Los momentos con buenos amigos siempre son gratos. Lo inusual es recorrer tres estados en un día para verlos.
Rescataré el placer de cruzar una y otra vez los puentes que conectan ambos lados del Hudson. Desde Peekskill en Nueva York hasta Dumont y Hasbrouck Heights en New Jersey y Pound Ridge en Connecticut. Vino aireado en la mañana, cerveza en botella por la tarde con carne recién sacada de la parrilla y champagne en copas de cristal, con panes con queso blando, antes de la medianoche.
Nos desviamos entre autopistas y avanzamos por senderos agotados por las señales que previenen que cruzan los animales. Pasamos entre desaliñadas calles suburbanas y por caminos embellecidos con bosques. Charlamos sobre la indigestión de los bebés, arneses, cables y el miedo al vacío en museos científicos, cacería de venados –infructuosas– con flechas en la penumbra, proyectos para importar faisanes por Fedex, estrategias para invadir un pueblo con gallinas que comen garrapatas; y poner a pastar alpacas en el jardín de nuestras casas.
Recibimos el autógrafo de una primera novela, ayudamos a voltear la carne en una parrillada de un sábado cálido y soleado. Nos llenamos la cabeza con imágenes en lagunas de Wisconsin, castillos en Dobbs Ferry y caminatas a solas por Venecia.
Discutimos sobre David Lodge, King Lear, los impuestos, los niños y la recuperación del mercado inmobiliario. Conocimos a tres perros: Fergus, Reagan y Duke. Vimos a dos gatos, ambos inexpresivos y distantes, merodeando por sus territorios sin consultarle a nadie.
La conversación con los amigos expande los límites de un fin de semana, promueve planes e invita a nuevos viajes.