
Las canciones de Marc Anthony me hacen recordar la Panamericana Sur. Especialmente una curva en la carretera, a la altura de la quebrada de Agua Salada, donde recibí mi primera lección de salsa:
–Escucha hijito. Ésto es música–dijo mi prima, mientras sonstenía el timón de su auto con una mano y con la otra trataba de hacer funcionar la casetera.
La carretera iba al borde de un precipicio. Desde la tapa me miraba un flaco de lentes y despeinado. No recuerdo si fue una sensación cercana al vértigo, ni si aquella tuvo que ver con la fuerza con que aquella música se fijó en mi memoria. Sólo sé que años después–muchos años después–aún escucho cualquier canción de Marc Anthony y vuelve a repetirse en mi cabeza aquella carretera al borde de los acantilados. ¿A dónde íbamos? La Panamericana Sur, que estuvo a punto de desaparecer durante los 80’s, había sido completamente reparada. Las líneas amarillas y blancas brillaban sobre el nuevo asfalto. El viaje entre la playa de Silaca y el puerto de Chala duraba la mitad que cuando la carretera estaba parchada de agujeros. Por lo tanto, no pudieron ser más de cuarenta minutos de música.
No me importa su vida sexual (ni con Jennifer López ni con Miss Puerto Rico); pero lo escucho y aquella carretera aparece en mi memoria con la música de fondo y un Tercel azul que chilla en las curvas a casi 100 kilómetros por hora…
Jamás fui salsero: un salsero sabe bailar y yo no lo sé. Mi torpeza se extiende hasta la pubertad (¿14 años?), hasta la espalda de una muchacha que me tuvo que detener porque en medio de un quinceañero, sin darme cuenta de nada, siguiendo el ritmo de la salsa con mis dedos en su espalda, estaba a punto de desabrochar su brassiere.
Mis mejores memorias: sentado sobre una silla Comodoy, pegado a la pared, en el salón de la casa de mis primos, durante las fiestas de año nuevo familiares, viendo a tíos y a tías bailando Fuma el barco y Caballo viejo.
También están los recuerdos incómodos: una y otra mujer queriendo enseñarme a mover los hombros, las caderas, a enderezar lo que parecía no enderezable. Mi madre forzándome a bailar con ella, mi hermana forzándome a bailar con ella. Y en otras ocasiones me veo feliz, ebrio, aprendiendo a dar vueltitas, a repetir el mismo paso una y otra vez, o marchando abrazado al tren interminable mientras los parlantes anunciaban que yo dejé mi corazón que sólo vive, en un mágico rincón de mi Caribe.
Pero si escucho: Yo que te conozco bien, me atrevería a jurar que vas a regresar que tocarás mi puerta... la memoria viaja hacia una geografía específica y a un tiempo específico de mi adolescencia.
Creo que se debe a cierto tipo de barrera inconsciente: a mí me gustaba andar con los chancabuques altos y la camisa de franela. No me gustaba el sistema. Me gustaba el rock subterráneo y no la salsa, porque la salsa era parte del sistema. Todo lo que sucedía en la radio era parte del sistema. Y para aquel muchacho que era yo, el iluso que creía marchar a los márgenes de la sociedad, Marc Anthony no podía pasar aquella barrera.
Sin embargo, él la pasó.
Hoy lo escucho en el auto mientras marcho a comprar lo que necesito para sobrevivir al desastre. Por estas calles de troncos caídos, su voz sigue llevándome a una época en que la música y el amor eran lo más importante. Avanzando con cautela hacia una tienda A&P, sin querer pensar en otra cosa que una lista de víveres, aparece su voz y mi mente viaja hacia el pasado, hacia aquella carretera donde Llegaste a mí.
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