El sonido del río viene lamiendo los troncos del último aluvión. Arropados entre las frazadas que huelen a tiempo estancado, a fragancia de siglo viejo, escuchamos el río, el ladrido de los perros y gritos que se confunden con el craqueteo de los resortes de los catres. Se levanta el abuelo, lo sigue el tío. El río está llegando por la quebrada, se está comiendo parte de la tierra de la chacra, viene cargado de lodo y hay que apurarse en cerrar las tomas de agua antes que el barro llegue e inunde las acequias, atore las tomas y cubra para siempre el estanque que abastece de agua a la hacienda.

Los ruidos se apagan pronto, se alejan los dos hombres con los perros y con sus linternas, por el sendero que lleva hacia las bocatomas, entre las piedras bajo el árbol de higo, sobre la húmeda tierra de la madrugada, debajo del granado, entre los almendros, apuran el paso sobre las pircas que dividen al estanque, van con la hoz cortando la hierba alrededor de los peros, sus pies empiezan a embarrarse con el agua que corre entre el bambú, cerca del ojo de agua del manantial. Casi treinta minutos después, agitados, alcanzan la toma de agua, mueven las piedras, cierran las entradas. El rugido del río se escucha cada vez más cerca pero ya el peligro ha pasado. El abuelo se pasa la mano para secarse unas gotas de sudor sobre el bulto de carne de su frente. El tío sigue moviendo algunas piedras, asegurándose. Después se agacha sobre el arroyuelo, hace una poza de agua entre sus manos y con el agua fresca se enjuaga la cara.

Nosotros no nos levantamos porque somos turistas. Después de la bulla nos volvemos a dormir, la fragancia vieja nos envuelve, nos mira la escopeta Remington colgada sobre la cama, nos calma la brisa de la noche que se mete entre las rendijas de la puerta de madera, el haz de luz de luna que apenas ilumina nuestras camas. A las cinco nos despiertan los gallos y nos volvemos a levantar con el jarro de metal para ordeñar las vacas, para beber directamente de la ubre caliente. El tío y el abuelo han regresado, han ido a cortar grama y se las han arreglado para encarcelar a los becerros mientras nosotros seguíamos durmiendo. Entre los sorbos de la espuma, sobre la tierna humedad de la tierra del corral, respiramos el aire del campo. Sobre la casa, en el corral del cerro, empiezan a despertarse los cuyes. Sobre la bodega de los vinos dos palomas caminan levantando el pecho y susurrando algo que no entendemos. Después de la leche la madre nos lleva a sacar las tunas. Con las manos envueltas en la áspera hoja de los higos, saca las espinas, abre la cáscara con un cuchillo y un tenedor firme. El dulce del mordisco chorrea entre nuestros dientes. Por aquí y por allá un perro camina asegurando las patas sobre la tierra, con lentitud, dejando sombras entre el pasaje de las buganvilias.

Cruzando la chacra y el cauce del río (Ayer apagado triste, hoy vivo y violento) está el auto en el que hemos llegado la tarde anterior. Qué poco tiempo ha pasado desde el final de nuestro viaje, arrumados en la parte de atrás del Toyota. Qué pocas horas desde que trepamos la tierra que se resbala, entre los maderos cruzados que sirven de entrada, que separan al río de la chacra. Qué pocas horas desde que vimos las raices de ese árbol de pacae que amenaza con caerse sobre el río si éste se acerca lo suficiente. Entre los sonidos que recordamos siempre está el sonido de Anqui, la chacra, gritándonos en una mañana de frío, obligándonos a que abramos los ojos.

Photo: «Cuidando el Campo» de Eduardo Amorim/Flicker