
Mi piel es más oscura que la de mis hijos. Sin embargo, este verano uno de ellos se está acercando al mismo tono que el mío. Supongo que mi color tiene que ver esa juventud que pasé tostándome sin crema protectora. Miro a mi hijo que corre sobre la arena, se sumerge en el mar, sale de él, se echa sobre una toalla a mirar a los salvavidas jugando al vóleibol.
Si le pregunto «¿Necesitas una camiseta?», siempre dice que no.
Siento algo de angustia que tal vez tendrá que ver con las campañas de cremas y las decenas de artículos sobre el cáncer de piel. Intento ser un padre que vela por su hijo. Ese que corre y se mete al mar. Ese al que no le importa cómo su piel consigue el color de la melaza.
Qué tiempos los de Lima: esos veranos de los 80s y los 90s en el sur del mundo donde te quemabas y te pelabas con regularidad. La piel que se caía se parecía al concolón que yo escarbaba de la olla de arroz.
Claro que ahí estaba el tono de piel que querías: el playero, el que te asemejaba –o al menos eso creías– a los cuerpos de los comerciales de Pilsen, de Cristal.
¿Habrá algo que conecta lo que piensa tu hijo cuando corre por la arena de una playa en Nueva York con lo que pensaba ese tipo (yo) que se tumbaba sobre una toalla en las playas de Lima ? ¿Habrá un pulso genético que lo empuja a él –como me empujaba a mí– a absorber con persistencia e intensidad la vitamina D?
Un compañero de la Facultad llamaba «el gringo» al sol. Mi hijo, que tiene un lado gringo y solía tener la piel algo más clara que la mía, este verano parece haberse tomado en serio lo de su color playero.