Quisiera que hubieras visto mi rostro cuando me dijo que le había gustado.
«Así fue. Tal y como lo cuentas».
Los hechos habían sucedido como los había imaginado. Como que los soñé. Pero no los soñé. No estuve allí. Nunca estuve allí. Fui un viajero de capital haciendo una escala en el pueblo. Me acerqué al forado que se hizo entre nuestra casa y el puesto de policía. Busqué con cara de tonto entre las piedritas en la pista sin asfaltar alrededor de la plaza, como si después de un año aún fuera posible encontrar casquillos de bala. ¿Quién me lo habrá contado? Con pelos y señales. Sabía que La Gringa era la encargada de lanzar el ataque desde los cerros de la quebrada, bajar hasta el pueblo y organizar a la gente asustada. No sabía que uno de ellos pertenecía a las huestes del Malón: ese hijodeputa que degolló a sangre fría a un policía, más allá de Pueblo Nuevo (eso ya es Ayacucho), sin saber que su hermano, militar, iba a viajar con un grupo armado hasta esa zona para buscarlo, que lo iba a acorralar y lo iba a matar de a poquitos en la plaza, cortándole los testículos, los dedos de la mano, los pies, que se iba a acercar hasta su cuerpo moribundo, a escuchar un último deseo y recibir de Malón el escupitajo con su sangre.
En esa quebrada sin río
Sin cielo serrano, sin hoces y sin martillos, de un botazo
destrozándole la cara
Murió Malón de varios tiros,
A manos del hermano de quien molió a balazos.
Jamás pidió perdón.
Tampoco supe (lástima, la novela ya está escrita) que fue por intermedio del alcalde (que sabía adelantarse a los hechos porque paró tantos años de arriba a abajo por la quebrada con su padre) que mandaron los refuerzos que evitaron que el pueblo cayera en manos de los terroristas.
» Acarí lo tomaron y mataron al alcalde. Él era contemporáneo de mi papá. Mi papá se subió a la camioneta con 20 botellas de vino y se fue a Arequipa. El comandante que estaba a cargo pidió un vaso y probó. Carajo, de dónde ha sacado esta delicia. A ver ¿qué me va a pedir?»
Solo quería que mandaran refuerzos. Temía que bajaran a matarlo igual que al alcalde de Acarí. Tú sabes cómo es mi papá. Conversaron de todo, se cagaron de risa, se tomaron varias botellas juntos. Se cayeron muy bien. Ordenó que fueran al pueblo 40 refuerzos. Pero no cualquier refuerzo: 40 policías contrainsurgentes. Esos que estaban entrenados para la lucha antiterrorista. También mandó a tres espías a trabajar en las chacras de la quebrada. Esos tres espías fueron la clave de todo. Ellos se comunicaron con la comisaría apenas vieron que los terrucos empezaban a organizarse para bajar. Cuando estuvieron listos para atacar el pueblo, la policía ya los estaba esperando.
«Hasta la cantidad de los que mataron fue así como tú cuentas».
En la chacra, de niño, yo olía el viento. Por la tarde, cuando la brisa movía las ramas, se escuchaba un ruido muy débil y había un olor especial que llegaba hasta la casa. A veces, en Nueva York (como el jueves pasado en Amagansett) encuentro otra vez ese olor: Por unos segundos aparece en mi cabeza la imagen completa de la puesta de sol en la quebrada, el ruido del viento y las hojas, el olor a hierba que me alcanzaba en la mecedora debajo del enramado donde leía alguna novela (¿Rayuela?)
Durante el día (cómo sabían que yo era un inútil para el campo) mientras ellos cosechaban el algodón, ensanchaban o tapaban las zanjas que llevaban el agua, yo tenía permiso para pasearme por el cerro, patear las piedras que resbalaban hasta la acequia, irme caminando hasta el estanque, vagar debajo de los árboles, recordando cómo alguna vez mi abuela cosechaba ahí, al lado del agua, las almendras, mientras sus nietos, colgados como monos de la ramas, abríamos las vainas y nos llenábamos la boca del algodón dulce de los pacaes.
