
Los tres partimos en autobús desde el Centro de Lima y unas horas después entramos caminando, ya de noche, al barrio El Carmen en Chincha. Sobre las calles de tierra, poco iluminadas, encontramos una fiesta: limeños bailando. Muchas turistas gringas girando alrededor de un árbol, abrazadas con los vecinos negros. Escuchamos los golpes de cajón, el zapateo sobre el polvo de la calle, el rasgueo de las guitarras, un violín.
“Tutuma”, me dijeron que se llamaba el licor de uva con el que me llenaron el vaso muchas veces. También me dijeron que entrara a la cocina de la casa principal, a un pasillo de gente hambrienta donde una señora negra y grande me sirvió un plato desde un ollón. Olía delicioso. Con esa comida me senté sobre una vereda. Desde ahí pude ver cómo se desvanecían las estrellas sobre un cielo oscuro y despejado. Seguía la fiesta cuando vi salir el sol.
En esos años yo tenía tiempo y exploraba. Tal vez por eso estaba en El Carmen con dos amigos que recién se habían conocido antes de ese viaje.
Una se llamaba Charo. La había encontrado meses antes en medio de un viaje, en Bolivia. Un tren estaba llegando a Santa Cruz de la Sierra y Charo estaba llorando porque un chico que parecía Arthur Fonzarelli –el de Happy Days, el Fonzi–se despedía de ella. “Llora por el boliviano mientras abraza el peluche que le dio su novio en Lima”, me explicó su amiga, Rossana, cuando Charo ya dormía y los tres nos íbamos en los asientos de un tren que cruzaba la selva boliviana hacia el Brasil.
En ese viaje Charo era una mujer grande y con anteojos gruesos. Nos despedimos en São Paulo y nos reencontramos cuando ella y Rossana volvían de Río de Janeiro, de una aventura con una pandilla de chicos guapos y ladrones. “Rossana estaba templada, pero hubieras visto cómo le cambió la cara cuando se dijo cuenta de que la quería estafar”, me contó Charo, riendo, mientras caminábamos entre los animales del enorme zoológico de São Paulo.
Aquel viaje intenso nos unió. Nos vimos algunas veces, fuimos al cine, salimos a comer, me invitó a su casa. Tal vez por eso cuando supo que yo quería ir a la fiesta en El Carmen, Charo se invitó.
El día en que partimos Charo estaba mucho más delgada, se había sacado las gafas y usaba lentes de contacto. Era una muchacha atractiva. Eso le pareció a mi amigo Gonzalo, que la vio por primera vez y quedó fascinado. Charo era inteligente y muy culta. Su familia –que en algún momento había tenido muchísimo dinero y una mansión frente a la Javier Prado– era un desastre. Al terminar la universidad, Charo decidió vivir en sus términos. Eso explicaba, tal vez, su viaje a Brasil y su historia con Fonzi.
Ella y Gonzalo conversaron mucho mientras viajábamos. En El Carmen vieron salir el sol uno al lado del otro. Gonzalo le puso su casaca sobre los hombros mientras caminábamos hacia la terminal de autobuses. Esa mañana en que regresamos a Lima juntos, iban acurrucados en sus asientos.
Una semana después fuimos con un grupo más grande al Festival de la Vendimia en Ica. Antes de llegar, Charo se quejó de que sus lentes de contacto eran un infierno. Dijo que el viaje le parecía horrible. Ni bien bajamos del autobús, cerca de la medianoche, Charo dijo que Ica no le gustaba y anunció que regresaba a Lima. Gonzalo sugirió que la acompañáramos. Yo dije que después de cinco horas en autobús no había forma de que yo volviera.
Di muchas vueltas esa noche entre el desorden de aquella fiesta muy mal organizada. Al día siguiente, en muy mal estado por culpa de varias botellas de un licor barato de uva que los iqueños llaman cachina, nuestro grupo volvió a Lima. Gonzalo sí se había regresado con Charo la misma noche en que llegaron, porque era obvio que estaba enamorado.
Unas semanas después ella dijo que se iba a Trujillo, a otro de esos festivales turísticos. Gonzalo me sugirió que fuéramos y yo le dije que con Charo no iba ni a la esquina. Tal vez Gonzalo se dio cuenta que lo iban a hacer sufrir y tampoco fue. Ella regresó unas semanas después, no sólo enamorada sino también embarazada de un tablista/economista de la rancia aristocracia trujillana. Al parecer, el hombre nunca se comprometió con la idea de ser padre. Durante el embarazo, Charo volvió a ser la mujer inmensa que yo conocí. Su amiga Rosanna me dijo entonces: “Cuando Charito se pone gorda, es buena, cuando adelgaza, se vuelve mala”.
Charo fue madre de una niña. Gonzalo, que siguió frecuentándola, se convirtió en el tío. Creo que también fue el padrino. Los vieron caminando por las calles de Miraflores. Charo empujaba el coche con la bebé y Gonzalo iba conversando con ella. La ayudaba, le servía, le llevaba cosas, la acompañaba al médico, cuidaba a la niña cuando Charo tenía que ir a trabajar. Tiempo después ella se casó con otro hombre y se alejaron.
No supe mucho más.