Son dos fotocopias: ella y él, reproducidas en cada detalle del carácter, de la forma de ser. Igualitos, hubiera dicho mi abuela, roncando de risa mientras la familia esperaba que terminara de preparar sus tamalitos verdes.
Ambos eran nietos fuera del matrimonio y amantes de una boda con lluvia que arruinó el toldo árabe y la comida criolla. Debajo de las mesas se escondieron hasta que pasó el temporal y allí le cogió la mano por segunda vez y ella se dejó besar.
Se dejó. No le preocupó que terminara la lluvia y él le propusiera esconderse por el día en una remota casa de playa fuera de la ciudad, no le preocupó el olor de humedad con que se abrió la puerta principal ni el sonido a vacío de los resortes de su cama.Se entregó a él. Caminó por los tramos empolvados del pueblo, bajo las paredes descascaradas. El cielo limpio. Pasaron la noche frente a un fuego a las orillas y regresaron a la humedad del dormitorio para amarse con mayor precisión y conocimiento, para borrar algunas dudas y que ella supiese para siempre que su cuerpo era una caja de sorpresas. Que él tenía razón en pensar que–siendo Escorpio–no se conocía, que tenía la pasión dormida con un sigilo de adolescente.
Ella volvió a la universidad al lunes siguiente. Llovía en la vereda donde tomó el colectivo y el silencio de la caminata hasta la facultad la terminó de absorber. Somos almas gemelas dijeron los recuerdos del sábado. Vamos a durar poco dijeron los silencios del domingo. Tengo que pasar por esto otra vez dijo su cabellera negra, larga, esperando una llamada o un mensaje que nunca llegó.
Fueron almas gemelas, dos fotocopias, dos hijos de la ciudad de las lamentaciones y las azoteas de polvo. Fueron copiados por otros, malinterpretados y finalmente se filmó una película sobre su primer encuentro donde se extraviaron sus nombres. Esa fue la película que nosotros vimos, la que nos obligó a tener hijos, nietos, yernos, para que no prosperara el infortunio del desamor original.