En la silueta de su cintura en bikini adiviné una grieta de solidaridad. Por eso me atreví a mirar entre la ranura de mis dedos y a espiar sus curvas sonrojadas, producto del sol de Punta Rocas, Santa María, San Bartolo y todo el circuito de playas donde ella, mi hermana y sus amigas se pasaban el verano. Fui ampayado.

Recuerdo el escándalo y los insultos que me soltaron ella y sus amigas─se los contó esa misma tarde─por haber cedido a la tentación. No sirvió que les replicara que no llegué a ver nada, que no abrí los ojos del todo, que no se podía ver sino la silueta y ningún detalle grueso. Me mandaron al calabozo por mañoso.

Por eso me sorprendió tanto recibir su llamada.

Desde que me fui de Lima solo la había vuelto a ver en versión online. Tenía la misma cintura expresiva de siempre, la misma manera de atar el pareo alrededor de sus muslos. Las cuatro fotos en ropa de baño llenaban la pantalla de su página. Espié: en su recuadro de conocidos estaban nuestras amigas de siempre. Entre sus sitios favoritos los lugares comunes de ambos y en su conversación los mismos temas de su juventud. En su muro tenía una lista de 85 arrechos con mensajes en tres idiomas. Wakabayashi hubiera dicho de ella lo que siempre dijo de la Princesita de Yungay: «es una jaladita con jale». Alguna vez le sugerí a mi padre que ella y yo podíamos llegar a ser enamorados. «Esa te da cuatro vueltas. De lejos se ve que es una pendeja», me dijo.

Ella llamó a mi celular. Se lo tuvo que haber dado mi hermana o alguna de nuestras amigas comunes. Encontré la excusa que necesitaba para convencerme de volver a verla en cada sílaba de su mensajito telefónico calentón. Nos encontraríamos en el JFK, tomaríamos un taxi a Manhattan e iríamos por allí «a caminar».

Mientras la esperaba, me di cuenta de que no me había preocupado en arreglarme. Mis jeans no los había lavado en un par de semanas y el polo de Gap estaba despintado y tenía el cuello vencido. Era demasiado tarde, los dados ya estaban lanzados. Había pensado en darle una vuelta por la ciudad, tal vez en llevarla a comer y ya. Pero allí esperándola en una sala del aeropuerto, me vino la cretina impresión de que aquello podría durar para siempre. Alentaron mi deseo las tardes de soleada soledad en la terraza de mi departamento con vista a las chatarreras de Atlantic Avenue y mi reciente lectura de un aburrido libro de Kerouac. Tal vez también mis patéticos amaneceres tomándome fotos solo sobre la nieve en el puente de Brooklyn y mis caminatas haiku por las veredas heladas, entre los témpanos de los puentes amarillos de Central Park.

Mientra la esperaba volví a entrar con ella en las oscuras tiendas de ropas de baño brasileñas de una calle estrecha de Miraflores. Acepté ser su ojo avizor cuando ella salía detrás de la cortina del probador en un bikini con manchas de piel de leopardo y me preguntaba: ¿Qué tal me queda éste? Volví otra vez a su cuarto, al lado de su cama, cuando ella me dijo: tápate los ojos que me voy a cambiar. Volví a mirar entre la ranura de mis dedos calientes y a imaginar ese beso de despedida que pudimos darnos y nunca nos dimos. Estaba despidiéndome de ella en Lima cuando la vi llegando a Nueva York.

Tenía los mismos rulos desordenados cubriéndole la mitad del rostro, la misma forma soslayada de mirarme, el mismo sentido del humor que despidieron siempre sus ojos rasgados. Me dijo que había pensado quedarse un par de días en Nueva York pero que en el último minuto había comprado una conexión baratísima a Madrid para esa misma noche. Así que le quedaban unas tres horas para vagar conmigo, otra hora para regresar a su avión. Dijo que quería pagarme lo que costara para darse una vuelta en taxi por la ciudad y que yo la acompañara de regreso hasta el aeropuerto.

Había pasado un poco más de media hora, cuando me atreví a darle un beso. Ella me miró a los ojos en la cabina de ese carro color girasol que avanzaba como un buque entre el espeso tráfico y la gente. Me cortó la respiración abriendo la boca y besándome con sus dedos largos y delgados detrás de mi cabeza.

Regresó de Madrid a las dos semanas, para seguir mirándonos a los ojos por unos días antes de volver a Lima. Se quedó una semana más entre mis cubrecamas pasadas de moda. Nos amamos en un hotel de cortesía que le pagaba el trabajo en un viaje relámpago a Boston. Se fue despacio pero se fue y nos mandamos cartas de amor de lo más tontas durante algunos meses.

La primera vez en Nueva York me tapé los ojos para mirarla desnudarse. No sé si se acordaría pero no dijo nada. Quitó mis manos, resbaló su rostro contra mi cuerpo y sólo me preguntó si me había bañado esa mañana. Con la respiración entrecortada, fascinado, le respondí que sí.