5 de febrero de 2016
Cuando él dijo que se mudaba, que abandonaba la comodidad de la empleada doméstica y la ropa limpia, doblada y planchada, su madre le dijo que estaba tirando su dinero. Su hermana lo llamó un desagradecido. «El que se va sin que lo boten regresa sin que lo llamen», le dijo con la voz alterada cuando vio que la suerte estaba echada y el camión de la mudanza esperaba frente a la puerta para cargar sus últimos trapos.
Tenía que vivir solo. No sabía exactamente por qué.
Su primer intento de independencia fue a los 14 años, cuando movió la cama de la habitación que compartía con su hermano y se hizo del cuarto que se usaba para planchar. Pegó en las paredes posters anarquistas y una hoja de periódico a color con su equipo de fútbol.
En ese cuarto se murió la abuela, después de sufrir la maldad del olvido y de padecer en la carne de ambas piernas las heridas de la inmovilidad. Allí fumaba su abuelo, extendido en la cama con su boquilla de carey y su chompa marrón clara de cuello en V. Al mudarse pensó que sus abuelos se le aparecerían de cuando en cuando para conversarle pero jamás le dijeron nada.
A su cuarto se podía entrar desde la cocina por una escalera de fierro. Por ahí se metía la nueva empleada que se prendó de él cuando lo vio llegar desnutrido y barbudo después de un viaje de un mes entre Ecuador y Colombia. Él se metía en la cocina apenas la escuchaba bajar desde su cuarto en la azotea y le comía el sexo mientras ella exprimía las naranjas.
Allí metió también a su primera enamorada. Quiso besar sus senos: ella no lo dejó porque concebía que para tener sexo tenía que estar casada. En el forcejeo él descubrió que (para su gusto) eran demasiado pequeños. Nunca deja de asombrarse de lo tonto que era. En ese cuarto se echó a besar a esa rubia amiga de su hermana que se refugió en casa porque estaba harta de gritarle a sus padres (porque le sacaban en cara que estaba embarazada, no tenía trabajo y no pensaba en casarse).
Desde ese cuarto escuchaba las voces de una joven vecina. A veces golpeaba la pared y ella ─supuso que era ella─ respondía. Una noche en que llegó ebrio, se descolgó desde su habitación y entró en aquella casa por una ventana. Casi no se veía en la oscuridad pero encontró su cama y supo que allí estaba ella, dormida. De repente abrió los ojos, le sonrió y a él se le fue de golpe todo el valor.
Cuando empezó a trabajar cambió las viejas cortinas de tela por unas persianas. Compró un televisor para no soportar las peleas que se armaban con sus hermanos y las empleadas para cambiar de canal. Fue uno de los primeros entre sus amigos en tener cable. No salió un sábado por la noche porque pasaban Pulp Fiction. Hasta hoy le impresiona aquella imagen de la sangre de Vincent Vega entrando en la jeringa llena de heroína. Otra madrugada encontró Singles y no solo se enamoró de Bridget Fonda sino que se le metió la idea de conseguirse un teléfono propio y de tener una contestadora. Fue feliz hasta que la enamorada de su hermano empezó a despertarlo porque el teléfono de la casa andaba desconectado por falta de pago.
Le daba pánico pensar en que su futuro sería seguir viviendo en la casa de sus padres hasta los 40 años. Asi que a la primera oportunidad que tuvo, se salió.
Era un apartamento grande y cómodo compartido con tres hermanos que se habían quedado sin padres de manera repentina. Entonces tenía tres trabajos, le aceptaron el crédito para una camioneta nueva de doble tracción y se endeudó. La zona del edificio era bonita y los hermanos se gastaron un dineral en contratar una empleada y en amoblar la sala y el comedor. Así que cuando sus amigos─todos egresados de la universidad pero aún viviendo con sus padres─ fueron a visitarlo por primera vez, a pesar de que les dijo que pagaba muy poco, creyeron que en realidad su negocio era la droga y lo bautizaron como El Narco.
Después vivió en otros apartamentos. Ninguno tan pobre y tan feliz como el que tuvo en el Bronx. Ninguno tan lleno de luz como aquella ratonera en Brooklyn. Ninguno tan a punto de caerse como esa esquina en Mamaroneck desde cuya ventana vio la nieve por primera vez. Ninguno tan frío como aquel ático en Westchester. Ninguno tan húmedo y abandonado como ese nido de cucarachas en White Plains. Ninguno con una vista tan bella como el de su gran amor en Riverdale.
¿Por qué salió de la casa de sus padres y se fue a buscar apartamentos? Algunas veces sospecha que se trata del traidor de la familia. Otras veces cree que su vida hubiera sido más boba de lo que fue si no hubiera empacado y huído de un destino que sospechaba que tenía ya trazado.
Al terminar The Apartment─aguantando unas lágrimas que llegaron de pronto mientras Miss Kubelik corría por las calles de Manhattan hacia el apartamento de Mr. Baxter, para celebrar el año nuevo─él sospecha que si es que alguna vez hubo respuesta ésta ya no existe. Parte de ella son estas historias, estos recuerdos. No hay más. Si alguna vez existió una verdad esencial ésta ya se ha perdido: en los cuartos que abandonó, en las noches que vivió fuera de casa, en el fervor de sus mudanzas.
Todos los fotogramas en esta entrada pertenecen a una de las mejores comedias del director Billy Wilder: The Apartment (1960) con Shirley McLaine como Fran Kubelik y Jack Lemmon como CC Baxter.