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«Una de las enseñanzas que me ha dado la vida ─me dijo mi padre─ es que para conseguir aquello que quieres siempre debes ir directamente. Nunca des vueltas».

Estábamos en el automóvil, una noche en Lima. Tenía 19 años, estaba a punto de viajar y creo que mi viejo sintió la necesidad de entregarme la píldora más valiosa de su sabiduría. Nunca olvidé aquel consejo. Gran parte de lo poco que he conseguido se lo debo a esas palabras. Me estoy refiriendo a mis trabajos, a mi decisión de emigrar a los 27 años, a la facilidad con la que pude recomenzar mi vida en los Estados Unidos.

Sin embargo a veces, como en esta noche de insomnio en que la luna aparece entre las hojas de los pinos que mueve el viento del invierno, en una habitación oscura en un pedazo de tierra rodeado de agua muy al este de Long Island, recuerdo otras cosas: las que perdí por mi impaciencia, por estar determinado a creer que el único camino que valía la pena recorrer para conseguir algo en la vida era el más directo.

Pienso por ejemplo en Claudia.

En 2003 yo vivía en Brooklyn. Me acababa de mudar a un pequeño cuarto detrás de una chatarrera, a media cuadra de Atlantic, esa avenida informe, larga tira de asfalto que corta la isla desde Downtown Brooklyn hasta la autopista que cruza Long Island en dirección a Montauk. Aquella mudanza había sido una decisión impetuosa. Hasta entonces había vivido con comodidad en los suburbios, cerca de un trabajo de propinas que consumía mi fin de semana pero me permitía vivir con holgura de lunes a viernes. Tenía independencia y un auto propio: un Honda del 84 de carrocería oxidada al que se le caían los parachoques. Mi inglés había mejorado en meses de clases intensivas y mi familia en los suburbios era un sistema fabuloso de cordialidades que siempre me amparaba. Sin embargo, me sentía un impostor cuando escribía y decía estar viviendo en la ciudad de Nueva York, estando tan lejos de ella.

Gracias a mis amigos, con los que compartíamos un sótano de una sola habitación llena de cucarachas en el centro de White Plains, había conocido a una muchacha peruana. Con ella mantuve una relación de constantes encuentros, siempre afiebrados, ya fuera dentro de automóviles estacionados en calles oscuras, en espacios aislados que nos brindaba la suerte, o en cuartos de motel donde recaímos cada cierto tiempo, cuando nuestros cuerpos nos pedían una noche entera, que consumíamos en faenas maravillosas que nos dejaban satisfechos y exhaustos. Tal vez podía haber seguido con ella, formalizado, encontrado la manera de solucionar nuestros respectivos problemas de inmigrantes, empezado una familia, sucumbiendo a ese destino con el que se encuentran quienes descubren en algún minuto inesperado que la vida también puede consistir en tener alguien con quien seguirse muriendo acompañado, en conseguir un empleo honrado que te de suficiente dinero para vivir.

Si bien ella solía demostrarme un cariño que algunas veces iba más allá del momento en que despertábamos abrazados y tensos, era obvio que no era para mí. Estaba seguro─y así fue─que ella conseguiría muy pronto a algún novio que le solucionaría el tema de la residencia. Mudarme a Brooklyn, en gran parte también significaba alejarme de la comodidad y de ella y empezar otra vez.

Recuerdo el pánico de la primera mañana en que salí a encontrar mi dirección desde la estación Clinton-Washington. Sentí una duda: tal vez lo que había hecho era egoísta y terrible. Desde Lima mis padres me instaban a no alejarme de la familia. Tal vez mudarme a ese barrio era el pésimo paso que a veces dan los inmigrantes, el que los hace terminar muy mal.

La sensación de desamparo se esfumó muy pronto.  Me acomodé a esas calles con relativa facilidad. Recuerdo con cariño incluso el frío que me acompañaba durante las muchas cuadras que caminaba de madrugada hasta la lavandería más cercana en la Avenida Fulton. Vivía con una española que conocí en la escuela de inglés y a la que le gustaba leer, cantar y cocinar. Éramos muy amigos en ese departamento en el que compartíamos no solo la habitación sino también los libros. A veces organizábamos reuniones ─mejor sería decir que ella las organizaba y yo colaboraba. En los ratos libres nos sentábamos a escribir juntos, y recuerdo que alguna vez lo hicimos para imaginarnos nuestra vida, la que tenemos hoy.

