Colgadas sobre aquellas paredes de adobe sin pintar, siempre hay un calendario. Y aquellas camas–catres les decía el abuelo–por lo general necesitan una afinada de los resortes y un poco más de relleno en los colchones.
Ella, la selvática que lo había conducido con delicadeza, hasta con cariño, por las escaleras hacia su habitación, ahora lo estaba mirando como si fuera un estorbo, y parecía suplicarle que la exima del suplicio, que se largue para dejarla dormir. Él–no sabía por qué, tal vez por alguna coincidencia que tenía que ver con esa noche, por toda la chicha fermentada o tal vez por culpa de esas velas que le alumbraban el camino en la iglesia antes de que fueran a buscarlo para traerlo hasta allí–no se venía, y todo el placer que podía haber sentido se le transformaba en culpa. Prestaba más atención al calendario colgado en la pared, a la imagen religiosa dibujada sobre los números del mes, que lo miraba acusándolo, como diciéndole que ya tuvo su oportunidad, o que nunca la tendría; que lo estaban observando fuerzas más grandes que aquellas patéticas maniobras que él hacía en la cama con esa muchacha, con ese culo perfecto en el que buscaba perderse para olvidarse del amor y de su incapacidad para conseguir a la mujer que deseaba.
Amor, palabra manoseada ¿Acaso no amaba también esa fuerza que salía desde el centro de su organismo y la penetraba?¿Acaso no amaba la indiferencia con que podía encaramarse sobre otro cuerpo para simplemente olvidar la imagen que lo torturaba?
Entonces sonaron los golpes en la puerta, anunciando que el valor de sus monedas–sus veinticinco monedas– se había terminado, que debía volver a la calle aún semioscura, a una mañana donde seguía transcurriendo la oscuridad de una relación que jamás entendió bien. Tenía que salir a los pasillos de aquella casa refugiada en el anonimato de las afueras del pueblo, donde el enemigo lo esperaría con aquella media risa de doble filo con que lo había tentado aquella tarde por las calles empedradas de la comarca y lo había abrazado mientras tomaban uno y otro vaso de un líquido fermentado y amargo; demostrándole su absoluto dominio de la situación y lo desatinado de su intromisión en esa vida de pareja construída con sufrimiento, poco a poco, a lo largo de tantos años.
Porque ¿Quién era él para creer que podía venir desde la ciudad, desde donde se habían escapado ellos, a gritarle por su incapacidad para mantenerla? A ella que, para que lo sepas, no solo ha cambiado tu vida sino la mía. En esta aventura somos solo dos y no puedo aceptar ni traiciones ni terceros, ni amenazas de retirada, porque este amor tortuoso pertenece a dos amables y tortuosos individuos. Así que no retires tu mano, abraza tu vaso y en estas calles llénalo otra vez del fermento espumoso, de esta savia que ha enceguecido a una raza durante tantos siglos, para que no entienda que su banco de oro está siendo saqueado, porque mi reino no es de este mundo, indio, mi reino es del oro y de la plata.
Y él se imaginó entonces que incluso el Inca había comprobado como el placer de la chicha cerraba los ojos del pueblo: mientras el Imperio seguía extendiéndose, ellos trabajaban, tomaban sin quejarse y de pronto llegaba a esas tierras la iglesia y lo confundía todo. Se prendían las miles de velas antes de que salieran las andas de la Virgen a caminar por el pueblo y la chicha seguía colmando los vasos y, esa madrugada, la selvática lo invitaba a darle la mano y seguirlo hasta el segundo piso, para entender el poder de sus juventud, de su semen que –por fin, presionado por los golpes en la puerta que le exigían que cumpla su parte del trato, que deje dormir a la muchacha–se desparramaba sobre su cuerpo como la sangre de un animal herido.
Entonces él se apartó de ella, se vistió y salió otra vez a los pasillos para entender que era un hombre vencido, que tal vez debería acostumbrarse mejor a las derrotas, a los caminos truncos; acostumbrarse a pagarle mejor a esas muchachas que lo jalaban con cariño por las escaleras oscuras hacia sus dormitorios.
Allí en la sala de baile, satisfecho, lo esperaba su enemigo. Lo recibió victorioso, con esa media risa con la que alguna vez le enseñó la media pintura de su vida, la que nunca pensaba terminar y que escondía detrás de unas sábanas descoloridas para que su mujer creyera que vivía con un artista. Le dijo que su vida era el arte, si bien su mejor arte era esa forma de mirarlo, sometiéndolo.
Ahora las luces de la mañana entraban por las ventanas irregulares del prostíbulo, para decirle que otra vez había sido vencido. Alguien, muy dentro de sí mismo, le gritaba una línea que no sabía si atribuirle a la descarga en el dormitorio, a la paciente intoxicación de la tarde, o a alguna tara adquirida en una educación religiosa y larga que nunca servía para vencer al enemigo: «No se coman los unos a los otros».
Los dos cruzaron la pista de baile vacía, aquella donde una hora antes la muchacha apareció reluciente y despertada para conducirlo a su habitación, por algunos minutos, para susurrarle al oído que no todo estaba perdido, que las fuerzas de otros abismos lo iban a sostener mientras durase su peregrinación. Pero que no podían ayudarlo a cruzar el infierno, aquella era tarea de hombres, no de niños.