«En el versículo 7, el Capitán Cavernícola dice que no se puede comer pan con mango». Eso recitaba el cuatrero barato. Medias de nylon con cartelito de Koyama, bluejeans roídos, tabas de remate de Superepsa.
En esa época no existían aún las combis y los carros viejos como el mío costaban casi 10 mil dólares y llevaban en alguna parte de la guantera su sello: Ensamblado en Perú.
Puse el radio en Mar, la que siempre escucho, la voz del Ronco me hizo acordar que la flaca me estaba esperando con su uniforme de colegiala. Lamenté no haber recogido los papuleles que me atoré el otro día con ella. Así nos hubiéramos divertido más. Pero no todo es perfecto. Al fin y al cabo estamos en Lima.
«Siéntate perdedor» me dijo el cuatrero barato. De nada sirvió que volviera a mirar con desprecio sus medias Koyama. Se me empezó a contagiar la desgracia y hasta me acordé que alguna vez, paseando por el Jirón antes que lo transformasen en supermercado, también compré algunas cositas en el Tía frente a la Iglesia.
El cuatrero barato es el mejor peluquero de Lince. Entre cortada y cortada, como para inspirarse, se iba detrás de la cortina y se metía su traguito de pisco. De pico. Creo que con dos clientes se acababa la botella el chino. Después cerraba el local y se iba a chupar.
«Hay que catequizar a estos mierdas» dijo la pelada. Y le zampó una bofetada tecnológica a la perra esa de Patricia. Me acuerdo que me sentaba con ella en el asiento de atrás, camino al colegio. Ya tenía las piernas regordetas. No me extrañaría que se la hayan comido las várices.
«Lima tiene demasiada leche condensada» Facilito se la lleva este huevón. Nunca supe de donde sacaba sus frases célebres, pero se podía pasar toda la tarde llenándote la cabeza de esa basura. Te ibas con menos pelo (corte alemán) pero con una tonelada de carga radioactiva en el cerebro y luego no sabías qué hacer con ella.
Respiré hondo. Había cada vez más humo en las calles de Lima. Qué bueno es vivir a cuatro pasos de la peluquería. Abro la puerta de mi casa. Me acaban de dar la copia de las llaves. Basta de mostrarle el aliento a mi mamá. Basta del «¿has tomado?». Si ya sabe que sólo a eso voy. A chupar. Para qué molestarse en constatar que el aliento siempre me apestará a alcohol.
Retiro lo dicho. No sólo voy a chupar. Me encantaría agarrarme a Silvana, pero por alguna razón todo lo que digo cuando estoy frente a ella siempre está mal. Mi adolescencia siempre ha sido una cagada. Demasiadas ideas condensadas. Demasiada leche en bolsa. El cuatrero miserable tiene la razón. Nunca me he divertido tanto como ahora, a la distancia. Cuando puedo imaginarme a Lima en llamas, su raquítica niebla cayendo pesada sobre los edificios de sus acantilados de pesadilla. Pensar que alguna vez caían gotas. En mi Toyota de 10,000 dólares. Recuerdo haber mirado a los bañistas de la Costa Verde duchándose bajo las cascaditas.
«Esa es tu Lima que se fue». Y sí pues. ¿Qué están chupando? ¿Sirve de algo preguntar? Igual me lo voy a empujar. Bonito, bonito, todo para adentro. Como la siniestra mirada con la que reventábamos la pelota contra la puerta de la casa. Lo ideal era hacer mucha bulla. Mi barrio era clasemediero. La Molina sólo el nombre, un sitio bastante aburrido. Desde que se separó el grupito que jugaba al fútbol en uno de los pedazos del parque, desde que se fue Patricia y sus caramelos con sabor a Coca Cola. Creo que ella debió de haber sido la protagonista de mis primeros sueños eróticos.
¿Por qué cuando la penetro no pienso en ella? ¿Por qué ya no me interesa para nada si Perú va a un mundial? ¿Por qué me cuesta fijarme en un tiempo determinado? ¿Por qué no recuerdo el nombre de la perrita que conocí en el bus a Quito? ¿Por qué no me basta mirar sino que tengo que juzgar?
Sé que al cuatrero enamorado le daría demasiada risa todo lo que he escrito. Sé que a la pelada le temblaría la mano si tuviera que darme una bofetada. No podría. Sé que en algún rincón de su inconsciencia sonreiría ante tanta confesión, ante tanta miseria.
No me había perdido montando la bicicleta. Aún recuerdo el dolor de aquellas primeras caídas, de aquellas silenciosas rondas, de su perfume de precio módico (no tan barato) quejándose de que le estaba poniendo la cabeza encima de su chuchita. Nunca me voy a correr como me corrí esa noche borracho sobre su cuerpo ardiendo. Nunca voy a besar a nadie como besaba sus labios en esos tubos inmensos de desagüe. La buena notica es que parece que nunca voy a estar tan solo como cuando murmuraba su nombre y lloraba.
¿Por qué me vienen estas memorias? ¿Por que tengo antojo de arroz zambito?