El Emperador era paisano de los pescadores. No resultó traumático su encuentro y pronto estaban todos alrededor de él y frente al fuego del crepúsculo, conversando de rutinas del verano, de viejos amigos, de parientes fallecidos.

Les sorprendió la familiaridad con la que él los trataba; y a él le agradó que ellos se olvidaran pronto de las formalidades, entendieran sus bromas y se dejasen tutear. Las mujeres se aparecieron con frutos del campo y gaseosas y se sentaron en segunda fila sobre el toñuz, silenciosas, sin poder creérselo, pensando en las muchachas que se morirían de envidia esa noche cuando regresaran al pueblo y les dijeran: hemos estado con el Emperador.

Se escucharon críticas respetuosas y se dieron consejos que los más inteligentes aprovecharían a lo largo de su vida. Esa era una zona virgen, no la habían manchado de publicidad y de comercio los turistas, así que se podía poner en práctica el sentido común colectivo y empezar pronto los trabajos indispensables para prevenir el caos cuando el irremediable progreso llegara a esas costas.

Se habló de los alcaldes y se escucharon las quejas del último de ellos, aprovechador, aventajado delincuente. Sólo hubo elogios para el recién elegido. Éste había ordenado las cuentas municipales, restaurado los servicios indispensables, conseguido buenos tratos comerciales con las mineras y establecido justicia en el reparto de las aguas. La sabiduría imperial dictó que no miraran atrás pero que fueran prudentes cuando les tocara elegir a nuevas autoridades. Los dioses y el destino les habían enseñado las dos caras del gobierno, les tocaba a ellos aprovechar la lección, recordar para siempre y enseñarle a sus hijos los alcances de corrupción del poder y también el poder tranformador de su buen empleo.

Les prometió destruir los muros que el alcalde había levantado alrededor de su casa, con ladrillos firmes, rompiendo con el estilo de las casas gentiles y la armonía de la playa. Pero no les aconsejó proseguir acciones más severas. Sólo aprender, mirar a una buena autoridad en ejercicio y dejar constancia de aquellas buenas obras. Tal vez su poder le permitiría castigar al alcalde malo, les dijo, pero les sugería dejar la idea del castigo sólo en sus manos.

Antes de irse a dormir les enseñó a mirar las estrellas y a interpretar en ellas la voluntad del universo. Les mostró las coordenadas en las que se acentuaba la prudencia de aventurarse en el mar para la pesca; y también las líneas imaginarias donde la esfera eterna auspiciaba abandonarse a los espíritus del ocio. No todo en la vida es trabajo, les dijo antes de subirse a su litera y dejarse llevar por su hombres hasta el siguiente campamento.

Buenas historias dejó la visita del Emperador y los pescadores aún respetan su figura más que la de quienes lo siguieron: reyes que sólo ven en los periódicos y escuchan en las radios, jefes que hablan de grandes obras, venganzas terribles y proyectos que no realizan nunca.