
A veces, cuando estoy nervioso y quiero decir algo, balbuceo.
En aquellos momentos, me siento víctima del terror: el cerebro –leal amigo–me podría fallar en algún momento de mi vida; entonces tendría que lidiar con el universo a ciegas, sin él.
Hilary Mantel conversaba con The New Yorker, hace ya algunas ediciones. Decía que un escritor sólo es tan bueno como el próximo párrafo que sea capaz de escribir. Así se liberaba de cualquier orgullo, de esa obra que ella consideraba apenas un regalo; porque al sentarse a escribir un libro nunca sabía con seguridad lo que iba a ser capaz de poner en un papel.
La escritura es un don. Nos sentamos con la idea de decir algo. Es obvio que balbuceamos y luego empieza a aparecer el universo, la conjunción feliz de palabras, imágenes, sonidos, puntos y comas que se enlazan como si fuera por arte de magia: se nos dibuja una sonrisa, el mundo se llena de color. Escribimos porque nos gusta y nos hace felices.
Hilary Mantel alguna vez fue una muchachita muy pobre, viviendo con su madre y el amante de su madre; sospechando de las escuela y de sus maestros.
Terminados sus estudios, Mantel consiguió un trabajo que no le agradaba. Entonces, abrigó la idea revolucionaria de dejarlo todo para escribir un libro sobre los revolucionarios franceses.
Lo hizo y el libro no se vendió. Nadie entendía que su novela, para el mercado de ficción histórica, llegaría más allá de los consabidos lugares comunes a los que suele estar acostumbrado el lector de este tipo de libros (intrigas de dormitorio, traiciones, romances que pasaron desapercibidos pero que fueron trascendentales para la historia, etc.) Fue un largo balbuceo para el cual Mantel se había preparado; leyendo durante meses todo lo que pudo sobre Robespierre, Danton y los héroes de la revolución.
Mantel se puso gorda, sin querer; y siguió escribiendo porque todos los días se sentaba y las palabras e imágenes que aparecían escritas sobre el papel la maravillaban. No creía merecerlas. No había hecho nada: salvo sentarse y comenzar a balbucear sobre un papel.
Este año, después de ganar el Man Booker Price–la novela Wolf Hall, una ficción histórica sobre la figura de Oliver Cromwell, oscuro político inglés, odiado por muchos y respetado por algunos; la sacó del montón y la puso en la línea de los escritores trascendentes–Mantel se dio el lujo de mudarse a un pueblito a tres horas de Londres. A la casa donde siempre quiso vivir hasta retirarse, lejos del ruido y de las obligaciones de los «escritores que no escriben» como dice ella; de aquellas distracciones editoriales que hasta ese momento consideraba que iban pegadas a su trabajo de escritora.
Ahora sigue balbuceando frente a una página en blanco, lejos del mundo, en su propio espacio; y dice satisfecha: «me lo he ganado».