Entonces yo solo apuntaba (No sé qué. Ni siquiera sé dónde quedaron esas libretas de notas. Creo que me fijaba en ciertos detalles de las frutas, del agua que caía en un chorro muy débil por uno de los lados del estanque.) Durante el almuerzo me quedaba en la cocina. Después de cenar me quedaba en el comedor, preguntándoles cómo se llamaba ese maíz que trituraban, mezclaban con azúcar fina y se comían de postre. Quería saber cómo se llamaban esos pájaros que seguían volando entre la paja del techo de la bodega hasta que se cerraba la noche sobre la chacra y sólo se escuchaba el ruido del viento y aparecían las estrellas.
La violencia era solo una sospecha, y nadie entendía por qué mi tío quería volver a ser candidato a alcalde si ese pueblo no tenía salvación.
Cada noche, esos niños con los que no podía competir en el verano porque sabían caminar entre las piedras (descalzos) mucho mejor que yo, y también sabían sacar mariscos de las rocas del fondo del pozo con una red amarrada a la cintura, mientras alguien les avisaba si la ola venía; se metían al mar con zapatos (jamás pude hacerlo: encontraba tan poco placentero eso de meterme al mar con los pies envueltos), esos niños que vivían en ese pueblo todas las demás estaciones, dormían sabiendo que podía ser la última. Y a veces se iban al cine, a mirar películas en un televisor de 24 pulgadas. Allí los encontró el ruido de las balas.
Supe que abandonaron todo. Era el año 1990. Yo acababa de ingresar a la universidad y el mundo en que vivíamos se estaba derrumbando sin que supiéramos que se podía hacer algo para salvarlo. Éramos clase media alta y creíamos en eso que dice el himno nacional: seámoslo siempre. Ya nos habían ofrecido emigrar pero estábamos esperando primero a que se hunda el barco. Se hundía de a pocos. Las últimas esperanzas estaban puestas en una elección presidencial que nos había colocado a todos contra todos.
En la universidad, con mis compañeros, recorrimos las cárceles de Lima buscando a gente a quien el pastel les hubiera arruinado la vida por completo: encontramos a algunos cuantos, nos los pusieron enfrente para que los filmáramos: había un tipo que cada semana terminaba en prisión. Otro día nos llevaron a Castro Castro para que le hiciéramos una entrevista a El Padrino, representante legal de los presos. Entramos a Santa Mónica. En cada uno de esos penales éramos recibidos como unos payasos a quienes nadie conoce, que son bienvenidos porque vienen acompañados de los dueños del circo.
Tanta agua debajo del puente.
En esa época leía las historietas de Juan Acevedo, con títulos de ruidos (Trann) en una revista política. Hoy vengo en un tren, al lado de un río, y salen de la memoria esas imágenes. Entonces escribo esto que sale como una flaca corriente de ese riachuelo que bordeaba el estanque, mientras veo que el viento también mueve las hojas por acá.
Hay días en que merece la pena dar gracias. Algún aguafiestas me dirá que siempre hay que dar gracias. Hoy las doy, después de haber visto un video ilustrativo sobre lo que significa el Estado Islámico y otras zonas del universo no tan placenteras donde tal vez me toque reencarnarme, para odiar que las mujeres caminen sin velo, o que mi vecino se emborrache cuando le dé la gana, o que al otro lado de mi cerca, un buen pastor decida que le gusta más la poesía que el Libro Sagrado.
Doy gracias porque con todas las imperfecciones y broncas que nos tocó afrontar en nuestra historia, mi gente sigue libre y yo sigo libre, sentado en un café, haciendo lo que quiero: escuchando a una banda de rock maldecir en vivo, a una mujer de piernas muy largas sorber con lentitud una bebida caliente, a dos jóvenes aburridos pensando en lo que quieren hacer con su vida, decidiendo tal vez en este mismo momento que no quieren hacer nada con ella, que no quieran planificar los próximos veinte años. Para qué.
Sí, claro, señor: estoy muy agradecido.