Image
«¿Cómo debemos de llamarnos ahora?» quiere saber Mrs. Crawley
(madre de Matthew, el futuro heredero de Downton Abbey)
al ser presentada en la residencia de los Grantham.
Y Lady Grantham, la condesa, que no puede soportarla,
le responde: «Podríamos comenzar llamándonos Mrs. Crawley
y Lady Grantham ¿no?»

Soy un consumidor de televisión tardío. Siempre me ha parecido que las pocas veces en que me sentaba «a ver televisión» terminaba usando la mayor parte de mi tiempo en mirar fragmentos de programas y en jugar con el control remoto. Nunca eran experiencias satisfactorias. Sin embargo, como leo de todo, recibo constante información acerca de series televisivas: buenas reseñas en revistas, periódicos y en medios de información online. Estas reseñas, al parecer, tardan su tiempo en convertirse en decisiones de consumo.

Por ejemplo: durante algunos años leí comentarios elogiosos sobre Lost. Cuando por fin encontré el tiempo para ver el primer capítulo –y de paso engancharme a toda la serie– Lost ya estaba en su cuarta temporada. Lo mismo con MadMen: reseñas y comentarios despertaron mi curiosidad. Sin embargo, recién a fines de 2011, una noche en que no se me antojaba leer, con un iPod a la mano, entré al Netflix y devoré tres episodios de la primera temporada. Y ya no pude parar: la semana pasada, en un lapso de cuatro sentadas, vi completa la quinta temporada.

Lo mismo me ha pasado con Downton Abbey. Las buenas reseñas han dado vueltas por mi escritorio, han compartido espacio con lecturas de buenos perfiles y crónicas en The New Yorker o noticias varias de entretenimiento en Rolling Stone, Esquire o The New York Times. Sin embargo recién fue anoche, con tres temporadas de retraso, cuando entré a la casa del conde Grantham y su familia.

¿Por qué me gusta? Tiene jugosas historias, buenos personajes y mantiene un buen ritmo. Recién he visto los dos primeros episodios de la primera temporada y algo me dice que la historia sólo puede mejorar.

Además, algo imprescindible: al ver los episodios uno tras otro, no siento haber perdido el tiempo jugando con el control remoto.

A fines de enero, The New York Times publicó una nota llamada «New Way to Deliver a Drama: All 13 Episodes in One Sitting«, sobre la nueva serie House of Cards producida por Netflix (con Kevin Spacey en el papel principal); allí se abordaba el asunto de quienes prefieren ver una serie en una o dos sentadas, evitando la pesadísima costumbre de un episodio por semana. House of Cards ha sido grabada como si fuera la primera temporada de una serie; sin embargo,  todos los episodios han sido lanzados a la vez.

Así es como descubro que no sólo soy un vicioso de la televisión tardío, sino que hay muchos otros consumidores como yo, que al engancharse a una serie desean ver dos, tres, cuatro episodios en una sentada.

Había una razón (adicional a los pésimos guiones) que siempre me hizo evitar las telenovelas: la sensación de esclavitud frente a la pantalla; la desagradable experiencia de sentir que necesito ese aparato, en horas y días precisos, para satisfacer un deseo. La nueva forma de grabar los programas de televisión le da la vuelta al problema: la televisión me necesita a mí.

Yo, supremo ser de este universo audiovisual creado para mi satisfacción,  puedo prescindir de ella, hasta que tenga el tiempo para encenderla.

Hoy puedo ver lo que deseo.  Después puedo olvidarla.