Érase una vez un hombre, cómodo de brazos y de ojos, bello de piel y armado de voluntad ligera. Difícil de convencer, valiente, vigoroso y talentoso para resoplar vida y espantar los muertos.
Vivía en una isla y resoplaba por las mañanas su café, adornaba de humo caliente las escaleras de los autobuses, las gangrenadas estaciones del metro. Cogido de los pasamanos turbios de los carros de los trenes frenéticos, caminaba por las calles llenas de humanos como él. Vivía bien, comía bien, amaba los libros y los paisajes urbanos, las pequeñas cosas que sucedían entre las comisuras de los edificios, a las sombras de las nubes que entretenían sus mañanas pausadas de media semana.
Sus pasos eran pequeños y su tiempo bien dispuesto le daba para conseguir dinero, conseguir placer, entretener el alma y el cuerpo. Ambos eran poco exigentes: su angustia de conocimiento se calmaba entre las mil y una historias de los anaqueles pesados de las bibliotecas; y el cuerpo se aligeraba de culpa con charlas largas con mujeres hermosas, tardes de cine y camas tibias donde purgaba las pasiones con fervor de aficionado y; algunas veces, la sangre se le calmaba sólo con la contemplación del pasado, la revisión de viejas fantasías, la paciente búsqueda entre memorias amarillas en otros continentes y en otros años de su vida.
¿Ambicioso? No lo era. Si bien le gustaba imaginarse todopoderoso y eligiendo sus playas y sus vuelos de verano. Sabía que las pocas cosas que lo hacían realmente feliz no tenían precio y estaban muy al alcance de su mano. Era independiente y fraterno, simple en sus gustos y en su apreciación de la vida que lo había tratado mejor que lo que él la había tratado a ella: todas sus cicatrices eran auto infligidas, marcas con algo que decir, pacientes testigos de sus búsquedas.
El hombre conoció a una mujer. Vestido de largo traje y con libro en los bolsillos, una noche el hambre lo colocó en el lugar indicado y encontró a la muchacha que dirigía a las multitudes y examinaba a los viajeros. Se acostaron en Navidad, le hizo feliz su olor a hembra y a ella le encantaron las cosquillas que ablandaron las dudas de su departamento. Examinaron las cuerdas del puente de Brooklyn viendo pasar los galeones para turistas. Se dieron la mano al final del camino, cuando ella respiró deseo en su oreja por última vez. Enderezó sus huesos y le prometió mejorar sus opciones en un próximo encuentro. El amor se convirtió en su excusa.
Érase una vez un hombre que nunca usaba los dedos para saber de dónde venía el viento. Una isla lo veía salir por las mañanas agarrado de los bolsillos del pantalón, lidiar sin pasiones por los asientos vacíos de los autobuses, concentrado más en la lectura; y caminando por las veredas ligeras al lado de las tiendas, los cafecitos, las puestas de sol que devoraba algún río más allá de las puntas de los edificios que lo cobijaban.
Érase un hombre convencido de que nunca jamás podría ser una isla.
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