Cuando estaba acomodado a esa vida entre mi universidad en el Bronx ─a la que me demoraba 90 minutos en llegar─y las calles de Brooklyn, me encontré con Claudia.

Teníamos recuerdos de nuestros compañeros comunes en la universidad. Fue alguno de ellos, en un correo electrónico, quien me anunció que Claudia llegaba a Nueva York. La fui a buscar, a la pequeña sala que había convertido con paciencia en departamento. Escuchamos, tumbados en un sofá, las canciones de su excelente colección de música brasilera. Caminamos juntos por el Parque Central, y me quedé a dormir con ella, al lado de su cabello que olía a almendras─sin tocarla, pensando que lo que tendría que suceder, en algún momento sucedería.

Una tarde, cuando llegamos desde Chinatown hasta mi departamento con bolsas de limones y pescado, nos invadió a los dos una sensación de camaradería que no creo errar si califico de mágica. El departamento de Brooklyn tenía un balcón por donde se colaba un halo de luz blanca. Tendría que ser mayo o junio, porque recuerdo una tibieza tierna que nos acompañó mientras cortábamos los limones, sazonábamos el pescado, almorzábamos y conversábamos de nosotros dos, de nuestros sueños. Ella quería ser antropóloga pero no estaba segura de cómo empezar a conseguirlo. Yo le hablaba de ser periodista otra vez, de mis clases, de las tantas personas que había empezado a conocer en la universidad.

Nos tendimos en mi cama a descansar, uno al lado del otro, como otras veces en que habíamos dormido juntos sin que pasara nada. Recuerdo haberme sacado la camiseta y haber empezado a conversar de lo que conversaba hace diez años. Claudia me escuchaba, tal vez interrumpía de vez en cuando con una voz muy suave y se reía con una dulzura que pocas veces volví a encontrar en esta ciudad. Estábamos solos en Nueva York, dos muchachos de la misma universidad, cubiertos de luz blanca, echados uno al lado del otro en una tarde de Brooklyn. Claudia apoyaba la cabeza sobre mi hombro y puso sus dedos sobre mi pecho, como queriendo tocar algo que yo llevaba escondido adentro.

Nunca pude explicar lo que pasó. Tal vez esta noche lo consiga. Creo que tiene que ver con aquellas palabras que alguna vez me dijo mi padre. Sus dedos resbalaron sobre los vellos de mi pecho y sentí que me asomaba a un mundo distinto, que aquél podía ser uno de aquellos momentos en que se abre una puerta, solo por unos segundos, para que atisbes un universo paralelo. La miré como si lo que siguiera en ese instante fuera inevitablemente el momento de poseerla. Recordé aquella noche en que vi su perfil desnudo en la oscuridad de una habitación en Manhattan y la mañana en que desperté antes que ella y me quedé observando la boca semiabierta y los ojos cerrados y tranquilos de un rostro que combinaba tan bien con el olor de las almendras.

En ese momento la miré como si fuera el salvaje delirante que acaba de descubrir la fuente del fuego. Sus dedos se desprendieron de mi pecho y yo entendí que si abría la boca para decir algo habría cruzado una línea invisible, que el camino recto que sugería mi padre me iba a conducir a un cruce de vías, que la puerta se cerraba y yo estaba a punto de quedarme adentro. Tal vez fue lo contrario. Tal vez solo tenía que abrir la boca y decirle lo que quería: que la deseaba.

Ha pasado mucho tiempo y hemos seguido siendo amigos. Alguna vez, una Nochebuena, poco después de su primer divorcio, Claudia fue la que alentó a una judía de cabello colorado para que no dudara más y se metiera en mi cama. Tiempo después, cuando ella vivía con un muchacho distinto y ya se había comprado su propio departamento en el Soho, le dije que me casaba. Me dio la bendición y un regalo muy valioso que aún conservo. Ambos hemos recorrido largos caminos. Ambos hemos sobrevivido a las tormentas. Ninguna de ellas nos ha obligado a marcharnos.

Esta noche en que no puedo dormir, me la imagino a Claudia navegando por un río de aguas apacibles en la oscuridad, bajo la sombra de alguna montaña. Los dos vamos en balsas distintas, la de ella al lado de la mía. A Claudia y a mí se nos ve despreocupados, acurrucados en las esquinas de nuestras balsas. Ambos nos dejamos llevar por la corriente, y nos saludamos en medio de la noche, apenas reconociéndonos con la luna, sin atrevernos a quebrar el silencio.

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