Entonces yo era codorniz del grupo de los poetas en la universidad e iba mal vestida a las reuniones, donde leía con fingido desgano aquellos versos que me había costado la noche entera escribir.

Me desagradaba mi aspecto, mas sabía que en ese grupo era bien visto el mal gusto y que incluso el descuido aparente con que me amarraba los cabellos causaba admiración. Estaban todos locos pero los quería. Y a él más que a nadie. El único del grupo que parecía consagrado al objetivo de nunca dedicarme una mirada.

Así fue toda la noche en aquella fiesta. Me vestí peor que nunca pero cuidando que se adivinaran circulares mis pechos. Me ajusté el más desgarrado de los jeans asegurándome que destacaran las nalgas. Nunca me pongo labial pero los llevaba medio abiertos y humedecidos cada vez que pasaba frente a él. Igual nunca me miró. Así que me dediqué a tomar. Tal vez no eres su tipo, me habían dicho mis amigas tratando de suavizarme el rencor. Tal vez si me pusiera esos lentes ridículos de carey negro que usa ella, pensaba yo. Esa poeta que parece atraerlo tanto, la extranjera.

Tenía que escoger una cerveza. La luz y el hielo me paralizaron un instante. Allí estaban todas, alineadas, heladitas. ¿Por qué iba a escoger ésta? ¿Sólo porque estaba más cerca? ¿Porque brillaba más la chapita y el capuchón? ¿Porque la luz la había iluminado de cierto modo? ¿Era acaso cierta posición, cierta gota fría que se había deslizado por el cuello de la botella? Cogí la cerveza, cerré el refrigerador y con ella en la mano me metí a la fiesta.

Dejé que la botella me condujera entre la gente, hacia ese sofá debajo de esos cuadros. El otro poeta maldito de la clase mencionó algo sobre antropología comprometida. Pasé otra vez frente a mi ídolo con la boca bien cerrada. Me dediqué a bailar. El primer hombre fue un amigo de la dueña de la casa, al que apenas conocía. Estudiante de cine, mencionó dos cortometrajes y miró insistentemente mis pechos ¿Se dará cuenta? El segundo hombre fue mucho más discreto, me conversó de un viaje necesario y transformador a unas ruinas en las afueras de la capital, una calamitosa expedición por las carreteras de la sierra. Luego quiso hablarme de política pero le pedí disculpas y me metí a la cocina en busca de otra cerveza.

Allí estaban otra vez. Escogí la que estaba atrás de todas ¿Porque está más helada? ¿Porque nadie ha pensado en ella y no la han tocado? Así era yo, compasiva. La destapé y me metí otra vez a la fiesta.

La extranjera estaba riéndose y me dedicó una mirada. Nunca le había prestado demasiado atención. No era tan fea, mira tú. Tenía bonitos ojos detrás de esos lentes de carey que me horrorizaban. Sus jeans estaban menos rotosos que los míos y no mostraban nada. Su cabello era sedoso, largo, me provocaba tocárselo. Me acerqué y rocé con mi blusa el borde de la suya.

–¿Así son las fiestas en Dinamarca?
–Sí sí. Más o menos iguales. Iguales de borrachos.

Se le veía cómoda, como si estuviera instalada en un pedestal mirándonos. Cómo me habría gustado entrar en esos ojos. ¿Qué imágenes se mezclarían con las que yo veía? Traté de ver mentalmente una fiesta danesa, pero no lo conseguí.

–¿Y dónde aprendiste castellano?
–En un viaje a España primero, viví por un año, terminé la escuela en Zaragoza. Luego, viajando por Sudamérica, viviendo en el Cuzco.
–¿Viviste mucho tiempo en el Cuzco?
–Año y medio.

A quién quería engañar. Ella me había visto en las reuniones del grupo, había escuchado mis poemas y sabía que apestaban. Los debía haber escuchado más vívidos y mas limpios en alguna otra ciudad europea. Casi me convencí–mirándola, escuchándola hablar sobre ciertas malas costumbres que aprendió en el sur–, de que ni siquiera mi ídolo le interesaba. Sólo estaba asumiendo su posición de diosa y dejándose adorar.

Se la llevaron a bailar y me quedé sola otra vez. Se la llevó mi segundo hombre, a quien noté dudando en invitarme. Ella es extranjera, me dije. Se sintió atraído por ese modo medio inclinado como ella se para, pensé. Bailaron salsa. Ella como si hubiese nacido bailando. Traté de imaginarme cómo serían las fiestas en Dinamarca, pero no pude.

Allí estaba yo. La poeta desgarbada y pechugona con su cerveza, sola en medio de la sala, gritando: ¡Mírenme! ¿Los otros poetas del grupo? Todos borrachos. ¿Habían escogido ignorarme? Unas horas antes les estuve declamando mis mejores versos y ahora que los necesitaba…

Debo dejar de preocuparme, pensé. Busqué en el fondo del bolsillo y no pude encontrar cigarrillos. En la cocina encontré a mi primer hombre, borracho, asomándose al refrigerador y ofreciéndome una cerveza. No le pude decir que aquél era mi ritual, que me dejase escoger a mí. Seleccionó su botella y la mía, me ofreció un cigarrillo y salimos a la calle a fumar.

Habló de cine y yo le seguí la corriente. Qué poco que sé de filmes europeos. Pero he visto mis películas y puedo llevar una conversación. Luego me senté sobre el borde de la vereda y lo dejé sentarse apretado contra mí. Me hace reír, me está mirando mucho más a los ojos pero sigue buscando por el rabillo los senos. Me echo en el suelo y él se aprovecha y se echa sobre mí y me besa y siente mi aliento fuerte y me trata de acariciar por encima de la blusa pero eso sí, eso sí que no lo dejo. Siento el mareo que me alcanza todo de golpe y su boca que apenas si sabe besar. El fue el primer hombre y yo fui su primera mujer. Estaba amaneciendo cuando entré a la cocina por una vaso de agua y vi a mi primer hombre con la danesa, apachurrados contra una esquina. La diosa danesa se había bajado del pedestal, un poco envidiosa de las sanas diversiones de los hombres.

Yo era una mala poeta y entonces tenía ciertas manías por detalles de mi ropa, de mi personalidad y de los objetos que escogía. Viajé mucho, conocí Europa y viví dos años con un hombre que me hizo mucho daño. Aprendí que vestir de mal gusto era contagioso. Me enamoré por épocas, evitando fiestas como aquella, buscando reuniones donde fuese posible transformarme en una diosa extranjera. Funcionaba. Miraba alrededor:muchachos y muchachas celebrando ritos que yo ya conocía, en lenguas extrañas que provocaban el efecto de hacerme sentir mejor.

También encontré a los tímidos que pasaban por las segundas filas tratando de llamar mi atención. Quise ignorarlos pero nunca fui buena para eso. Siempre me daba por estirar las manos y escogerlos, prefiriéndolos a los que se colocaban ruidosos al frente, invitándome a que los mire. Esos tenían una vida más fácil, ellos no me necesitaban.