>La arena en Lavandería quema más que la de otros lugares. Cuando llegaron a vivir aquí con su madre, Teresa y sus tres hermanas se pasaban muchas horas tendidas al sol, sobre hojas de periódico, tostándose los senos sin que nadie las viera. Ahora es imposible. A donde mira, Teresa ve casas. Lavandería es un pueblo diferente, con mucha más gente, con más servicios. Sin embargo muchas cosas siguen igual. La arena todavía quema más y su gente camina como siempre: mirando al suelo (¿No te has dado cuenta? Le dijo a su madre, cuando le hizo ese comentario, años atrás, poco antes de casarse). Caminan como condenados, arrastrando algo.
Teresa se miró los senos en el espejo. Pálidos y caídos. Tampoco se le ocurriría echarse calata a tostarlos. Así no hubiera nadie mirándola. De las cuatro hermanas, la única que tal vez se atrevería sería la menor. ¿Dónde estaría ella, viajando por qué lugares? ¿Por qué su marido sí la llevaba? ¿Por qué a Teresa su marido no la dejaba ir con él? “Teresa, le decían sus hermanas, a ti no te gusta viajar, y el lugar a donde va tu marido es más feo que adonde va el de ella. Su marido no va a meterse en los socavones de las minas, no camina tres días jalando las mulas y arrastrando el mineral. Su marido es ingeniero. El va trazando caminos. El tuyo, el tuyo Teresa…¿Qué es el tuyo?” “Mi marido es minero” responde Teresa cuando sus hermanas la fuerzan. Pero las mujeres de Lavandería saben que ha sido también obrero y que lo que mejor sabe es emborracharse con sus maridos y pegarle a Teresa cuando se le antoja. Y a ninguna se le ocurre recomendarle que lo siga, más bien que lo disfrute “Agradécele a Dios, Perra, que tu esposo se va por unos meses y te deja en paz” . Ellas dejan claro que tampoco les molesta que dejase en paz a sus maridos. “Agapito es el que chupa más” , dicen sus maridos.“Y nuestros maridos jamás …” dice la que mira más profundamente al suelo y se queda callada, frente a Teresa, sin atreverse a completar la frase, aunque todos sabían lo que ha querido decir. “Jamás se atreverían a tocar a sus hijas”.
Teresa no entiende como puede soportar a diario sus miradas acusadoras. Son sus únicas amigas, las chicas con las que ella y sus hermanas crecieron en Lavadería. “Las Perras”, las llama ella. Y ellas también la llaman así.
Veinticinco años atrás Lavandería era un pueblo pequeño. Si querías divertirte tenías que tomar un microbús hasta Tamales. Tamales está muy cerca del mar y prospera gracias a los restaurancitos que se llenan cuando la gente de la capital regresa de la playa. Entonces había tres bares alrededor de la plaza y una discoteca. Siempre las perseguían los mismos muchachos de Tamales pero ellas, las cuatro hermanas, pocas veces les hacían caso. Se sentaban solas en una de las mesas oscuras y, muy de vez en cuando, aceptaban bailar. Generalmente conversaban un rato, tomaban algo y se se iban. Otros grupos de muchachas y muchachos venían desde Lavandería, se reconocían en la oscuridad de la discoteca, o en la calle, cuando salían a caminar con sus parejas por las callecitas de tierra cerca de la plaza o a tomar el microbús de regreso. A las Perras las recuerda con luces chillonas, rojas y verdes, sobre la cara, con el pantalón blue jean ajustado, apretadas y sudadas, bailando en ese simulacro de discoteca que se llamaba El Cuete, una casa de un solo piso en la que invariablemente los fines de semana había una cartulina blanca garabateada: «Mujeres entran gratis hasta las 9 de la noche».
