Ballard ha pasado por muchas manos antes de llegar a mí. Me lo han recomendado como libro de iniciación. Es decir, yo he pedido consejo porque oigo hablar de Ballard como si se tratase de un dios más y yo solo recuerdo Crash, que no me dijo nada. Por Crash, en una clase de inglés, tuve que soportar a un profesor que lo idolatraba. A sus ochenta y tantos años, este catedrático se había vuelto experto en salpicarnos saliva a los estudiantes cuando dictaba su clase.
Me llevé Cocaine Nights al Perú pero sólo agarró un poco de sol y se llenó de tierra. Supongo que es un buen síntoma cuando el único libro que llevas a un viaje de casi un mes se queda sin ser leído. A mediados de enero me enteré que no podía renovarlo en la web porque alguien en la biblioteca estaba esperando que me acercara a devolverlo. Pobre lector: La novela llegó a Nueva York conmigo, con multa, después de volar en cuatro aviones durante más de 14 horas. Ya aquí, entré a Amazon, lo encontré como ganga y lo compré.
¿Valió la pena? El libro es buenísimo. Hay ciertas ideas –que se me quedaron grabadas– que tienen que ver con la delincuencia y el orden social. Hay ciertas imágenes de B-movie que aparecen por aquí y por allá mientras yo leía y me imaginaba Estrella del Mar, esa colonia de vividores felices y tramposos; y a Charles Prentice que, para salvar a su hermano, intenta resolver el caso de un incendio que todos han visto pero del que nadie quiere hablar.
Aquella sociedad es tan superficial como la que veo a diario en la televisión. Es una fantasilandia de muchachos y muchachas en epilepsia permanente, frente a cámaras y micrófonos, pagados para que aplaudan en la pantalla cuando empiezan a brillar los reflectores.
Ballard es necesario. En esta novela de detectives, el crimen se construye frente a las ventilas del aire, en la piscina, entre clase y clase de tenis. Allí empezamos a conocer a estos personajes miserables; a estas figuras corrompidas, máquinas de un universo del que Ballard es dueño y señor.