vallejo

Los festivales de nuestros pueblos muchas veces son sinónimos de desorganización. Fiestas folklóricas o literarias y peregrinaciones culturales casi siempre llevan el riesgo implícito de la falta de programación, las carencias arregladas al último minuto, la mala cama y la mala comida con la ira que éstas conllevan, la última hora siempre improvisada.

Sin embargo, a pesar de uno que otro problema, la peregrinación organizada por el grupo «Capulí, Vallejo y su tierra» a la ciudad de Santiago de Chuco, fue una excepción a la regla. Dividiéndose entre sus obligaciones como catedrático de San Marcos, investigador, escritor  y presidente de una organización de santiaguinos que honra a su poeta, Danilo Sánchez pone frente a sus invitados cada año, desde hace 14, un festival cultural que tiene en el centro de las celebraciones al pueblo mismo, quien participa con animada entrega los tres días que dura la fiesta en tierras santiaguinas.

El evento, que se realiza cada mes de mayo, empieza en Lima. Este año, en la Casa de la Literatura Peruana, se reunieron una buena cantidad de estudiosos y admiradores de César Vallejo. El día de la inuguración tuvo un auditorio repleto y una velada que incluía discursos, poesía, música e himnos–de muy buen gusto–a la memoria del poeta. Fue mi primera vez en la vieja estación de Desamparados y me llenaron de orgullo los peruanos que trabajaron para preservarla y mantenerla. También me causó intriga la noticia, difundida meses atrás, de los intentos de algunos burócratas por transformar la casona en oficinas palaciegas. La casa de la literatura peruana es magnífica. Si es que otra vez trataran de tomarla, cuéntenme en la primera fila para defenderla.

Las conferencias del día siguiente no tuvieron tanto público. Sí dejaron claro la variedad de los invitados que llegaron a las celebraciones. Había una pequeña delegación de casi cada uno de los países de nuestro continente americano. Todos ellos tenían una historia de amor con Vallejo que contarnos. Algunos habían pasado del amor a la pasión, y algunos –gajes de estos eventos– con peor gusto y menos preparación que otros.

Lo más interesante no siguió en la breve estadía en Trujillo (a pesar de la pomposa ceremonia organizada por los vallejianos en un edificio imponente y de pésima acústica al lado de la Plaza de Armas); sino en Santiago de Chuco, a donde llegamos el viernes 16 de mayo, después de 6 horas de pintoresco viaje en autobús. El recibimiento, a cargo del comité santiaguino de Capulí, incluyó el fervor de cientos de niños y adultos, cuyo afecto se prolongó en aplausos, vítores y bandas de música, mientras desfilábamos con letreros y pancartas alrededor de las calles del pueblo. Este afecto se prolongó durante los tres días que estuvimos con ellos.

Hubo fiesta. Bailes multicolores de pallo, la danza típica de los Chucos. Declamación, folklore, guitarra, teatro, adoración al sol, globos lanzados al aire, cañonazos al alba, fogatas en las esquinas, serenatas, talleres de lectura, chicha en el camino, ágapes por la noche, tajadas y café entre la multitud de la plaza, risas y sorpresas. El comité organizador se desvivió en sus atenciones.

Santiago de Chuco tiene la forma de una serpiente bicéfala. Sus dos cabezas son visibles desde el cerro Quillahirca, a donde subimos de madrugada para agradecer a la tierra, donarle chicha y celebrar el amanecer. Los Chucos vivieron allí, adorando a sus deidades hasta la llegada de los españoles. El Señorío de los Chucos se convirtió en una pequeña ciudad que fue próspera en el siglo XX, hasta los años de la Reforma Agraria, cuando se dividieron las haciendas y empezó la decadencia y la emigración santiaguina.

Vallejo no fue tan pobre como lo pinta la leyenda. Visitamos la escuela donde recibió las buenas clases del francés que le serviría para conversar en París y enamorar a Georgette. Sus hermanos y sus padres, enterrados en Santiago, fueron burgueses no tan prósperos. Algunos trabajaron de empleados bancarios, holgazanearon en los mismos cerros y vieron los mismos paisajes magníficos que hoy se asoman frente al Mirador, a la salida del pueblo.

A la entrada de Santiago, nos recibió una bellísima estatua dorada del poeta, con fondo de praderas y cielo azul. Cuando nos acercamos, los encargados del monumento pusieron a funcionar una magnífica caída de agua.

La casa del poeta ha sido bien reparada con ayuda de la empresa privada y del INC y en ella un grupo de escolares interpretaron el poema de Trilce donde Vallejo honra a sus hermanos y a su pueblo. En el cementerio, se ha reproducido la tumba de Montparnasse que los familiares no desean que sea trasladada de regreso. Conocí a un descendiente de Vallejo, un joven con las facciones de su tío bisabuelo, quien declama a los peregrinos para que imaginemos cómo era César antes de que la enfermedad mal curada lo abatiera en París.

Hay detalles negativos. Por ejemplo: la mala política del alcalde de Santiago, que en querella con los organizadores de este festival –quienes no lo apoyan en la destrucción de un hospital donado por Cuba luego del terremoto del 70– le puso candado a la Casa Municipal y pagó a las escuelas de bailarines de los pueblos aledaños para que no participaran. Maldita sea la política en estos eventos. También se critica a las bien enternadas autoridades trujillanas, que dejaron en el patio a los poetas e investigadores que llegaron desde otros países sin la indispensable corbata para ingresar a sus salones privados. Les cerraron las puertas a una cena excluyente en honor a Vallejo.

Todo lo demás fue feliz: las conversaciones que iban hasta la medianoche, las botellas de pisco mezcladas con poesía, los chistes de argentinos, de peruanos, de venezolanos, de pastuzos, de santiaguinos. Algunos músicos que han recorrido el Perú, dijeron desde el escenario que ésta es la celebración cultural más importante de nuestro territorio. Debe de serlo.

Antes de marchar hacia Santiago, durante mi primer día en Lima, encontré una edición bien conservada–Populibros– en mi biblioteca: Trilce y Los Heraldos Negros. Releí en las hojas amarillentas, esos versos que me alcanzaron en la adolescencia y que me hicieron amante de su obra. Ha pasado mucho texto y mucha poesía entre aquellas lecturas y mi vida en Nueva York. Es un milagro haber regresado, después de haber viajado por esos caminos. Un milagro que, para algunos, se repite todos los años.