de la Folger.

Dos días después de la función, buscando matar el tiempo en Sag Harbor, hurgando en la librería del Gato Negro, desde la primera página de una antología de Akhmatova, me saluda su reacción ante las frases descarnadas que le grita el danés a la descorazonada Ofelia: » To the nunnery!…»

Hay tanto Hamlet en este mundo, que no se puede creer.