Un viernes llegaron y no había mesas libres. En el lugar donde siempre se sentaban había cuatro gringuitos. Las hermanas sonrieron. “¿Cómo te llamas?” preguntó Teresa, luego de haber bailado con el gringuito más alto, que bailaba muy bien salsa y que, como sin querer queriendo, le apretaba la mano en la cintura y bajaba sus dedos, como tocando y no tocando. “Wilhelm ¿Y tú?” dijo él. “Teresa” “Teresa ¿Sabes que eres muy bonita?” Bailaron dos o tres piezas más. Las Perras bailaban a su costado y la pellizcaban o a veces la cadereban. Sus hermanas la miraban aburridas desde la mesa: al parecer el gringuito de Teresa era el único que sabía bailar. Cuando regresó cansada, quisieron irse a la casa y llevaársela, pero Teresa no aceptó. “Yo soy la mayor”, les dijo. “Me puedo ir con alguna de las Perras”. El gringuito no la dejó de apretar ni siquiera cuando se despidió de sus hermanas. La dejaron sola y bailando. Los amigos también dijeron que se largaban. “Se van tus amigos, dijo Teresa, preocupada porque él se fuera tan pronto”. “No hay problema, ellos tienen su carro.” “¿Y tú tienes carro?” “Claro ¿Quieres verlo?” Teresa se preguntaba muchos años después cómo fue tan tonta. Tonta como para rogarle que la llevase hasta la playa.
Pero Teresa nunca había estado en la playa en los cuatro años que vivía en Lavandería, sólo sabía que existía por las fotos de las revistas y la televisión, donde había visto gente tostándose, así como ella se tostaba con sus hermanas, pero con ropas de baño fabulosas. Y en algún momento, sobre la arena, escuchando las olas, estaba ya demasiado ida como para preocuparse si Víljeim (así le llamó ella, hasta que años después, enseñándole el periódico a su hija mayor, ella le enseñó a pronunciar bien el nombre) metía su mano blanca–nunca vió una mano tan grande y tan blanca–bajo el sostén, y empezaba a besarle los senos. Cuando en algún momento, besándolo, ella se acordó que tenía que cerrar las piernas, ya la mano de Viljeim se había mojado en su vagina, que estaba preparada para todo y él abrió el cierre del pantalón y sólo le dijo una palabra en tono de orden y ella se agachó, preparada para hacer todo lo que él quisiera, para obedecerle.
La semana siguiente conoció a Agapito. Acababa de llegar a Lavandería, se peinaba con gel, se vestía siempre con camisa blanca y a todos lados llegaba gritando. Tenía tres años más que ella. Quiso ir con ellas a Tamales pero ellas le dijeron que se iban solas. Se sentaron en la misma mesa y Teresa se dio cuenta entonces, que sus hermanas ya no la miraban como antes. La miraban fijamente, como diciéndole: “Te has convertido en una de ellas, también eres una Perra”. En vano les dijo que Viljeim volvería a verla el fin de semana. ¿A quién iba a engañar? Sin embargo se pasó buena parte de la noche esperándolo. Hasta que apareció Agapito. Primero quiso sacar a bailar a Sonia “porque tú Teresa, tenías cara de ser la más aburrida” le dijo después. Pero Susana no lo dejó que se la saltara, porque ella era la segunda. Y se notaba que le gustaba Agapito. “Pero en verdad la que me gustaba eras tú” Agapito le dijo meses después a Teresa. Bailó varias piezas y después se sentó con ellas. Agapito contó un par de chistes buenos y entonces Teresa, que había estado muy seria toda la noche, se rió. Agapito la vio reir y la sacó a bailar y nunca más salió a bailar con Susana. Teresa sabe que desde entonces, la que con más rabia le llamaba «Perra» era su segunda hermana. No sirvió que no quisiera ir con ellas a la semana siguiente, ni a la siguiente. Agapito siempre preguntaba por Teresa y durante la semana iba a buscarla y salían juntos a caminar por el pueblo.
Cuando pasaron cuatro semanas, Teresa supo que estaba embarazada y supo lo que eso iba a significar. El viernes por la noche salió con su hermanas. Se sentó en la misma mesa de la esquina y cuando Agapito la invitó a bailar se fue con él hasta la esquina mas alejada y se dejó besar. Se besaron durante un rato hasta que Susana se levantó seguida por sus hermanas y se fue sin despedirse. Las Perras cuchicheaban, alguna la cadereó minetras bailaba, otra la pellizcó en el poto. Teresa sugirió que salieran de la discoteca y que se metieran por un camino oscuro, entre los alfalfales de Tamales. Mientras Agapito le besaba los pechos, echado sobre ella, Teresa dirigió su mano hasta donde sabía que iba a encontrar lo que quería. Mientras lo acariciba, le hizo jurar a Agapito que si tiraba con ella esa noche se irían a vivir juntos al día siguiente. Y Agapito juró.